En octubre de 2019, la historia oficial decía que Chile era el país más exitoso de América Latina y su modelo político y económico, un ejemplo a imitar. “Un oasis de paz en una región convulsionada”, dijo el entonces presidente, Sebastián Piñera, a varios medios nacionales y extranjeros la misma semana que un puñado de estudiantes saltó los torniquetes del metro haciendo trizas la ilusión. El acto de desobediencia civil de los jóvenes en rechazo por el alza de la tarifa de transporte detonó en un estallido social de proporciones impensadas.

“Es como una invasión alienígena”, comentó la esposa del presidente en un mensaje de audio a un grupo de amigas filtrado a la prensa. Por todas partes se escuchaba que “nadie lo vio venir”. Sin embargo, la revuelta social que comenzó aquel viernes 18 de octubre se produjo tras una década de intensas movilizaciones en pos del reconocimiento, la inclusión y el acceso a derechos sociales.

Desde comienzos de la década de 2000, las protestas contra proyectos dañinos para el medio ambiente se sucedían. Las movilizaciones por el fin del lucro y la selección en la educación secundaria (2006) y por la universidad gratuita (2011) alcanzaron niveles inéditos de disrupción y adhesión ciudadana. A ellas se sumaron movimientos por el reconocimiento de los pueblos indígenas, la protección contra la violencia y la discriminación de género, garantías para las diversidades sexuales, contra las aseguradoras de fondos previsionales, por acceso a la salud y la vivienda, etcétera. La política institucional se vio progresivamente desbordada, al tiempo que la participación electoral, la militancia y la adhesión a los partidos caían en picado. Sin embargo, la vida política y económica seguían como si nada. La comunidad internacional empezó a interesarse por el caso. Se publicaron artículos y libros sobre esta aparente contradicción: un…