En los primeros meses de 1992 el Gobierno español declaró la plena y total libertad de movimiento de capital, poniendo fin así a un régimen de control de cambios que, con más o menos rigor, se había mantenido nada menos que desde 1930.
Tal decisión no supuso, sin embargo, un cambio brusco de rumbo en esta materia. En realidad, el proceso de liberalización de los intercambios con el extranjero se inició en 1959-1960 en el contexto de una política de apertura que vino a sustituir la política autárquica de la primera posguerra. Y tal proceso, que de forma lenta e intermitente, pero sin retrocesos, se mantuvo durante los treinta años siguientes, hizo posible un desarrollo económico notable y permitió atraer unos flujos de inversión extranjera que contribuyeron al mismo de forma destacada.
No es exagerado afirmar que a lo largo de las tres últimas décadas la inversión extranjera ha sido uno de los motores esenciales del desarrollo económico español. Las cifras de inversión en pesetas corrientes para este período se exponen en el cuadro 1. Para calibrar su importancia baste señalar que solamente la inversión extranjera directa (excluimos la inversión de cartera y en inmuebles) supuso, en la década de los ochenta (período de máxima entrada de capitales extranjeros), entre un uno y un 2,4 por cien del PIB anual, y entre un cuatro y un nueve por cien —según los años— de la Formación Bruta de Capital Fijo (cuadro núm. 2).
La inversión extranjera proporcionó, a lo largo de todo este periodo, a nuestra economía los recursos para mantener unas tasas de inversión que el ahorro interno no habría hecho posibles, permitió financiar el déficit de la balanza corriente (las importaciones de bienes de equipo fueron, durante estas tres décadas, sustanciales) y aportó una tecnología y unas técnicas de…

Irán-EE UU: anatomía de un compromiso