POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 160

Memorial de Nyanza el 18 de abril de 2008 en Murambi, Ruanda. GETTY.

Genocidio, justicia y reconciliación en Ruanda

¿Se hizo justicia al genocidio de 1994? Leyes imprecisas contra la división étnica y la ideología genocida aplicadas por tribunales comunitarios, por los que pasaron más de 1,8 millones de ruandeses, impusieron una ‘justicia de los vencedores’ que cuestiona la reconciliación.
Lars Waldorf
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Un anodino juzgado de paz del centro de Londres se ha convertido en el incongruente escenario de un debate sobre las “lagunas de impunidad” que quedan en Ruanda. Los cinco acusados del genocidio en la vista de extradición son poco más que personajes secundarios de su propio drama legal. Lo que realmente se somete a juicio es la justicia del genocidio de hace 20 años, con la acusación y la defensa discutiendo sobre si los acusados pueden tener un proceso justo en el Tribunal Supremo de Ruanda. Un intento anterior de extraditar a cuatro de estos cinco sospechosos fracasó en 2009, cuando un tribunal británico dictaminó que no se les podía garantizar un juicio justo. Desde entonces, Ruanda ha mejorado un poco su sistema judicial. Esto ha convencido a otros tribunales, entre ellos el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que han permitido las extradiciones. Al mismo tiempo, sin embargo, los tribunales ruandeses siguen administrando justicia política basándose en leyes imprecisas contra la división étnica y la ideología genocida para encarcelar a adversarios políticos y periodistas independientes.

Tras el juicio de 2009 en Reino Unido, el experto en Derecho Mark Drumbl criticaba al tribunal por centrarse exclusivamente en las garantías procesales, a expensas del fomento de la justicia y la reconciliación en Ruanda. La tensión entre la imparcialidad y la obligación de rendir cuentas es una constante en las iniciativas relacionadas con la justicia tras un conflicto. La politóloga Judith Shklar, en su estudio sobre los tribunales de Núremberg, hacía hincapié en que es inevitable que los juicios sean políticos; la verdadera pregunta es si están al servicio de una política tolerante o intransigente. Según Shklar, los juicios liberales se caracterizan por el respeto de las garantías procesales y los fines no persecutorios.

Esta tensión –imparcialidad frente a obligación de rendir cuentas– ha sido especialmente marcada en la Ruanda posterior al genocidio. Para empezar, el país tenía un gran número de sospechosos de genocidio y pocos abogados, lo que hacía difícil garantizar juicios rápidos y justos. El régimen controlado por los tutsis exacerbaba esa dificultad al seguir una estrategia que obligaba a los genocidas de la mayoría hutu a rendir cuentas al máximo. Por otra parte, obligaba mínimamente a rendir cuentas a los culpables de crímenes de guerra de su propio bando. Esta justicia del vencedor influida por la etnia hacía que la obligación de rendir cuentas se pareciese a una persecución judicializada. Finalmente, Ruanda está gobernada por un régimen autoritario menos interesado en el principio de legalidad que en gobernar por ley.

 

Conflicto y justicia posconflicto

En 1990, un movimiento rebelde dominado por los tutsis inició una guerra civil. Cuando el presidente hutu fue asesinado al regresar de una cumbre de paz internacional el 6 de abril de 1994, los extremistas hutus se hicieron con el poder, asesinaron a sus rivales políticos, ejecutaron a unos cascos azules belgas, rompieron el delicado alto el fuego y desataron una campaña de exterminio contra la minoría tutsi. El genocidio terminó tres meses después con la victoria de los rebeldes sobre las fuerzas genocidas. A esas alturas, unas tres cuartas partes de la población tutsi habían sido masacradas. El movimiento rebelde, dirigido por Paul Kagame, formó un gobierno de unidad nacional, pero enseguida monopolizó el poder político. Aunque se ha elogiado a Kagame por su liderazgo visionario y por el crecimiento económico del país, su autoritarismo creciente y sus continuas incursiones en el este de República Democrática del Congo despiertan preocupación.

 

La máxima rendición de cuentas ha producido juicios injustos y sigue empleándose para acallar a la oposición política en Ruanda

 

Tras el genocidio, las Naciones Unidas crearon el Tribunal Penal Internacional para Ruanda (ICTR, por sus siglas en inglés) en Arusha (Tanzania). El ICTR siguió la pauta marcada por el modelo de justicia posconflicto de Núremberg, centrado en la acusación ejemplar de unos cuantos escogidos. Durante los últimos 20 años, el tribunal ha procesado a 75 individuos. Ruanda siempre ha sido muy ambivalente respecto al ICTR. Aunque al principio solicitó un tribunal internacional, fue el único Estado de la ONU que votó en contra del ICTR. Entre los reparos que puso Ruanda, estaban la ubicación del tribunal fuera del país, su jurisdicción temporal limitada (1994) y la ausencia de sentencias de muerte. El gobierno ruandés se ha aprovechado hábilmente del ICTR para su propio beneficio político. Como documenta Thierry Cruvellier en Court of Remorse, Kigali ha utilizado el ICTR para desacreditar y marginar a los demócratas hutus a la vez que impedía que se procesase a sus propias fuerzas por crímenes de guerra y contra la humanidad.

Desde el principio, el gobierno de Kagame adoptó un planteamiento muy diferente al del ICTR. En vez de centrarse en unos cuantos sospechosos relevantes, detuvo a más de 100.000 personas (en la mayoría de los casos, con pocas pruebas o ninguna). Posteriormente, decidió someter a juicio a la mayor parte de la población hutu mediante un sistema de tribunales comunitarios (gacaca). El gobierno se basó en dos motivos principales: acabar con la impunidad y fomentar la reconciliación. Sostenía que la participación masiva en el genocidio exigía una justicia masiva. También argumentaba que la máxima rendición de cuentas reconciliaría a los ruandeses. Este planteamiento dio la vuelta al discurso de la reconciliación. Mientras que esta se había empleado con frecuencia para justificar amnistías y comisiones de la verdad (como en Suráfrica), Ruanda la utilizaba ahora para justificar procesos legales en masa. Lo que posibilitaba la máxima rendición de cuentas era la victoria militar del régimen, su dominio autoritario y el apoyo de una comunidad internacional atormentada por la culpabilidad.

 

Por qué no funcionaron los tribunales comunitarios

Para lograr la máxima rendición de cuentas, el gobierno de Kagame creó unos 9.000 tribunales comunitarios integrados por más de 100.000 jueces legos. Puso a los tribunales una etiqueta tradicional –gacaca– para conferirles legitimidad adicional. Hay tres impresiones falsas frecuentes en relación a estos tribunales. La primera es que eran neotradicionales. El hecho es que estos tribunales controlados por el Estado eran una “tradición reinventada”: no guardaban parecido alguno con la tradicional resolución ruandesa de disputas por delitos y agravios menores. El segundo error es que estos tribunales practicaban una justicia reparadora. La verdad es que no eran especialmente reparadores, ni por los procesos ni por las sentencias. Había pocas vías de mediación entre víctimas e infractores, por no hablar de las expresiones de remordimiento y perdón. Los tribunales podían dictar largas condenas de cárcel, así como condenar a servicios comunitarios. Con el tiempo, lo que se había anunciado como un servicio comunitario se tradujo cada vez más en convictos desplazados a campos de trabajo ubicados lejos de sus comunidades. La tercera impresión falsa es que el gobierno no tenía otra opción que crear estos tribunales comunitarios para juzgar a los aproximadamente 120.000 detenidos por genocidio que había. Esta afirmación pasa por alto el hecho de que esta enorme cantidad de casos se debía a la decisión del gobierno de detener a tantos con tan pocas pruebas. También hace caso omiso del modo en que los tribunales gacaca multiplicaron el número de casos casi por nueve.

Los tribunales comunitarios se crearon en 2002, pero la mayoría no empezó a funcionar hasta 2005. Las vistas desencadenaron una avalancha de acusaciones, tanto ciertas como falsas. Para cuando los tribunales se clausuraron en 2012, habían pasado por ellos nada menos que 1,8 millones de casos en los que estaban implicados más de un millón de sospechosos. Dos tercios de estos casos tenían que ver con delitos contra la propiedad. Ningún otro país recién salido de un conflicto ha llevado a juicio a tantos delincuentes de poca importancia y acusados circunstanciales. Pero ¿sirvieron esos juicios masivos para fomentar la justicia y la reconciliación étnica?

 

Justicia y reconciliación

Como institución estatal de justicia punitiva, el gacaca tenía que respetar las garantías de un juicio justo previstas por los compromisos de los tratados internacionales y la Constitución ruandesa. El gobierno lo reconoció incorporando muchas de esas garantías en las leyes y normas de los gacaca. Pero estas medidas legales se pasaron por alto en muchas ocasiones a medida que el número de casos se disparaba y el gobierno presionaba a los tribunales para que acelerasen los juicios. Las vistas se volvieron cada vez más superficiales. Algunos tribunales no permitían a los acusados defenderse, presentar testigos en su defensa o replicar a quienes testificaban contra ellos. Los tribunales rara vez proporcionaban los hallazgos probatorios o los razonamientos legales que justificaban sus fallos y sentencias. No solo las organizaciones internacionales de derechos humanos manifestaron su preocupación, también lo hizo la mayor organización de supervivientes del genocidio de Ruanda.

Los juicios de los gacaca eran también injustos en otro sentido: solo se juzgaban crímenes cometidos por la mayoría hutu. Desde el principio, el presidente Kagame dejó claro que los gacaca no juzgarían crímenes de guerra cometidos por los soldados tutsis contra los civiles hutus. Ruanda es quizá el caso en el que más comprensiva resulta la “justicia del vencedor”, porque los crímenes del vencedor parecen pequeños al lado de los del perdedor tanto por gravedad como por escala. El régimen sin duda justifica los procesos judiciales selectivos de los gacaca basándose en que el genocidio no puede compararse con los crímenes de poca monta que puedan haber cometido las fuerzas tutsis. La debilidad de este argumento reside en que los gacaca juzgan todos los delitos cometidos durante el genocidio (no solo el de genocidio). Los 1,3 millones de casos de delitos contra la propiedad juzgados por los tribunales gacaca son claramente menos graves que el asesinato de entre 25.000 y 45.000 civiles hutus en 1994.

En cuanto a la reconciliación, al crear los gacaca, el presidente Kagame declaró que “servirían para unir a los ruandeses sobre la base de la justicia”. Eso era pedir mucho a la ley (y, desde luego, pedir mucho a los supervivientes). Pero los gacaca no solo no lograron la reconciliación sino que, de hecho, la dificultaron en muchas comunidades, ya que la precaria convivencia entre los vecinos se vino abajo por las acusaciones y contraacusaciones. Era algo que se veía venir: ya en 1999, algunos legisladores ruandeses advirtieron de que los gacaca darían pie a nuevas disputas.

Aunque supervivientes y criminales tenían a menudo actitudes diferentes hacia los gacaca, había algo en lo que coincidían: no estaban facilitando la reconciliación en absoluto. Incluso el estudio que llevó a cabo el gobierno en 2008 constataba que el 76 por cien de los supervivientes del genocidio y el 71 de los acusados afirmaban que los gacaca acentuaban las tensiones entre las familias. Un estudio realizado en 2011 por la Universidad Nacional de Ruanda comprobó que el 50 por cien de los entrevistados respondía lo mismo.

Algunos académicos han insistido en que los gacaca generaron espacios para la verdad dialógica y, por tanto, para la reconciliación. Esta afirmación pasa por alto el modo en que el gobierno tuvo que coaccionar a la gente para que hiciera acto de presencia en los gacaca, y que muchos mantuvieron un silencio inquebrantable en ellos. También hace caso omiso de las limitaciones culturales y políticas del hecho de contar la verdad en los gacaca. Como escribían en un artículo publicado en 2014 en International Journal of Transitional Justice los investigadores que llevaron a cabo el estudio de 2011, “la discusión y el debate significativos que son necesarios para alcanzar la verdad dialógica son incompatibles con el silencio de las voces pertinentes”, silencio que los entrevistados solían atribuir a la preocupación por su seguridad.

Finalmente, la reconciliación seguirá siendo un sueño lejano mientras no se indemnice a los supervivientes del genocidio. Como me decía uno de ellos: “La reconciliación llega tras la compensación”. Sin embargo, el gobierno ha incumplido repetidamente su promesa de crear un fondo de compensación para los supervivientes. En vez de eso, hacía que los tribunales gacaca ordenasen a los criminales pagar las indemnizaciones. El problema es que los supervivientes rara vez recibían esa indemnización, ya que los culpables eran en su mayoría demasiado pobres.

 

La máxima rendición de cuentas no es solución

Los gacaca fueron una nueva forma de justicia que cuestionaba los modelos imperantes de tribunales internacionales, comisiones nacionales para la verdad y juicios transnacionales (jurisdicción universal). Y, lo que es más importante, ponían en tela de juicio el paradigma imperante de Núremberg sobre los procesos judiciales ejemplares. Al final, los gacaca dejan dos moralejas respecto a alejarnos de ese modelo. La primera, que la máxima rendición de cuentas tiene como consecuencia unos juicios injustos, lo que afecta de modo negativo a la justicia y a la reconciliación. La segunda, que la máxima rendición de cuentas, cuando se une a la justicia del vencedor, impone una culpabilidad colectiva a un grupo social concreto (algo que difícilmente puede conducir a la reconciliación a largo plazo en una sociedad dividida).

Ahora que los gacaca se han clausurado y los juicios del ICTR han terminado, el renovado deseo de extradiciones de Ruanda parece una medida loable destinada a acabar con las “lagunas de impunidad” que quedan. Pero están en juego otros objetivos diferentes, más instrumentales. Por un lado, la extradición supone la aprobación de un sistema judicial que han criticado algunos organismos de la ONU y organizaciones de defensa de los derechos humanos como Amnistía Internacional y Human Rights Watch. Además, la extradición reafirmará la retórica legitimadora del gobierno de Ruanda, que asegura servir de baluarte necesario contra la recurrencia del genocidio: el hecho de que haya más juicios por genocidio en el país contribuye a justificar la continua campaña contra la ideología genocida utilizada para acallar a la oposición política, los medios de comunicación independientes y la sociedad civil. Por último, la extradición puede tener un efecto paralizador sobre los demócratas hutus de la diáspora ruandesa, que tal vez teman las acusaciones de genocidio y la extradición.

En esta ocasión, es probable que los tribunales británicos decidan que los sospechosos de genocidio pueden tener ya un juicio justo en Ruanda. Pero no deberían albergar la ilusión de que esos juicios vayan a contribuir en gran medida a la justicia y a la reconciliación en ese país. No después de los gacaca.