En la crispada vigilia del perfeccionamiento del tratado de Unión Europea se recordó una y otra vez, para entretener la espera, que el conde D’Artagnan había muerto en 1673 a las puertas de Maastricht, entonces sitiada por las tropas de Luis XIV; pero, al parecer, nadie trajo a colación que, 320 años después, la entrada en vigor del tratado firmado en la misma ciudad largaba a la otra vida el lema mosquetero implícito en la fundación: “una (Europa) para todos y todos para una”. En los años cincuenta, en efecto, al celebrarse los tratados constitutivos de las Comunidades, se presumió en todos los miembros una misma voluntad de federación a largo plazo mediante la integración progresiva de ámbitos de acción; las diferencias de capacidad, de virtud, para completar las etapas planeadas, fueron resueltas acomodándose al resuello de los participantes que, cuando hubieron menester, contaron con generosas derogaciones temporales y lar gos períodos transitorios (aunque, para ser precisos, deba añadir se que, más adelante, estos mecanismos también fueron utilizados para frenar los excesos de virtud, de lo que España, por ejemplo en materia de pesca, puede dar fe). Las velocidades múltiples fueron, pues, un componente lógico en el proceso de unificación europea desde su mismo nacimiento. La situación comenzó a cambiar a partir de la primera ampliación. Pronto pudo percibirse que el objetivo final no era compartido por algunos de los nuevos miembros –aprovechados como escudo por otros que lo eran viejos– y el mantenimiento de la unanimidad en la progresión sólo pudo hacerse al precio de legitimar los métodos de cooperación intergubernamental aplicados a ámbitos como el de la política exterior, que en absoluto se consi deraba integrar. En 1985, el Acta Única Europea cristalizó la deriva que había ido tomando durante más de diez años el cada vez…
POLÍTICA EXTERIOR > NÚMERO 43

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