Autor: John Hersey
Editorial: Debate
Fecha: 2015
Páginas: 192
Lugar: Madrid

Hiroshima

Jorge Tamames
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“Volar genera una sensación de escepticismo hacia la religión”, escribe Gerald Brenan en La faz de España. “Se da uno cuenta de la falacia de suponer que Dios pueda estar ‘ahí arriba’ y ‘mirar hacia abajo’. Porque la vista de un observador ahí arriba es, necesariamente, de indiferencia. Ve uno a un hombre montado en su bicicleta, ve uno una granja pequeña, con su arroyo y su puente, y no hay nada humano en ellos. No desea uno ayudar al hombre en la carretera o bendecir la pequeña casa. Para sentirse bien o mal dispuesto hacia ellos, uno debe mirar de forma horizontal, a nivel humano. El hombre solo puede ser humano hacia aquellos que caminan la tierra junto a él”.

Nuestra visión retrospectiva de Hiroshima también es una mirada desde un avión. Concretamente, del Enola Gay, que en la mañana del 6 de agosto de 1945 lanza a Little Boy sobre la ciudad japonesa. En esta obra maestra, Hiroshima, republicada con motivo del 70 aniversario del ataque nuclear, el periodista americano John Hersey nos obliga a mirar de forma horizontal, caminando por el horror nuclear de Hiroshima junto a seis de sus supervivientes.

 

Mirar hacia abajo

La mirada desde el avión es analítica y fría; precisamente por eso resulta reconfortante. En diciembre de 1941, cuando Japón lanza un ataque sorpresa sobre Estados Unidos, los estrategas nipones saben que, si no logran una victoria táctica inmediata, el potencial industrial y militar de su enemigo terminará por arrollarlos. “En los primeros seis o doce meses de guerra contra Gran Bretaña y EE UU, arrasaré y cosecharé victoria tras victoria. Si después de eso la guerra continúa, no tengo expectativas de ganar”. La advertencia la pronuncia Isoroku Yamamoto, artífice del ataque de Pearl Harbor.

Una vez iniciado el conflicto, se imponen los axiomas de la guerra total. El conjunto de Japón es el enemigo: no solo sus soldados y marinos, sino también la población civil. Tras las batallas encarnizadas de Iwo Jima y Okinawa, Washington concluye que asaltar el archipiélago japonés costará cientos de miles de vidas. La fuerza aérea se convierte en la herramienta para doblegar al imperio. Hiroshima y Nagasaki ni siquiera son el clímax de la violencia: el 10 de marzo de 1945, 100.000 residentes de Tokio mueren abrasados cuando los B-29 convierten la ciudad en un inmenso remolino de fuego. Curtis LeMay, al frente de la campaña, asegura a Robert McNamara, entonces a sus órdenes, que si pierden serán fusilados como criminales de guerra.

Pero si las acciones de Washingotn fueron criminales, parecen insignificantes en comparación con las de Tokio. Entre 1937 y 1945, un Imperio japonés totalitario se edificó sobre millones de muertos en su esfera colonial. Las masacres de civiles en China no desmerecen de la brutalidad del Tercer Reich en el frente ruso. Y Japón, a juzgar tanto por la conducta de su actual primer ministro, el nacionalista Shinzo Abe, como incluso por la obra de cineastas pacifistas como Hayao Miyazaki, aún no ha expiado los demonios de su pasado.

Mirar hacia abajo, por tanto, es sumamente tentador. Ve uno Hiroshima desde la cabina del Enola Gay, y la mirada será, necesariamente, de indiferencia. Las víctimas en el epicentro de la explosión mueren vaporizadas.Desaparecen misericordiosamente. A los pocos días de la explosión, la ciudad, envuelta en radiación, queda cubierta por un manto de flores: “por todas partes había violetas y bayonetas, sarrión, campanillas y lirios, flores de soya, verdolagas y baydanas y sésamo y matricaria y mijo salvaje”. Un hermoso cementerio nuclear, punto y final de una guerra que, de haberse prolongado, únicamente hubiese producido más sufrimiento.

 

Mirar a nivel humano

Hiroshima es un libro devastador, porque obliga al lector a bajar de las nubes. “Se preguntó cómo daños semejantes podían haber salido de un cielo silencioso”, escribe Hersey sobre uno de los supervivientes a los que entrevistó. Confrontada con el testimonio del doctor que intenta salvar a miles de heridos (“los más leves se acercaban a él y le tiraban de la manga para que fuera a atender a los más graves”), de una empleada de la Fábrica Oriental de Estaño (“en el momento en que la bomba atómica relampagueó (…), acababa de ocupar su puesto en la oficina de planta y estaba girando la cabeza para hablar con la chica del escritorio vecino”), de los cuerpos devastados por la explosión nuclear (“sus caras completamente quemadas, las cuencas de sus ojos huecas, y el fluido de los ojos derretidos resbalando por las mejillas”), la mirada celestial se revela como un prisma grotesco. El horror de Hiroshima, iluminado por destellos de profunda humanidad entre los supervivientes, no deja lugar para la abstracción ni la justificación.

Hiroshima no es, por supuesto, el único libro que condena el bombardeo de la ciudad. En este género destacan Hiroshima and Nagasaki, de Paul Ham, y The Bomb, el último libro escrito por el historiador disidente Howard Zinn, quien durante la Segunda Guerra mundial bombardeó Francia desde un B-17. La diferencia principal es que la obra maestra de Hersey no recurre al análisis o la condena moral. Le basta con presentarnos unos testimonios tan devastadores como necesarios.