Durante buena parte del siglo XX, el progreso tecnológico fue sinónimo de convergencia: cada nuevo avance parecía acercar al mundo a una cierta igualdad de oportunidades y, de hecho, la democratización de la computación ha permitido que la productividad se extienda a ámbitos cada vez más amplios de la actividad económica. En ese sentido, la inteligencia artificial (IA) se presenta como un igualador de primer orden, tal y como sostienen los CEO de las grandes tecnológicas. Por ejemplo, Jensen Huang, consejero delegado de Nvidia, lo subrayaba este verano al recordar la enorme capacidad que la IA pone a nuestro alcance: “Todo el mundo es un programador ahora, todo el mundo es un artista ahora, todo el mundo es un autor ahora”, porque la IA acorta la distancia entre la imaginación y la ejecución. Y esta es una experiencia para la que no tenemos que esperar: basta con abrir nuestra aplicación de ChatGPT, Claude o Gemini para comprobarlo.
Pero –y esta es la tesis que defenderé en este artículo– esa promesa opera sobre todo a nivel del usuario individual. Si nos trasladamos al plano de los intereses nacionales y la geopolítica, la IA es, una vez más, una tecnología que “desiguala” las capacidades entre grandes potencias y entre países. En ese sentido, no democratiza el poder: tiende a concentrarlo.
El desigualador global
Uno de los motores de esa concentración es la aceleración con que se produce esta revolución tecnológica. La aceleración es abrumadora. Si el desarrollo informático siguió durante décadas la Ley de Moore –los transistores en un chip se duplicaban cada 18-24 meses– hoy, como señaló Satya Nadella en la conferencia sobre resultados del tercer trimestre del año fiscal 2025 de Microsoft, el progreso de la IA parece responder a una nueva formulación de velocidad tecnológica: el…

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