POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 227

Las consecuencias de una mentira

El intento de ocultar el desgaste cognitivo de Biden reabre el debate sobre si la salud de los líderes políticos debe hacerse pública.
Albert Montagut
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Fue un momento muy chocante y ciertamente violento. En una rueda de prensa en Washington DC, un periodista le preguntó al senador demócrata por Massachussets Paul Efthemios Tsongas si su cáncer linfático declarado podía ser un impedimento para sus intenciones de obtener la nominación del Partido Demócrata a la presidencia de 1992. El candidato dijo que no, que su cáncer estaba controlado y que la enfermedad no sería un impedimento para desempeñar el cargo de presidente de Estados Unidos.



Original Sin. President Biden’s Decline, its Cover-Up, and His Disastrous Choice to Run Again.
Jake Tapper & Alex Thompson
Penguin Press, 2025
322 págs.


Tsongas no fue elegido. Bill Clinton, el gobernador de Arkansas, ganó en la convención celebrada aquel año en el Madison Square Garden de Nueva York y sería quien finalmente se impondría también en la carrera hacia la Casa Blanca a su adversario, el presidente George H. W. Bush.

El senador murió cinco años después en el Brigham and Women’s Hospital de Boston. De haber obtenido su nominación y alcanzado la presidencia, Tsongas hubiera tenido que renunciar a su cargo por su enfermedad.

Aquel caso mostró dos cosas. Que, con educación y fundamento, a un servidor público se le puede preguntar lo que haga falta, y que el historial médico de un político que ocupa un alto cargo ha de ser público y transparente como el cristal.

A finales de mayo, el expresidente Joe Biden apareció en público por primera vez desde que se conoció que sufre un cáncer de próstata con metástasis en sus huesos y las personas que coincidieron con él le aplaudieron. El diagnóstico de Biden no es bueno, pero los especialistas le dan entre cuatro y 10 años de vida, e incluso han asegurado que el expresidente podría morir por otras causas antes…

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