La incursión iraquí contra Kuwait tenía un objetivo: apoderarse de las riquezas de un vecino indefenso: El conflicto, originalmente, no tenía nada de confesional. Se transformará bruscamente en guerra santa el viernes 10 de agosto.
Ese día, el dictador iraquí, Sadam Husein, lanza un llamamiento al Islam: ¡“Árabes, musulmanes, allí donde estéis, el día de la liberación ha llegado! ¡Liberad La Meca, Medina, Jerusalén, nuestros Santos Lugares, entregados a los infieles americanos y sionistas por dirigentes impíos”!
La predicación tiene un éxito fulminante. Leída en los sermones de las mezquitas, difundida por la prensa y la radio, solapadamente en los países en que los gobiernos han tomado partido contra Irak, el mensaje va a impresionar al mundo musulmán en su conjunto, desde el golfo Pérsico al Atlántico y al mar de Japón.
La lógica deja lugar a la emoción. No importan las realidades: un ataque salvaje contra un pequeño pueblo pacífico y el llamamiento a los americanos enviado solamente después de que las fotos obtenidas por los satélites mostraran a las tropas iraquíes disponiéndose a invadir el reino saudí.
Dos sentimientos se mezclan en el movimiento de sostén a Sadam Husein. En primer lugar, para los más necesitados del mundo árabe, el espectáculo de las fortunas edificadas sobre los fabulosos ingresos del petróleo por un puñado de emires y financieros. Sadam les ha dicho: “Vuestros amos, los emires del petróleo, os han traicionado al entregar vuestras tierras a los extranjeros. Demostrad a estos traidores que no hay ya sitio para ellos en nuestra comunidad musulmana”.
En los estados petroleros de la península arábiga, la explotación de hidrocarburos no ha beneficiado solamente a una aristocracia colmada de riquezas. Sus consecuencias también han creado clases medias, acomodadas, pero que soportan mal la inmovilidad de la sociedad y también aprueban las reacciones populares…

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