“Hoy es el día del verdadero nacimiento de la nueva Suráfrica”. Con estas palabras, el presidente Frederik de Klerk proclamaba eufórico y satisfecho el triunfo del “sí” en el referéndum “sólo para blancos” del 17 de marzo. Superando las previsiones más optimistas, el 68,7 por cien de la población blanca respaldó en las urnas las reformas emprendidas por De Klerk para el desmantelamiento del apartheid y las negociaciones que deberán llevar a unas elecciones en las que la población negra podrá participar sin restricciones.
Con el plebiscito, De Klerk sellaba definitivamente un ciclo emprendido el 2 de febrero de 1990 con el anuncio de la legalización de los partidos negros prohibidos y la liberación del histórico dirigente del Congreso Nacional Africano (CNA), Nelson Mándela. Una vez más un “hombre del sistema” fue señalado por el destino para dinamitar el régimen que le engendró y en el que creció. Comparado de forma simplificadora con De Gaulle, Gorbachov o Adolfo Suárez, el presidente surafricano supo comprender, asimilar y reaccionar ante los cambios sucedidos en la escena internacional con el derrumbe del comunismo y el fin de la guerra fría. La pérdida de la importancia de Suráfrica en la contención del expansionismo soviético en el continente negro; el aislamiento económico y el acoso internacional por la política de segregación racial, y, finalmente, la bomba demográfica de casi treinta millones de negros frente a los exiguos cinco millones dé blancos, han supuesto evidencias de un futuro al que había que adaptarse o perecer.
De Klerk ha sido consciente de esta situación de emergencia y, como él mismo ha dicho, había que “elegir entre el peligro o el desastre”. En esa labor de adaptación a las nuevas…

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