La lección que se aprendió en Sarajevo después de 1918 fue el peligro de que las grandes potencias permitiesen que su destino se vinculase al comportamiento de impulsivos personajes de los Balcanes y que, al seguir servilmente la lógica de la movilización militar, privasen de su oportunidad a la diplomacia de conciliación.
Sin embargo, esta vez habría que aprender de Sarajevo la lección contraria: las grandes potencias estaban tan ansiosas de mantenerse distantes de los Balcanes que no se involucraron hasta que fue demasiado tarde y tan decididas a evitar una movilización militar que negaron a la diplomacia el recurso de la fuerza militar.
Los esfuerzos internacionales por controlar la desintegración de Yugoslavia nunca se han recuperado de las primeras reticencias a tomarse en serio la crisis que estaba a punto de estallar. Cuando así ocurrió en junio de 1991, las posibilidades de una acción constructiva ya se habían reducido. Incluso cuando se convirtió en una auténtica guerra –un levantamiento en Eslovenia, una lucha feroz por obtener regiones de Croacia y una guerra cruel en Bosnia-Herzegovina– la comunidad internacional no consiguió comprender su carácter y su dinámica interna.
El paso del tiempo hizo que las únicas consecuencias satisfactorias –soluciones que combinaban la coherencia constitucional con la multinacionalidad y los principios con la durabilidad– fueran quedando progresivamente fuera de alcance. Debido al trauma, Occidente tomó conciencia de los riesgos derivados de la inestabilidad en los Balcanes, desde las oleadas de refugiados a los riesgos de un conflicto de mayores dimensiones que implicase a Estados vecinos…
También fue percibiendo cómo su fracaso en controlar la crisis estaba restando credibilidad a todas las instituciones –desde la OTAN hasta la Unión Europea (UE)– que intentaban contribuir a una solución, sin mencionar el conjunto de grandes proyectos para una nueva estructura de seguridad europea. Desgraciadamente,…
