Era algo previsible si se tienen en cuenta los principales condicionantes que definen dicho conflicto tres años después del inicio de la invasión rusa (y once desde la anexión de Crimea).
A pesar de la fuerza demostrada por Kiev, con crecientes ataques de drones y misiles sobre territorio ruso, está fuera de su alcance expulsar a las tropas invasoras por la fuerza. Su capacidad de resistencia, más allá de la demostrada fortaleza psicológica de su población, depende fundamentalmente del grado de apoyo que estén dispuestos a prestarle tanto Washington como el resto de la cuarentena de aliados que confluyen en el llamado Grupo Ramstein.
Más allá de sus inconsistencias y cambios de opinión, Donald Trump cree que Ucrania no es un interés vital para Estados Unidos. Para su Administración es prioritario hacer frente a la emergencia de China como rival estratégico y atraer a Rusia a su bando, por muy importante que sea la causa ucraniana para los europeos.
Así se entiende que Trump se muestre tan sensible a las demandas de Putin, hasta el punto de amenazar directamente al presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, con retirarle el apoyo económico y militar (inteligencia incluida) si no se aviene a aceptar sus condiciones. Eso le permite a Putin jugar con el tiempo a su favor, a pesar del coste exponencial de la invasión, tanto en términos humanos como materiales y económicos. La postura de Trump le permite mostrarse ambiguamente favorable a la paz, pero colocando en cada nueva ronda de conversaciones y negociaciones nuevas condiciones y obstáculos que, en la práctica, debilitan a Kiev.
Por encima de los matices diferenciales que han ido apareciendo en las propuestas que han elaborado hasta hoy Moscú y Washington, la base fundamental que se deriva de todas ellas es que Ucrania tendría que aceptar (…
