Aunque son muchos los pasos que todavía deben darse para resolver el conflicto kurdo, enquistado desde hace más de un siglo, la noticia de la disolución del Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK) ha abierto algunas vías de estabilidad para Oriente Próximo. Más de 40 millones de kurdos repartidos entre Turquía, Siria, Irak e Irán aspiran a cumplir su sueño de contar con un Estado propio. Estos cuatro países, que ven amenazada su integridad territorial, y el conjunto de la comunidad internacional, por consideraciones de seguridad más amplias, llevan décadas impidiéndolo.

Para Recep Tayyip Erdogan, la disolución de lo que sus simpatizantes denominan guerrilla y otros (como Turquía, la Unión Europea y Estados Unidos) califican de grupo terrorista, es una magnífica noticia. Por un lado, desactiva la amenaza de un grupo que, aunque ha ido perdiendo fuerza desde su última campaña significativa (2015-2016), ha sido el causante de 40.000 víctimas mortales en los últimos cuarenta años, sin haber logrado nunca su objetivo de crear un Estado propio.
Por otro, le permite liberar recursos para poder concentrarse en buscar una salida de la crisis económica que, con el añadido del innegable desgaste de más de 20 años de gobierno y las crecientes críticas que provoca su creciente deriva autoritaria, le está suponiendo un considerable coste político. En clave política, la desaparición del PKK también le sirve tanto en el plano interno como en el externo, al poder presentarse ante la opinión pública y sus interlocutores internacionales como un gobernante capaz y solvente.
Erdogan sale claramente reforzado, al menos momentáneamente, pero sería muy apresurado concluir que el final del conflicto kurdo está próximo. En la propia Turquía los partidos prokurdos (con el izquierdista Partido Democrático de los Pueblos como referencia principal) han ido ganando peso y no parece que ni…

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