Solo en la mente de Donald Trump cabía presentar la contención del conflicto como un éxito de su afán pacificador. No solo porque haya resurgido con peligrosa intensidad, sino porque el acuerdo alcanzado por ambos países en julio de este año fue, esencialmente, fruto de la mediación de Malasia y China. La intervención de Trump se materializó principalmente en amenazas de sanciones económicas si no se avenían a detener la confrontación armada.

A diferencia de otros escenarios en los que entran en juego intereses geopolíticos o geoeconómicos de gran calado, en este caso la disputa responde sobre todo a factores identitarios y a la exaltación nacionalista. La zona en litigio carece de valor estratégico y no alberga materias primas energéticas ni recursos naturales de especial relevancia, sino únicamente varios templos que ambos países reclaman como propios.

Entre ellos destaca el templo hinduista de Preah Vihear, Patrimonio de la Humanidad, que Nom Pen trató de registrar en 2008 como camboyano, en consonancia con el dictamen emitido en 1962 por el Tribunal Internacional de Justicia, según el cual el templo se encuentra efectivamente en territorio camboyano. El inmediato rechazo de Bangkok a esta pretensión disparó unas tensiones que hunden sus raíces en los repetidos e infructuosos intentos de delimitar una frontera común de unos 800 kilómetros, fijada a comienzos del siglo pasado tras la retirada de Francia de la región.

El nuevo estallido de violencia confirma, por un lado, que ninguno de los dos países está en condiciones de imponer militarmente su voluntad al vecino. Las fuerzas armadas tailandesas triplican en efectivos y medios a las de Camboya. Bangkok cuenta con unos 360.000 soldados y con un arsenal más moderno, en gran medida de origen estadounidense, resultado de una población cuatro veces mayor y de un PIB diez veces superior. Sin embargo,…