Estamos viviendo en ese extraño hiato que media entre la elección del nuevo presidente, el 4 de noviembre, y su instauración oficial 75 días después. Nadie hace ya mucho caso del saliente, en el ocaso de su mandato, sobre todo si ha perdido el apoyo del Congreso. No puede tampoco presentar legislación o aprobar reglamentos que requieran gastos presupuestarios que competa autorizar al próximo Congreso. Al mismo tiempo, el entrante, pese a toda la aclamación del electorado, no puede ejercer ninguna autoridad ejecutiva o legislativa. Y esto está sucediendo en medio de una crisis económica de alcance imprevisible y dimensiones mundiales, y del desmoronamiento de toda la política exterior del país.
En Irak el aparente éxito político y militar es aún relativo e incierto. El acuerdo que se acaba de alcanzar con Bagdad, prolongando el estatuto de fuerzas hasta 2011, facilitará la retirada que Barack Obama propugnaba realizar en 16 meses; pero la situación en Irak dista mucho de la estabilidad política y de seguridad necesaria para esa retirada y el mismo presidente electo ha recordado siempre que un importante contingente, de unos 40.000, tendría que permanecer en Irak o en la región para misiones de instrucción, entrenamiento, apoyo logístico e incluso como fuerzas de reserva en caso de que las iraquíes lo necesitaran.
Si en Irak al menos se vislumbra una esperanza, en Afganistán la situación está degenerando de manera alarmante: las fuerzas de Estados Unidos y de la OTAN parecen atrapadas en el mismo pozo sin fondo en que cayó la Unión Soviética. El anunciado aumento de fuerzas no resolverá la situación; la URSS llegó a tener más de 300.000 tropas en Afganistán. El verdadero problema es la debilidad estructural del gobierno de Kabul, incapaz de reclutar un auténtico ejército afgano o de disponer de los fondos para…

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