En su asamblea anual en Kingston (Jamaica, 15 julio-2 de agosto), la International Seabed Authority (ISA), la agencia de la ONU que gestiona los fondos marinos creada por la convención sobre el Derecho del Mar (UNCLOS, 1982), eligió como nueva secretaria general, con 79 de 113 votos, a la oceanógrafa brasileña Leticia Carvalho, la primera mujer, científica y latinoamericana en ocupar el cargo.
Su antecesor, el británico Michael Lodge, que intentó reelegirse con apoyo de Londres y países insulares como Nauru y Kiribati, concluyó su mandato en medio de acusaciones de favoritismo hacia las multinacionales mineras y de malversación de los fondos de la agencia.
En medio de esas tensiones internas, no resulta extraño que la asamblea fracasara en su intento de acordar un marco regulatorio de la minería en aguas marinas profundas más allá de las jurisdicciones nacionales y, por ello, patrimonio de la humanidad.
Hay mucho en juego. Las llanuras abisales y cordilleras submarinas a 4.000 metros de profundidad de la zona Clarion-Clipperton (CCZ), de 4,5 millones de kilómetros cuadrados entre México y Hawai, por ejemplo, podrían contener millones de nódulos polimetálicos con diversas concentraciones de níquel, manganeso, cobalto, cobre, níquel, platino, molibdeno, oro y plata.
El US Geological Survey estima que en la CCZ puede haber 340 millones de toneladas de níquel, tres veces más que todos los yacimientos terrestres del metal, esencial para los cátodos de las baterías de vehículos eléctricos. Según la consultora Wood Mckenzie, para cumplir con los objetivos del Acuerdo de París de aquí a 2050 se van a necesitar 4,1 billones de dólares en inversiones para extraer y refinar minerales críticos.
En Kingston, Rusia, China, Canadá, Corea del Sur y Noruega alegaron que la minería submarina es menos destructiva que la terrestre y que se debía acelerar la autorización de…

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