Veinticinco años después del genocidio que costó la vida a 850.000 personas, en su mayoría tutsis, Ruanda muestra una mejora notable en parámetros sociales, igualdad de género y gobernanza. Kigali, su capital, atrae inversores, se abren hoteles de lujo, y luce limpia, pulcra y ordenada, en contraste con otras capitales africanas. Su presidente, Paul Kagame, gana protagonismo al encargarse de las reformas de la Unión Africana (UA) y colocar a una de sus colaboradoras más cercanas, Louise Mushikiwabo, al frente de la Organización Internacional de la Francofonía (OIF). Pero el milagro económico, la buena gestión y la baja corrupción van a la par de un estricto control social, la persecución de la disidencia y la vigilancia de los medios de comunicación por parte del hegemónico Frente Patriótico Ruandés (FPR).
Los indicadores de los organismos internacionales son explícitos: Ruanda ha dado un salto cualitativo. El Banco Africano de Desarrollo establece, en un informe, que la pobreza ha disminuido del 56,7% en 2005-06 al 39,1% en 2013-14, así como la desigualdad, medida por el coeficiente de Gini, al pasar del 0,52 al 0,45. A principios del siglo XXI, según el ministerio ruandés de Salud, la esperanza de vida se situaba en los 49 años, alcanzando los 64,5 en 2018. La mortalidad infantil ha caído dos tercios, mientras la mortalidad maternal se ha reducido en un 80%. Aunque no alcanzó el porcentaje de otras regiones africanas, la prevalencia del sida en Ruanda llegó al 13%, reducido en la actualidad al 3%. Una mejora que ha sido posible gracias a las políticas públicas de salud y al aumento del personal sanitario. En 2000 había un médico para 66.000 personas. Ahora hay uno para 10.555.
En el Índice Mo Ibrahim de 2018, que mide la buena gobernanza africana, Ruanda se sitúa en octavo lugar, superado…

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