Autor: Tomás Pérez Vejo y Pablo Yankelevich (Coords.)
Editorial: Iberoamericana Vervuert
Fecha: 2018
Páginas: 388
Lugar: Madrid

Las jerarquías de sangre

LUIS ESTEBAN G. MANRIQUE
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«Por mi raza hablará el espíritu”
José Vasconcelos (1882-1959), lema oficial de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).

 

La raza, según las evidencias de la biología genética, es básicamente una construcción cultural. Pero no por ello deja de ser una ineludible realidad social para quienes discriminan y quienes son discriminados como se detalla en Raza y política en Hispanoamérica. En Estados Unidos se asume la existencia de razas como un hecho obvio y así figura en los documentos civiles, que clasifican a la gente por su color de piel. En Francia, en cambio, el Estado tiene prohibido tratar a sus ciudadanos según criterios étnicos. En la reciente reforma constitucional se borró incluso la palabra raza de la carta. Pero el racismo no se borra tan fácilmente.

De hecho, la ONU ha declarado 21 de marzo el Día Internacional de la Eliminación de la Discriminación Racial. En América Latina la diferenciación racial está impresa indeleblemente en los rostros de todos desde la época colonial, como muestran las famosas pinturas de castas del virreinato novohispano.

En el antiguo régimen las desigualdades se aceptaban como naturales. Cada estamento tenía un cierto lugar, un cierto status. La igualdad de los hombres ante Dios no se contradecía con que el indio o el negro fueran definidos como vasallos “menores”, como las mujeres o los niños, que necesitaban también una tutela especial.

Cada estamento o casta tenía un lugar preciso en una escala que legitimaba el Estado. Los tribunales se veían inundados de peticiones de declaraciones de blancura para no tener que tributar. Un observador tan perspicaz como Alexander von Humboldt escribió: «En América, el europeo más miserable, sin educación ni cultivo intelectual, se cree superior a los blancos nacidos en el nuevo continente”.

El decreto real de 1514 confirmó la libertad de los matrimonios mixtos, aunque el concubinato, la llamada «barraganía», fue la forma normal de las relaciones sexuales interétnicas. La legislación indiana clasificaba las variables raciales hasta el absurdo, como refleja el término ‘notentiendo’ para indicar el estupor e impotencia para definir un tipo racial.

Los peninsulares (godos, chapetones…) y sus descendientes ocupaban el rango de mayor honor y estima, al proceder de una casta limpia. La palabra castizo subrayaba esa condición privilegiada de “pureza de sangre”. Los indios eran la casta tributaria. En Cuba, la colonia con mayor proporción de esclavos, no se suprimieron los estatutos de limpieza de sangre hasta 1870. El gobierno de Madrid abolió la esclavitud en la isla en 1880.

La lacerante conciencia de bastardía de los mestizos hizo de ellos, durante la independencia, enemigos implacables de los peninsulares. Simón Bolívar siempre temió guerras raciales como la del Haití de Toussaint Louverture: “Estamos sentados en el pico del volcán de la pardocracia”, escribió.

En Cuba, las autoridades coloniales advirtieron a los blancos que si los mambises ganaban, se establecería una república africana en las Antillas. El 80% de los miembros del ejército mambí eran negros pero en la Asamblea insurrecta no había un solo negro o mulato. La ironía fue que los criollos fueron luego considerados “no blancos” por la autoridad angloamericana.

 

Una larga sombra

Según el Banco Mundial, la relación entre un color de piel oscuro y pobreza es severa y persistente en toda la región. En México un 40% cree que es excluido de empleos por su color de piel, según el Consejo Nacional contra la Discriminación.

En Roma, la oscarizada película de Alfonso Cuarón, el personaje central, es una niñera mizteca a la que da vida Yalitza Aparicio, que se considera “muy mexicana y oaxaqueña, del color de mi tierra y la diversidad de sus colores”, como dijo a Vogue. Pero en las redes sociales fue víctima de insultos racistas de otros actores.

El Perú no es muy distinto. En el censo de 2017 un 25% se autoidentificaron como quechuas, aymaras, asháninkas, awajún, shipibo konibo o de otro pueblo nativo. El 60,2% se autodefinió como mestizo y solo el 6% como blancos. El 57% cree que la sociedad peruana es racista, pero solo el 8% se considera racista. En su novela No se lo digas a nadie Jaime Bayli pone en boca de su padre ficticio: “Aprende de mí Joaquín. Si quieres salir adelante aquí, tienes que saber putear a los cholos”.

 

Espejismos raciales

La percepción de ser blanco es muchas veces un espejismo o una ilusión óptica creada por la pobreza o la prosperidad. El dinero “blanquea” y hace milagros sobre la pigmentación. Según el novelista cubano Eliseo Altunaga, la sociedad cubana “tiene una psicología racista, una aspiración estética blanca y un código ético negro”.

El mismo individuo puede ser considerado indio o negro desde un punto de vista social o mestizo desde otro. Y quienes nacen como indios o negros pueden recorrer toda la gama de colores hasta llegar a ser blancos culturales. En sentido inverso, comunidades criollas puede ser absorbidas por el entorno hasta casi transfigurarse étnicamente como los morochucos ayacuchanos en el Perú o los gauchos de la pampa argentina.

En Los condenados de la tierra (1961) el antillano Franz Fanon escribió que él descubrió que era “negro” en Francia: la “negritud” no existe como tal sino que es algo que uno descubre en la mirada del otro, observó. En el Laberinto de la Soledad (1950) Octavio Paz rastrea el autoritarismo mexicano hasta sus raíces raciales: la chingada es “la madre india abierta, violada o burlada” por un padre abusivo que puede “violentar, ultrajar, desgarrar, matar, herir, destruir”.

El también mexicano Gabriel Zaid sugiere que ese rechazo a la figura paterna –es decir, lo europeo-blanco– crea lo que él llama el “matrioterismo”: la fijación de la tierra simbolizada como madre.

Muchas veces el racismo es inconsciente: la gente no sabe lo racista que es o que puede llegar a ser. Pero un fenómeno no racionalizado o reconocido legalmente, no deja de ser real. No admitir la existencia de un problema contribuye a perpetuarlo.

Aunque nadie admita tener prejuicios raciales, los insultos con connotaciones racistas surgen en el espacio de las confidencias, reflejando un inconsciente colectivo surcado por conflictos subterráneos.

De hecho, si un visitante extranjero se deja llevar sólo por la impresión que obtiene de ver la televisión local –especialmente avisos publicitarios o concursos de belleza– probablemente se convencerá de estar en un país enteramente poblado por descendientes de europeos.

El blanqueamiento se torna a veces obsesivo: los avisos en los medios anuncian productos para aclarar la piel, alisarse el cabello o cirugía estética para afinar una nariz abultada. Se trata casi siempre de un racismo emotivo, no ideológico o doctrinario, omnipresente pero inarticulable. Daniel Kahneman, uno de los grandes psicólogos contemporáneos, escribió que la confianza que la gente tiene en sus creencias no es una medida de la “calidad de sus evidencias sino de la coherencia de las historias que se han ingeniado en imaginar y construir”.

 

Dimensiones políticas

El racismo tiene una ineludible dimensión política aunque las autoridades se empeñen en decir que no existe. Calificar racialmente implica ir en contra del principio de igualdad. Pero por lo general, en el poder predomina el color blanco. La “buena presencia” es un requisito muy extendido para obtener un empleo. Una famosa canción del panameño Rubén Blades –Ligia Elena– describe agudamente esa situación: una mujer se devalúa socialmente si tiene relaciones con un hombre de piel más oscura.

El racismo en es una manera peculiar de mirar a los otros pero también una forma de construir un discurso político sobre el orden social. Cada país lo hace a su manera. México incorpora a la imagen de la nación idealizada rasgos y símbolos del sustrato prehispánico. Argentina, en cambio, subraya el carácter occidental de su cultura y fisionomía étnica.

Desde la Baja California a la Patagonia existen unos 400 grupos indígenas identificables. México tiene la población más numerosa, alrededor de 10 millones, pero solo representan un 12-15% de la población total. En Guatemala y Bolivia son mayoría.

Casi todos los países de la región han ratificado el convenio 169 sobre pueblos indígenas y tribales de la OIT que establece la obligación de los Estados de consultarles sobre proyectos extractivos, pero con frecuencia todo queda en letra muerta por falta de voluntad política.

No es casual que en las zonas mineras se concentren los indicadores más altos de atraso y pobreza. La cuestión ha comenzado a ser abordada ahora con discursos reivindicativos que exigen que las diferencias étnicas sean reconocidas social y jurídicamente. A afrodescendientes y a los pueblos nativos, más que participar del discurso identitario, les interesa el problema legal: poner sobre el papel los derechos y las reglas del juego.

 

Racistas ‘científicos’

Los obstáculos son formidables. Buena parte de las elites políticas e intelectuales decimonónicas fueron influidos por racistas ‘científicos’ como Gustav le Bon (1841-1931) y Arthur Gobineau (1816-82), que creían que entre las razas superiores solo podían figurar los pueblos de origen europeo. Entre sus lectores estuvieron los argentinos Faustino Sarmiento (1811-1888), José Ingenieros (1877-1925) y el brasileño Raimundo Nina Rodrigues (1862-1906).

Juan Bautista Alberdi, autor intelectual de la constitución argentina de 1853, escribió en 1915 que “poblar es civilizar cuando se puebla con gente civilizada pero es embrutecer, corromper y degenerar cuando se puebla con chinos e indios de Asia y con negros de África”. No eran solo palabras. La ideología de la “mejora de la raza” inspiró la llamada ‘Conquista del desierto’, una limpieza étnica que diezmó a los mapuches y pehuenches de la Patagonia argentina.

En México Porfirio Díaz envió una expedición militar contra los yaquis en el Estado de Sonora por negarse a pagar tributos. Tras someterlos, trasladó a los rebeldes a Yucatán, donde fueron diezmados por las enfermedades tropicales.

En 1941 el peruano Alejandro Déustua escribió que su país era una nación “engendrada por el indio en su periodo de disolución moral y por el español en su era de decadencia. El mestizo ha heredado los defectos de ambos sin conservar las virtudes de ninguno”. En Pueblo enfermo (1909) el boliviano Alcides Arguedas sostuvo que el aymara era “cruel, vengativo y de un quietismo netamente animal”.

Brasil, por ejemplo, está ensayando la discriminación positiva, siguiendo el modelo de la ‘affirmative action’ de EEUU estableciendo cuotas raciales para pretos y pardos en el acceso a universidades y la administración pública.

El problema para aplicar estas políticas en un país de 200 millones de habitantes en el que casi todos reconocen tener ancestros de diferentes razas es elemental: ¿quién es realmente negro, o blanco, o indio? ¿Es suficiente decir, como ahora, que uno es negro –o blanco– para serlo? ¿Debería existir una especie de tribunal racial que clasifique a las personas de acuerdo a un genotipo racial específico?

Los brillantes ensayos reunidos en este magnífico –y más que oportuno– libro Raza y política en Hispanoamérica explican por qué América Latina sabe ahora que tiene un problema racial pero también por qué está aún lejos de saber cómo resolverlo.

La perspectiva de sus coordinadores es privilegiada. Tomás Pérez Vejo (Caloca, Cantabria) es un reconocido historiador, latinoamericanista y catedrático del Colegio de México que fue condecorado en 2018 por el presidente Enrique Peña Nieto con el Águila Azteca, el mayor reconocimiento del Estado para los no mexicanos.

Pablo Yankelevich, por su parte, es historiador argentino, profesor investigador del Centro de Estudios Históricos del Colegio de México y autor de Nación y extranjería (2009), un libro ya clásico sobre la exclusión racial en las políticas migratorias de Argentina, Brasil, Cuba y México.