La actual oleada de protestas populares se explica por la dialéctica entre autoridad central y contestación ciudadana, cuyo equilibrio impide cambios sustanciales. Será la sorpresa impredecible, no la sucesión ordenada de eventos, lo que provoque un cambio en el sistema.
La historia de los Estados modernos es también la historia de las protestas populares. Desde su nacimiento tras la paz de Westfalia de 1648, los Estados soberanos de Europa y otras regiones del mundo han sobrellevado un proceso dialéctico de centralización política y contestación popular. Así explicaba Alexis de Tocqueville, cómo no, la Revolución Francesa. Los poderes en expansión de la monarquía francesa a lo largo y ancho de un país vasto y fragmentado crearon las conexiones que permitieron a los ciudadanos desafiar, por primera vez en la historia, a esa misma monarquía.
La centralización del poder político inspiró la organización de la oposición contra ese poder. Al exigir a los habitantes de Ruán, Tours o Burdeos que manifestasen su lealtad incondicional al rey, el Estado moderno hizo posible que esos ciudadanos le hiciesen llegar sus cada vez mayores exigencias. Cuando el monarca se mostró incapaz de satisfacerlas, dejó de parecer infalible y comenzaron a crecer las protestas y los conflictos. Los historiadores señalan que las instituciones del Estado moderno evolucionaron hasta ser capaces de gestionar las amenazas externas y los conflictos internos. El Estado moderno siempre ha encargado a sus fuerzas de seguridad neutralizar ambas amenazas.
Algunos observadores han calificado de positiva tal relación dialéctica entre centralización y contestación, considerándola fuente de vitalidad, crecimiento y capacidad de adaptación para el Estado moderno. La contestación pone en entredicho la rigidez y estancamiento de la forma única de gobierno y obliga a estos a cambiar, evolucionar y reinventarse, una y otra vez. Los Estados modernos deben adaptarse a las nuevas demandas…

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