A principios de este siglo XXI, nadie hubiera podido imaginar que, en tan pocas décadas, un país tan grande, pero a la vez tan pobre y alejado de los estándares mínimos de bienestar y progreso, como la China post Mao, pudiera llegar a retar la hegemonía global de la que disfrutaba Estados Unidos tras el colapso de la Unión Soviética. El presidente Bill Clinton apoyó el ingreso de la República Popular en la Organización Mundial del Comercio, en 2001, con la esperanza de que su incorporación a la economía mundial la ayudara a sobreponerse del estado de postración en el que la habían dejado las nefastas políticas maoístas. Apenas quince años después, en 2015, consciente del impresionante salto adelante del país asiático y de las consecuencias que podría tener en la reconfiguración en curso del orden internacional, el politólogo estadounidense Graham Allison presentó su teoría conocida como la trampa de Tucídides. Allison analizó dieciséis casos históricos registrados en los últimos cinco siglos, de tensiones y rivalidades crecientes entre dos actores, uno de ellos potencia consolidada y otra potencia emergente, que en trece ocasiones se dirimieron mediante la guerra.
Al presidente Xi Jinping, que llegó al poder en 2012, le bastaron unos meses para lanzar su gran proyecto de liderazgo geopolítico y comercial a escala global, la nueva Ruta de la Seda (Belt and Road Initiative, BRI). El hasta poco antes discreto fabricante de mediocres imitaciones de productos occidentales comenzaba a cuestionar la hegemonía norteamericana. En la Grecia del siglo V a.C., la preponderante Esparta y la ascendente Atenas libraron una larga guerra del Peloponeso. Venció Esparta, pero su reinado fue efímero. ¿Es inevitable un resultado similar en la pugna entre Washington y Pekín en el siglo XXI?
El campo de juego
Acudir a casos históricos…

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#ISPE 888. 5 mayo 2014
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