POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 14

Sobre el Tratado de Paz de Versalles

Mencionamos en este artículos tres de las profecías inspiradas en torno al Tratado de Paz de Versalles, que en el verano de 1919, puso formalmente fin a la guerra mundial.
Golo Mann
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El Tratado de Paz de Versalles, que puso formalmente fin, en el verano de 1919, a la guerra mundial, inspiró enseguida una serie de profecías. Mencionaremos a continuación tres de ellas especialmente llamativas. La primera se debe al mariscal Foch: “Esto no es un tratado de paz, es un armisticio de veinte años.” La segunda se debe a la emperatriz Eugenia, una anciana con profunda experiencia histórica, que después de haber estudiado el Tratado, un libro entero, comentó: “Cada párrafo de esta Obra anuncia una nueva guerra.” Y la tercera se debe al historiador francés Jacques Bainville, monárquico y nacionalista, lo cual en este caso no quiere decir necesariamente que fuera tonto. En su obra Les conséquences de la paix, auguró en 1920 que el Imperio alemán empezaría por anexionarse Austria, luego Checoslovaquia y, al final, como había sucedido en otras ocasiones, acabaría por repartirse Polonia con los rusos. Bainville compartía con la viuda de Napoleón III la falta de fe en los Estados sucesores de la monarquía del Danubio, con el precedente de los Estados nacionales y puesto que no podían serlo.

¿En qué situación estaban los alemanes durante ese “armisticio” de veinte años para enfrentarse a una segunda guerra mundial? No es fácil contestar a esta pregunta. No habían vivido el horror que trae consigo el enemigo cuando lo tienes en tu propia casa. Pero tenían que lamentar 1.800.000 caídos, además de 4.000.000 de heridos. A excepción de los muy ricos, en los últimos dos años y a consecuencia del bloqueo decretado por los británicos, y desde 1917 también por los norteamericanos, que no permitía a los Estados neutrales importar de ultramar más que lo que podían demostrar que necesitaban, los alemanes habían padecido terribles hambres, y a consecuencia de las mismas, toda clase de graves enfermedades. ¿Era deseable que se repitiera semejante experiencia? Es de suponer que no. De hecho, el Tratado de Munich de septiembre de 1939, que pareció salvar una vez más la paz, fue acogido con igual júbilo por alemanes y franceses. El único que estaba furioso era Hitler, al que se le había arrebatado, al menos de momento, la espada de la mano, con el increíble regalo de la “región de los Sudetes”, acción cuyos efectos no iban a durar sin embargo demasiado. Pero en el primer día de su campaña militar contra Polonia, evitó al menos la palabra “guerra”; sólo “se rechazó el ataque”. Hubo que esperar a la declaración de guerra por parte británica, que los franceses suscribieron de mala gana, para que se pusiera de manifiesto la realidad de esta acción.

Pero el derrocamiento de la monarquía en noviembre de 1918 no había sido una verdadera revolución, sino simplemente una crisis de nervios, una rendición de la propia monarquía y de quienes hasta entonces habían estado a su servicio. Los socialdemócratas asumieron, de mala gana y sin estar preparados para ello, el Gobierno en Berlín. Poquísimas cosas cambiaron en la sociedad alemana. El espíritu, la tradición de los militares, en el ejército de cien mil hombres que el Tratado de Paz permitía, siguió siendo lo que había sido antes. Lo mismo ocurrió con la Justicia: ni un solo juez fue destituido. Nada cambió en las Universidades. Los profesores siguieron pensando y comportándose como lo habían hecho anteriormente; el 99 por 100 de los estudiantes procedían de la clase burguesa media y alta. Ciertamente hubo “golpes de Estado” entre 1919 y 1923. A los golpistas de izquierda los pasaron por las armas o, en el mejor de los casos, los condenaron a largas penas de prisión; los portavoces de la extrema izquierda, como Karl Liebknecht o Rosa Luxemburgo, fueron asesinados por soldados, sin que sus verdugos fueran procesados. El más interesante de los golpistas de derechas, Adolfo Hitler, se ganó un par de años de “arresto”, la forma más inocua de encarcelamiento que existía y que por otra parte sólo tuvo que cumplir a medias. Más tarde, él mismo se burló de este tipo de castigo: le habían regalado unos estudios universitarios privados y gratuitos, que aprovechó para leer algunas cosas y dictar su libro Mein Kampf.

Lo que estaba ocurriendo en el seno de la mayor parte de la burguesía –y de la nobleza– era lo siguiente: se pensaba que la guerra de 1914-1918 no se había perdido realmente. El hecho de que el Imperio alemán no hubiera resultado vencedor era un malentendido de la historia. Y había que corregir esté malentendido, si no con una segunda guerra, al menos a través de medios de presión políticos y diplomáticos. El Tratado de Paz de Versalles no tenía validez moral y, lo que es más importante, al haber transcurrido algunos años, ya no correspondía a la auténtica relación de fuerzas. Estados Unidos, que acabó por inclinar la balanza en un sentido, se había recluido en su tradicional aislamiento y había perdido todo interés por Europa. Al enemigo del Este, Rusia, la “Unión Soviética”, le pareció que tenía ya bastante con sus propios problemas, cosa que por otra parte favoreció al Imperio alemán, por ejemplo en la medida en que permitió al Ejército germano hacer prácticas sobre su territorio con tanques y carros de combate, lo que, según las condiciones del Tratado de Paz, le estaba prohibido hacer en su propio país. ¿Acaso no estaba permitido actuar de manera ilegítima en una situación histórica ilegítima?

Fue a finales de los años veinte cuando los estudiantes de la Universidad de Munich erigieron en el centro de la ciudad un “monumento a la exhortación”: un bloque de mármol con la inscripción INVICTIS VICTI VICTURI. “A los invictos los vencidos, que serán los vencedores”. Cuentan que les ayudó un profesor de Filología clásica pues solos no lo habrían conseguido. El sentido: Vosotros, no los muertos, caísteis invictos. Nosotros somos los vencidos, porque entonces éramos demasiado jóvenes para poder luchar a vuestro lado. Pero la próxima vez seremos los vencedores. Ni la ciudad de Munich ni el Estado libre de Baviera tuvieron nada que objetar contra este monumento. Después de la “toma de poder” por parte de Hitler, todo el que pasaba por delante del monumento tenía que hacer el correspondiente saludo. El que no lo hacía, se revelaba como enemigo de la patria.

Durante el período de tiempo comprendido entre 1925 y 1929, dio la impresión de que se estrechaban las relaciones entre Francia y Alemania, gracias a los ministros de Asuntos Exteriores, Bryant y Streseman: nos referimos al rapprochement franco-allemand en el que el autor de estas líneas, entonces en plena juventud, creía fervientemente. Fue la crisis económica del otoño de 1929, que tuvo unas repercusiones inmediatas debido a la precariedad de la economía alemana, la que puso fin a este breve sueño. Y ésa fue la suerte de Adolfo Hitler. Su partido había obtenido doce escaños en el Parlamento en mayo de 1929; apenas año y medio más tarde, en septiembre de 1930, obtuvo 107. Fue el paro o el temor al mismo, el miedo ante la amenaza de la bancarrota, lo que en aquel momento hizo que la clase media se adhiriera en masa al führer. Tenía razón cuando había acusado al “vergonzoso Diktat de Vesalles”, a los traidores demócratas del interior, ya fueran judíos o no, de causar la miseria que ahora existía y que él ya había augurado. ¿A quién le importaba que la crisis hubiera empezado en un país tan próspero como Estados Unidos y que allí provocara una miseria igual de profunda que en Alemania? En las nuevas elecciones, en el verano de 1932, el número de votantes de Hitler volvió a multiplicarse por dos, de modo que su fracción pasó a ser, con mucha diferencia, la más numerosa en el Parlamento (Reichstag). De momento eso tenía escasa importancia, pues el Reichstag no tuvo absolutamente ningún poder durante el período comprendido entre los años 1930 y 1933. Los Gobiernos eran nombrados y cesados por Von Hindenburg, un anciano políticamente nulo, presidente del Imperio, elegido en 1925 en circunstancias totalmente distintas; en realidad, no por él directamente, sino por la camarilla, de cuyos consejos dependían sus decisiones. Esta camarilla no tenía en absoluto propósitos revolucionarios, ni tampoco “nazis”, sino ultraconservadores. Pensaban poder servirse de Hitler, al que infravaloraron lamentablemente, para alcanzar sus propios objetivos. Para colmo, no se soportaban los unos a los otros, así que uno de ellos, el general Von Schleicher, derrocó al otro, Franz von Papen, para ser a su vez derrocado, en enero de 1933, por este mismo Von Papen, que consiguió convencer al inútil de Hindenburg para que nombrara a Hitler canciller del Imperio, pensando que así él y sus amigos se harían los amos del Gabinete: “Se equivocan, a Hitler lo hemos contratado.” En pocas semanas quedó claro quién tenía de verdad las riendas del poder. Un par de días después de su nombramiento, dispuso que los generales alemanes se reunieran. Todavía no había nada seguro, explicó, pero lo más probable era una guerra en el Este con el fin de conquistar un nuevo y amplio Lebensraum (espacio vital) para la nación alemana, e imponer una germanización sin miramientos.

Sin embargo: “Ahora se verá si Francia tiene dirigentes. En caso afirmativo, se nos echarán encima antes de que hayamos acabado de armarnos.” Estas palabras ponen de manifiesto cuál era su visión del mundo. Un par de días después habló ante el Parlamento. Se rumoreaba que el regente de Polonia, Pilsutski, se había trasladado a París para proponer una guerra preventiva contra Hitler. Había que neutralizar ese peligro, tanto si era real como si no. Así fue como Hitler se dirigió al Parlamento, que a partir de aquel momento no sería más que una asamblea con la única misión de escuchar sus discursos. Precisamente porque él mismo era nacionalista, también tenía en gran estima al resto de las naciones, en particular aquellas como la polaca, que, a pesar de todos sus avatares, había demostrado que merecía vivir… Semejantes teorías se creyeron en Alemania y también en Francia. Creyeron en él porque les convenía creer en él.

No cabe la menor duda de que Hitler deseó la guerra desde el primer momento. Ni austriaco –odiaba a Austria– ni auténtico alemán, había elegido a Alemania para poner en práctica sus nefastas ideas. Siendo soldado, entre 1914 y 1918, hizo sus primeras observaciones. Alemania no tenía objetivos bélicos que hubiesen podido justificar un sacrificio. Ni hacía propaganda contra sus enemigos, como sabían hacerlo los británicos, sobre todo para ganarse a Estados Unidos. Alemania tenía un mando militar eficaz, pero no ocurría lo mismo con el poder político. El kaiser, que debía haber encarnado a éste, fracasó estrepitosamente. Conclusión: el mando político y el militar debían ser idénticos. Y sólo él, única y exclusivamente, era digno de desempeñarlo. “Antes fue el kaiser, ahora soy yo.” No cabe la más mínima duda de que quería la guerra, ahora que era el amo de Alemania. Pero eso no significa que quisiera precisamente la guerra que obtuvo: de nuevo la gran coalición: Inglaterra, Rusia, Estados Unidos; sólo Francia quedó fuera de la misma. La Segunda Guerra Mundial, repetición, continuación y ampliación de la primera, estaba servida. Quería hacerla palmo a palmo, hasta julio de 1940 abrigó la esperanza de conseguir atraerse a Inglaterra. Pocos días antes de la declaración de guerra inglesa en 1939, aún había rogado a los británicos que “garantizaran” su imperio, cualquiera que fuera o pudiera ser el significado de esto. Dentro del país, se trataba de hacer que la nación se fuera preparando para su guerra: no quedaba lugar para quienes se atrevieran a criticar su política, para los pacifistas, los demócratas, los judíos. Todos merecían, si no la horca, desde luego el campo de concentración; nada de periódicos libres, nada de literatura contraria al régimen, aunque lo fuera de la forma más sutil. En 1933 todo eso ya era un hecho.

Siendo un oportunista nihilista, para él sólo existía un enemigo definitivo: la Unión Soviética, Rusia. De allí y sólo de allí era de donde había que conseguir el Lebensraum que sus compatriotas necesitaban. La ocasión era propicia, más propicia que en 1914. En efecto, Rusia estaba siendo gobernada por comunistas judíos, y eran por lo tanto, una fruta madura lista para ser cogida sin necesidad de sacrificios excesivos. Así lo anticipaba en su primer libro Mein Kampf, y en junio de 1941 seguía creyendo en ello. Con Polonia hubiese estado dispuesto a llegar a un acuerdo; en cualquier caso, dejó que su ministro de Asuntos Exteriores negociara con Polonia entre 1938 y 1939, ofreciéndole condiciones que no eran tan malas, sobre todo si se tenía en cuenta la verdadera relación de fuerzas. Los polacos no aceptaron. Su Gobierno tenía por aquel entonces puestas grandes esperanzas en una promesa de ayuda en caso de guerra, reiterada por los británicos desde la primavera de 1939, sin que se pudiera decir cuál iba a ser la naturaleza de dicha ayuda. Y menuda ayuda, porque los polacos fueron víctimas: primero, de los alemanes, la víctima más terriblemente hostigada que hubo en la guerra de Hitler, y luego, también de los rusos. Si hubiesen llegado a un acuerdo con Hitler, al menos sólo habrían sido víctimas de los rusos. Si ha existido un tirano que haya creído en el crímens laese majestatís ha sido, desde luego, Hitler. El hecho de que los polacos se hubieran atrevido a resistirse se merecía el más terrible de los castigos; ningún pueblo sufrió tanto durante los seis años que duró la guerra. Al final, cuando las tropas alemanas tuvieron que abandonar el país, ordenó que no se “dejara piedra sobre piedra” en la ciudad de Varsovia, que hasta aquel momento había permanecido intacta. Sus instrucciones se siguieron al pie de la letra. Le encantaba esta expresión de “no dejar piedra sobre piedra”, tan de otras épocas. En el otoño de 1941 ordenó que no se dejara piedra sobre piedra en Leningrado y en Moscú.

Cuando en el verano de 1944 las tropas aliadas se aproximaban a París, tampoco debía quedar piedra sobre piedra en la capital francesa; en este caso fue el general alemán al mando de la plaza el que saboteó la orden.

 

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Hitler tenía muy poco interés por España: ni la conocía ni deseaba conocerla. Sólo había oído hablar de un infundado “orgullo español típico”. La ayuda que le había prestado al general Franco durante la guerra civil era escasa comparada con la italiana. Sí, cierto, Guernica. Pero aquel crimen sirvió fundamentalmente para probar y practicar con los nuevos bombarderos alemanes. Hitler no tenía ni idea de la importancia histórica que Guernica tenía para el País Vasco, y probablemente ni siquiera había oído jamás este nombre. Un jovencísimo periodista alemán, que podía haber sido el bisnieto o el tataranieto de su huésped, fue invitado recientemente a una entrevista con don Ramón Serrano Suñer, el influyente cuñado de Franco, y ha realizado un importante informe sobre el tema. De éste se deduce que, si bien es cierto que Franco actuó de una forma incomparablemente más cauta que Mussolini, tras el triunfo de Hitler sobre Francia en el otoño de 1940 habría estado supuestamente dispuesto a convertirse en aliado de guerra de Hitler, aunque bajo determinadas condiciones. Pero dada la extrema miseria en la que se encontraba su país tras la guerra civil, solicitó sobre todo ayuda material. Pero esto no era suficiente. Donde se preparaba una nueva acción militar sangrienta, también debía producirse una victoria: Gibraltar, ni que decir tiene, y una parte considerable de las colonias francesas en el norte de África. Hitler no quiso ni pudo hacerle esta concesión cuando se entrevistaron en Hendaya, pues al día siguiente habría de conversar con el mariscal Petain, jefe del Estado incompleto del régimen de Vichy, que no transigía en la cuestión de las colonias. La entrevista de Hendaya fue larga y espinosa, y Hitler bostezó repetidas veces; después de este asunto todo quedó en el aire. Y así siguió hasta que Hitler, tres años más tarde y ya totalmente atrapado en la guerra contra Rusia, abandonó el proyecto “Felix”, la marcha de las tropas alemanas a través de España y la toma de Gibraltar. Hasta entonces, Serrano Suñer tuvo que aguantar muchas horas difíciles en Berkhof y en Berlín. Hermann Göring, el “mariscal imperial del gran imperio alemán”, le comentó en Berlín cuando intentaba una vez más disculpar las vacilaciones de Franco alegando la deplorable situación española: “El señor ministro desempeña muy bien su papel, pero si yo fuera el führer hace ya tiempo que habría ocupado España.” Una de las ideas preferidas de Göring era tomar el Peñón. La conquista habría sido particularmente importante; le habría dificultado a las flotas norteamericana y británica el dominio del Mediterráneo. La División Azul, cuerpo de voluntarios que Franco puso a disposición de Hitler durante la campaña contra Rusia, fue su primera y última concesión, totalmente insignificante desde el punto de vista militar. Los miembros de esta tropa explicaban posteriormente que se habían ocupado mucho más de cuestiones eróticas que de combatir.

La ocupación de Dinamarca y de Noruega en marzo de 1940, la capitulación de Francia en junio, convirtieron al Imperio alemán en la mayor potencia europea, con gran diferencia sobre todas las demás. La segunda debía haber sido la Italia de Mussolini. Pronto se puso de manifiesto que este aliado constituía una pesada carga para los alemanes. Las tropas británicas consiguieron conquistar, partiendo de Egipto, las antiguas colonias italianas, así como Etiopía, víctima, en el año 1936, de los italianos, y retranquear en su capital al emperador Haile Selassie, tan despiadadamente traicionado por sus aliados. También fracasó una campaña de penetración de Mussolini contra Grecia. En este caso, tuvo que intervenir el Ejercito alemán y ocupar tanto este país como Yugoslavia. Los griegos padecieron durante cinco años el hambre más espantosa; también fueron arrasados pueblos enteros cuyos habitantes se habían alzado en rebeldía. La situación no era mejor en Yugoslavia, máxime cuando los croatas se pusieron del lado de los alemanes y organizaron una matanza de serbios. Sólo Tito, croata, fue capaz de conseguir que ambos pueblos se soportaran temporalmente, primero en la lucha de guerrillas contra los alemanes, y más tarde en la paz.

Fueron los acontecimientos previos de los Balcanes los que retrasaron la guerra de Hitler contra la Unión Soviética durante cerca de un año. Su pacto con Stalin, en virtud del cual se repartirían Polonia y los países del Báltico que se encontraban entre las dos potencias, fue desde el principio una improvisación útil en aquel momento; le aseguró el aprovisionamiento de importantes materias primas rusas y le dio la posibilidad de situar el grueso de su ejército en Occidente.

Pero nada más que eso. Sólo en Rusia era posible conquistar un mayor Lebensraum para el pueblo germano; sólo en aquella dirección se podía extender un Imperio universal alemán. Y el hecho de que en Rusia estuvieran en el poder bolcheviques judíos le brindó una oportunidad inmejorable. Así lo expresaba en Mein Kampf, escrito en 1924, y Hitler nunca perdió de vista ese gran objetivo. Sería fácil de alcanzar. El Ejército Rojo había perdido, con los “procesos estalinianos”, a sus más destacados generales y a un sinnúmero de oficiales. Había necesitado hacer grandes esfuerzos para conseguir imponer a los finlandeses, durante el invierno de 1939-1940, un tratado de paz relativamente poco severo. Rusia estaba madura para desaparecer del mapa; el caso era evidente.

Por desgracia, a los historiadores de un par de décadas después no les gustan los casos evidentes; según ellos, todo ha de ser totalmente distinto a lo que fue y se ha creído durante tanto tiempo. Esta es acaso una tendencia característica de los historiadores alemanes. En la República Federal se suscitó recientemente una “polémica entre historiadores”. La tesis era la siguiente: en el año 1942, Stalin estaba decidido a conquistar toda Europa. Hitler lo sabía; su guerra era una guerra preventiva necesaria. Y aunque hubiera ordenado la matanza de todos los judíos de Europa que consiguiera atrapar, incluidos los rusos, la suya era la respuesta necesaria a los asesinatos en masa de los bolcheviques. ¿Acaso no había anunciado su amigo Sinoviev, ya al principio de la revolución de Lenin: “no vamos a matar individuos, sino a exterminar a clases enteras”? Esto, dicho sea de paso, no hubiera podido llevarse a cabo con todas sus consecuencias. ¿De dónde venían, cuando Lenin se vio obligado a implantar su “nueva política económica”, los fabricantes, comerciantes y distribuidores que se necesitaban para ello? Sólo podían surgir de la antigua burguesía y eran lo que precisamente hoy le falta a Gorbachov. Los monstruosos asesinatos en masa de Stalin son otra cosa. Aun en nuestros días, siguen encontrándose a menudo fosas comunes en las afueras de las ciudades, cuando se procede a realizar excavaciones para la construcción de nuevos edificios de viviendas. Entonces, ¿qué diablos fue lo que incitó a Hitler a imitarle? En lo que a la conquista de Europa se refiere, las tropas de Stalin, como es de suponer, resultaban inadecuadas. El propio Stalin era un cobarde. Cuando parecía que las tropas alemanas iban acercándose a Moscú, huyó, tal y como sabemos por el discurso de Kruschov en el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética. Este político, al mismo tiempo sumamente déspota y cauteloso, tenía tan pocos deseos de conquistar Europa como Napoleón de conquistar América. Todo se quedó en lo que se sabía desde hacía tiempo.

Lo que empezó el 22 de junio de 1941, estaría concluido, según Hitler, en unos cuantos meses. Al cabo de catorce días, su jefe del Estado Mayor anunció que la guerra ya estaba ganaba, ante lo cual Hitler ordenó que “no se dejara piedra sobre piedra” (expresión a la que era muy aficionado) ni en Moscú ni en Leningrado. Es cierto que a Stalin la guerra preventiva alemana le pilló absolutamente por sorpresa. Había intentado en repetidas ocasiones entablar conversaciones con Hitler, para renovar el pacto de 1939 y hasta el 22 de junio de 1941 inclusive las materias primas prometidas fueron suministradas puntualmente. No se había tomado medida alguna para la defensa; desde el primer día, la Luftwaffe alemana consiguió aniquilar a la mayor parte de las fuerzas aéreas rusas. Stalin no había dado crédito a las oportunas advertencias de Churchill y el presidente Roosevelt, cosa que estaba siendo muy beneficiosa para los alemanes. Un poderoso factor positivo para el mando de su ejército. La proclamación en verano de que la guerra estaba ganada era sin duda prematura. Pero también el Pentágono norteamericano opinaba que, en el mejor de los casos, duraría aproximadamente hasta finales de año, es decir, que acabaría con una rápida victoria de Hitler. Sólo el agregado militar norteamericano en Moscú difería: según él, aquella guerra se prolongaría durante varios años y acabaría con una victoria total de los soviéticos. En las campañas militares de otoño y de principios de invierno, los rusos perdieron en total 3.350.000 prisioneros, que perecieron en los distintos campos alemanes. Detrás del ejército alemán llegaron los asesinos profesionales. Se estima que sus víctimas, en ese medio año, fueron medio millón de personas, que dicho sea de paso, en ningún caso eran sólo judíos. Los alemanes no podían haber reaccionado con mayor fanatismo. En efecto, los habitantes de Ucrania y de la Rusia blanca recibieron en seguida a los enemigos como amigos, que les liberarían de la tiranía de Stalin. Pero Hitler, cegado por su teoría de las razas, los desengañó enseguida, con lo que los alemanes se convirtieron en enemigos en todos los lugares por donde pasaban. Para la Unión Soviética, la guerra supuso modificaciones internas significativamente notables. El Partido perdió importancia y pasó al primer plano el pueblo ruso, a cuya salud Stalin realmente había alzado su copa en cierta ocasión. En la medida en que la guerra se convirtió en la “gran guerra de la Patria”, se volvieron a desempolvar viejos recuerdos gloriosos de la invasión de las tropas napoleónicas. Se fundaron dos nuevas órdenes, la orden Suvorov y la orden Kutusov, condecoraciones que recordaban aquellos tiempos. Ahora también era bienvenida la ayuda de la Iglesia ortodoxa. En definitiva, cabía esperar que, después de la victoria final, el Reich se convertiría en algo más pacífico en el interior de lo que había sido antes de 1941.

Stalin aún disponía de un ejército que sumaba en total diez millones de soldados. En diciembre ordenó una contraofensiva doble, para la que Hitler, convencido de su victoria, no había hecho el más mínimo preparativo. Sus tropas no iban en absoluto equipadas para el invierno, que aquel año fue muy crudo. Los expertos opinan que, si los rusos no consiguieron romper totalmente el frente enemigo, se debió al genio militar de Hitler, que se definía a sí mismo como el “mayor estratega militar de todos los tiempos”. La acción pudo tener algún mérito, pero nada más, como la mayoría de las ideas de Hitler. Donde los rusos rompían el frente, debían ser atacados por ambos flancos, de modo que en cualquier caso se formara una “bolsa”, pero sin romperse el frente. Uno de sus generales, que no se preocupó de esta orden y ordenó una retirada sin que se formara esta “bolsa”, fue condenado a muerte. De este modo pudieron resistir los ejércitos alemanes aquel espantoso invierno y pasar nuevamente en la primavera a la ofensiva. Cuando el ministro de Asuntos Exteriores de Hitler trajo, en agosto de 1939, los documentos del “pacto Stalin-Hitler”, este último proclamó: “Ahora tengo el mundo en el bolsillo”. “El mundo” tal vez no, pero sí, visto a largo plazo, una guerra mundial y por cierto muy distinta de la de 1914. No se puede saber con toda seguridad si él lo quiso así. Ciertamente, aseguró en sus discursos de principios de los años treinta que no iba a ser tan insensato como el gobierno del Imperio alemán en 1914 y repartir declaraciones de guerra por todas partes. Pero su objetivo de convertir en una de las tres o cuatro potencias mundiales a su insignificante Alemania si se atiende a su superficie, implicaba desencadenar una guerra mundial, y ahora la tenía ante sí. En su momento, Japón había entrado a formar parte del “pacto anti-Komintern” de Hitler, al igual que Italia, pero esta última no era más que una carga y no ayuda. Los dirigentes políticos japoneses se preocupaban muy poco del pacto anti-Komintern. Se adhirieron con mayor convicción a un pacto de neutralidad con Stalin, y lo que es más importante, lo cumplimentaron, con la consecuencia de que Stalin pudo fortalecer sus frentes occidentales con el multitudinario ejército estacionado junto a la frontera japonesa en el Lejano Oriente. Por su parte Stalin consideró prioritario, más tarde, durante la agonía de Japón, el tratado de paz por el que se le brindó la ocasión de insubordinarse e incluso, en agosto de 1945, de declararle rápidamente la guerra y obtener su parte en el reparto del botín: precisamente los territorios de los que la Rusia imperial de 1905 había tenido que retirarse. La mitad sur de la isla de Sakhalin, Port Arturo, etcétera, una vez más una señal de que el pasado, tanto glorioso como sin gloria, seguía siendo una obsesión, tanto para dirigentes como para dirigidos durante la segunda gran guerra de la Patria.

Entretanto, los japoneses consiguieron hacer realidad paso a paso su gran proyecto de un “nuevo orden del Asia Oriental”. Lo que había empezado a principios de los años treinta con la ocupación de Manchuria, y que había continuado en 1937 con la guerra contra China, podía orientarse ahora, desde la guerra europea, contra las posesiones francesas y las holandesas, incomparablemente más ricas, en el Sudeste asiático. Al mismo tiempo se estaban llevando a cabo interminables e infructuosas negociaciones con Washington. Pues allí aún imperaba la “doctrina” sobre la ocupación de Manchuria, oportunamente anunciada por el secretario de Estado del presidente Hoover, Stimpson: el no reconocimiento de las modificaciones territoriales conseguidas por la fuerza. “No impedimos, pero tampoco vamos a reconocer. Lo que atenta contra el derecho en cualquier parte del mundo, no existe para nosotros legalmente…” En la medida en la que el imperialismo japonés conquistaba cada vez más territorios, la “doctrina Stimpson” adquirió también un significado práctico. Japón debía ser castigado, aunque no fuera con medios bélicos. La rescisión del pacto comercial con el imperio insular privó a éste de importantes materias primas, incluida al final la importantísima chatarra. Además acabaron por cerrarse sus consulados en Estados Unidos y entonces en Tokio se llegó a la siguiente conclusión: ahora debemos negociar; la guerra en Europa nos ofrece una ocasión para ello que no volverá a presentarse en un futuro próximo. El 7 de diciembre de 1941 se produjo el ataque a Pearl Harbor, que costó a los norteamericanos 2.400 hombres, cinco acorazados y ciento veinte aviones.

El presidente Franklin Roosevelt se había presentado por tercera vez a las elecciones en el verano de 1940, siendo el primer presidente de Estados Unidos que intentaba semejante cosa, y también el último que tuvo derecho a intentarlo. Durante la campaña electoral se comprometió a no meter jamás a su país en guerra, a menos que fuera atacado por el enemigo. Ahora se había llegado a esta situación y todos los ciudadanos reconocían a un enemigo único: Japón. Pero Roosevelt no pensaba lo mismo. Para él, el enemigo más peligroso, el enemigo de la Humanidad, era Adolfo Hitler. Llevaba mucho tiempo vinculado a Winston Churchill, un buen conocido suyo de la guerra del 14, época en la que él era subsecretario de Estado de Marina. Buenas ganas tenía de intervenir en la guerra europea, pero no podía. Cinco años atrás, en 1939, una comisión interventora del Senado había llegado al siguiente dictamen: Estados Unidos se había dejado convencer por la propaganda difamatoria británica, en interés de los “reyes de los cañones” y de sus bancos aliados, y había entrado en una guerra estrictamente europea contra Alemania. ¡Eso no debía repetirse nunca más! A ello se debieron los tratados de neutralidad de 1935 y 1937: no más préstamos a Estados en guerra, no más entregas en especie, no más armamento para barcos comerciales norteamericanos, no más barcos norteamericanos en aguas de países en guerra, y no más viajes de ciudadanos norteamericanos a sus territorios.

El presidente Roosevelt, que era un caballero cristiano, un idealista y, al mismo tiempo, un político avezado a todos los mares, tuvo que actuar de modo extremadamente cauteloso para poder vencer paulatinamente todos estos impedimentos. Hitler vio en él a su más peligroso y pertinaz enemigo, y tenía razón. Sólo se equivocó en la medida en que pensó que también lo era la variopinta nación americana. Cuánto le hubiese gustado al presidente acudir en ayuda de los noruegos, en marzo de 1940, y de los franceses en mayo de aquel mismo año, tal vez no con soldados, aún no, pero sí con material. Las más recientes leyes sobre neutralidad se lo prohibían. Los yanquis sintieron poco a poco más simpatía que en tiempos de paz por Inglaterra, sola y todavía empeñada en la lucha. De este modo, poco a poco y no de una vez, se fueron revocando las leyes sobre neutralidad. “Cash and Carry” fue la primera concesión: los británicos tenían que pagar en efectivo y transportar, las armas que compraban, en sus propios barcos. Luego vino el “Destroyer-deal”: destructores submarinos norteamericanos, no los últimos modelos, a cambio de franquicias norteamericanas en las posesiones británicas del Caribe. A esto siguió el “Acta de Préstamo y Arrendamiento” –Lend-Lease Act–, que concedía poderes al presidente para proteger con las armas a todos aquellos Estados cuya defensa interesara a Estados Unidos. Surgió la necesidad de decidir si se podían transportar en barcos norteamericanos hasta las zonas de guerra las armas que Inglaterra necesitaba; se produjo la ocupación de Islandia, con la aquiescencia de su Gobierno provisional. Se produjo la declaración que prohibía a los barcos alemanes acercarse a las aguas continentales norteamericanas. Era un paso tras otro, y en cada uno de ellos el presidente tenía que enfrentarse al Congreso y tenía que cumplir su juramento del verano de 1940. Sólo faltaba el ataque de un feroz enemigo –y ahora existía tal enemigo, pero era japonés, no alemán–. La guerra contra Japón, que tras el ataque de Pearl Harbor –y sin declaración de guerra previa– se había ganado el profundo odio de todos los norteamericanos, sólo era su guerra; la guerra en Europa le era relativamente ajena a Estados Unidos, sobre todo en el medio y lejano Oeste. La guerra norteamericana tuvo que ser también, ante todo, una guerra contra Japón para amarga preocupación del presidente.

El que le liberó de esto fue Adolfo Hitler. Fue él el que apareció intencionadamente ante el Parlamento de Berlín –que seguía existiendo como eco y claque– e informó de que había ordenado al Chargé d’Affaires norteamericano –pues desde noviembre de 1938 ya no existía embajador–, que “entregara sus credenciales”, expresión totalmente pasada de moda para designar una declaración de guerra. Roosevelt estaba exultante de alegría. Generalísimo con poderes ilimitados según le otorgaba la Constitución en tiempos de guerra, tuvo que tomar todas las importantes decisiones en el círculo de sus consejeros, incluida aquélla sobre la que desde hacía tiempo había llegado en secreto a un acuerdo con su amigo Churchill: Germany first, luego Japón. Ya antes de Pearl Harbor se había incrementado considerablemente la producción de armas de todo tipo. Pero ahora hubo que convertir el conjunto de la economía en una economía de guerra. Las fábricas de automóviles construían tanques, y durante tres años y medio no se produjo ni un solo automóvil para uso privado, se racionó de forma estricta la gasolina, se limitaron los viajes privados y, ante todo, se impuso el servicio militar obligatorio, se levantaron innumerables camps para la formación de reclutas y en algún lugar en el lejano Oeste se creó una empresa de la que nadie tenía derecho a saber nada, a excepción de unos cuantos físicos y militares que vivían cómodamente, pero bajo la más estricta vigilancia.

Volvamos de nuevo a Adolfo Hitler, sin el cual todo esto no hubiese sucedido. Fue durante el aparente triunfo, en julio de 1941, cuando reveló por completo sus propósitos a sus más leales colaboradores. Rusia hasta el Volga, no hasta los Urales, debía dividirse en “Comisariatos Imperiales”, con el fin de “repartir adecuadamente el enorme pastel, para poderlo primero dominar, luego gobernar y tercero explotar”. “Nunca más podrá volverse a cuestionar la formación de una potencia militar al oeste de los Urales.” “El enorme espacio debe ser liberado lo más pronto posible; y lo mejor para ello será pegarle un tiro a cualquiera que mire de reojo.” En este mismo contexto debía solucionarse también definitivamente la cuestión judía, y no sólo en Rusia, sino en toda Europa, pues “si por cualquier razón un Estado acogiera a una familia judía, este foco de bacilos se convertiría por lo mismo en un objetivo a destruir”. Diez días más tarde, Goering dio orden al segundo hombre de Heinrich Himmler, Heydrich, para que “contando con el apoyo de las instancias centrales correspondientes, hiciera todos los preparativos posibles para llegar a una solución global de la cuestión judía”. En noviembre se decidió iniciar en Polonia el exterminio en las cámaras de gas de los campos de concentración. Según Andreas Hillgruber, en Der Zweite Weltkrieg, Kriegsziele und Strategie der grossen Mächte. Hillgruber es un historiador digno de todo crédito y muy poco amigo de nuevas teorías sin sentido. El objetivo inicial de Hitler de borrar a los judíos de la faz de la Tierra, por fin estaba al alcance de su mano. El otro objetivo consistía en convertir a Alemania en una potencia mundial. “Alemania será una potencia mundial o no será nada.” En esto también se mantuvo absolutamente firme hasta su orden demencial, dictada desde Berlín en marzo de 1945. Consistía en jugárselo el todo por el todo, cosa que ya había hecho en el último año de la guerra de 1914 el general Ludendorff. “ ¿Y si su gran ofensiva final fracasa?” Respuesta: “Entonces Alemania deberá perecer.” En este aspecto, Ludendorff, comparado con Hitler, sigue siendo un santo… Según una afirmación del jefe del Estado Mayor, el general Jold, Hitler ya sabía a principios del año 1942 que, con el fracaso de la “Operación Barbarroja” –nombre clave de la invasión de Rusia– ya no había posibilidad de ganar la guerra. De ahí la opinión del historiador alemán Sebastian Haffner, según la cual Hitler habría seguido adelante, a pesar de todo y aunque tuviera que abandonar los grandes objetivos iniciales, al menos para poder llevar a cabo de este modo la hermosa tarea de su vida, la “solución de la cuestión judía”. Hay un elemento que realmente corrobora esta teoría. Si ya es grave que los políticos o militares “normales” persigan más de un objetivo, más de una idea, mucho más lo es en el caso de locos perversos dotados por desgracia de todo tipo de talentos. Potencia mundial o ruina, desde luego, pero uno de sus primeros sueños fue demostrar que Alemania hubiese podido ganar la guerra de 1914 si él ya hubiese sido el führer entonces y si no hubiesen existido judíos pacifistas, socialdemócratas, etcétera. Ahora había que luchar a las órdenes de un Gobierno de hierro, despiadado, y despiadadamente también contra sus propios compatriotas, hasta “las doce y cinco”. Pero en el año 1942 todavía no había llegado la hora. Llegó en el verano, el otoño y el invierno de 1944-1945. “No puede tratarse con deferencia a la población.” Hitler sólo consideró que había perdido la apuesta cuando los rusos ya estaban entrando en Berlín, cuando los norteamericanos llegaron al Elba y a las afueras de Munich. ¿Su apuesta? En absoluto. Los alemanes no se habían mostrado dignos de él. Literalmente. Precisamente por eso, tampoco merecían seguir viviendo. Potencia mundial o ruina, y en este caso, bien merecida la tenían. Dicho de otra forma, y él lo dijo de otra forma: el “pueblo oriental” se había mostrado superior y merecía vivir; los alemanes, no. Esto se llamó “social-darwinismo”. ¡Pobre Darwin!… De ahí las últimas órdenes que dio al ministro de Municiones, Speer: había que eliminar en el oeste de Alemania todos los elementos vitales para la población: presas, centrales eléctricas, puentes, y lo que aún subsistía de las industrias básicas, que no era poco. Cuando Speer regresó admitiendo que él y algunas otras personas sensatas habían saboteado las órdenes de su führer, todavía se le llenaron los ojos de lágrimas. Ya no le hacían caso. Había llegado la hora de “poner punto final con una pistola”. Siempre había vivido entre el triunfo y el suicidio.

¿Y Stalin? Mientras seguía sospechando a menudo que sus nuevos aliados –Inglaterra lo era a través de un pacto, Estados Unidos sólo de hecho– iban a acabar uniéndose a pesar de todo a Hitler, cosa en la que no pensaron en ningún momento, fue él el que intentó, más de una vez, entablar conversaciones a través de Suecia con el enemigo alemán, la primera vez en diciembre de 1942. La base de dichas conversaciones habría sido la guerra de conquista conjunta del verano de 1939; cada uno habría obtenido lo que se había asegurado entonces, y por supuesto, los territorios ocupados por los alemanes desde junio de 1941 debían de ser desocupados. Hitler rechazó la propuesta, no una, sino varias veces, con su característica obstinación. En su opinión, un tratado de paz como aquél no habría sido más que un armisticio, y habría dado tiempo a los rusos para recuperar fuerzas. No se dio cuenta de que, en aquel momento, en diciembre de 1942, Stalin ya era el más fuerte. Mussolini, que a pesar de todo le había confiado dos Ejércitos italianos, y los dirigentes de Hungría y Rumanía, le aconsejaron en vano que aceptara la paz digna que Stalin había ofrecido más de una vez, para estar preparado ante la temida invasión británico-norteamericana de Europa… “Potencia mundial o ruina”.

La Segunda Guerra Mundial, como se ha venido en llamar, fue al mismo tiempo repetición, continuación y ampliación de la primera. A pesar de ello, también fue algo completamente distinto: fue realmente una guerra mundial, al intervenir Japón, mientras que la primera fue la última guerra europea, aunque modificada por la decisión de intervenir de Estados Unidos. El hecho de que, en la guerra de 1939, se acabara llegando a la misma gran coalición contra Alemania que en 1917 –Inglaterra, Rusia, Estados Unidos y la “Francia Libre” del general De Gaulle, por supuesto con una actitud muy moderada– engañó, por dar pie a unas similitudes que en realidad no existían. Pero el desarrollo y la terminación de la segunda guerra se vieron muy marcadamente influenciados por la obsesión de evitar los errores de la primera. En cuanto a los aspectos concretos y técnicos, las obsesiones del pasado eran legítimas. “Lend-Lease”, el “pacto de préstamo y arrendamiento”, era más lógico que la irracional contracción de deudas de 1916. El contacto preciso que Roosevelt mantenía asiduamente con la oposición republicana le evitó correr el mismo destino político que Wilson. Churchill pensó en su actitud ante Flandes en 1917, cuando defendió el aplazamiento de la invasión de Francia. ¿Quién criticaría tal refinamiento empírico de los métodos? Lo grave fue que ambas partes dejaron que fuera su interpretación del pasado la que les dictara el objetivo y los medios que se proyectaban sobre dicho objetivo. La política del “Unconditional Surrender” (rendición incondicional), pactada entre Roosevelt y Churchill en Casablanca en 1942, ha sido criticada más tarde duramente, porque acabó con toda esperanza de oposición contra Hitler dentro de Alemania. Lo que sus críticos anglosajones mencionan a menudo es que la postura de Roosevelt y la de Hitler se correspondían perfectamente en este aspecto; que la Alemania de Hitler estaba tan decidida a no aceptar ninguna condición como la Norteamérica oficial a no acceder a ninguna. Las razones eran distintas, pero el resultado idéntico. Si los alemanes hubiesen aceptado la versión de los aliados, según la cual su imperio, al fin y al cabo, no había salido demasiado mal parado de un asunto muy poco rentable en 1918, hubiesen podido intentar repetir la maniobra en el año 1944. Si los aliados hubiesen aceptado la versión alemana, según la cual los “catorce puntos” de Wilson fueron para Alemania y desde el punto de vista del desarrollo psicológico de la guerra, un hecho desastroso, habrían podido proponer también esta vez un programa de paz tentador para abreviar la guerra –repetición de la “trampa de Wilson” que preocupó muy seriamente al ministro de propaganda de Hitler, Goebbels, tanto antes como durante la Conferencia de Yalta. Pero ambas partes se mantuvieron firmes en sus respectivas interpretaciones del pasado, las cuales, si bien diametralmente opuestas, sin embargo se complementaban y reforzaban inevitablemente, tal vez precisamente por eso. Luego, en 1945, se intentó a toda costa evitar que se repitieran los errores de 1918-1919. Desde asuntos de forma, como el instrumento para la firma del armisticio, que esta vez habría de realizarse por generales alemanes del alto mando en lugar de políticos alemanes, hasta las cuestiones más fundamentales de la configuración política, no hubo ninguna medida que no se caracterizara ante todo por el hecho de ser fundamentalmente distinta de la solución elegida en el año 1919. Entonces se trataba de proteger la soberanía alemana al este del Rhin –esta vez no había soberanía alemana–. Entonces hubo negociaciones de paz –esta vez no–. Entonces sólo se aceptaron modificaciones territoriales en base al principio de la autodeterminación nacional, que de hecho en Alemania fue aplicado con un planteamiento bastante ajeno al mismo –esta vez, las modificaciones territoriales no necesitaron el pretexto de la legitimidad–. Entonces hubo indemnizaciones en efectivo, esta vez no… La lista de las pedantes aplicaciones de la lección histórica podría alargarse casi interminablemente. Hubo una lección. Hubiese sido prácticamente imposible no tener presentes en aquel momento las enseñanzas de la primera guerra y de Versalles. Pero las lecciones de la historia nunca son tan claras como los axiomas de la mecánica. Son tan complejas e imprecisas como las apreciaciones en terreno artístico. Un retrato puede ser malo; incluso un profano en la materia puede darse cuenta de ello, sin poder decir exactamente por qué. Pero sólo un pintor mejor dotado será capaz de mejorarlo. Y no lo mejorará haciendo todo lo contrario de lo que hizo el primer pintor, sino simplemente haciendo uso de sus facultades. La alta política también es un arte muy difícil y personal. Depende en gran parte del ambiente, del tono, de los “factores imponderables”. Cualquiera que quisiera verlo pudo darse cuenta muy pronto de que el Tratado de Versalles servía de muy poco; pero nadie ha dado una respuesta satisfactoria a por qué sirvió de tan poco, si bien disponemos de un buen número de teorías. Tal vez no sirviera porque el más débil, Francia, había vencido al más fuerte, y nada sólido podía edificarse sobre la base de este resultado antinatural. Tal vez no sirviera porque no existía una buena solución para el problema que había provocado originalmente la guerra, el problema de Austria y de las nacionalidades centroeuropeas. Tal vez no sirviera no tanto por estar concebido equivocadamente, sino porque se aplicó mal. Tal vez no sirviera porque no había nada bueno que sacar de la catástrofe material y moral de la Primera Guerra Mundial, aunque en París se hubieran reunido no ancianos decrépitos, sino los propios ángeles. Si después de 1945 las condiciones de vida en la Alemania al oeste de la “zona soviética”, posteriormente denominada República Democrática Alemana (RDA), fueron mejorando cada vez más en un tiempo relativamente breve, el mérito fundamental lo tuvo la llamada “Guerra Fría” que se iniciaba entonces. El general De Gaulle se dedicó a decir que “los alemanes habían cambiado”. Y realmente habían cambiado: producción y más producción, exportación y más exportación, consumo y más consumo, luego viajes por todo el mundo, y no en plan de conquista, sino por placer.

¿Se trataba realmente de una guerra mundial esta vez? Si los japoneses le hubiesen hecho a Hitler el favor de atacar a los rusos, éste habría abarcado toda Eurasia, del uno al otro confín. Pero no se lo hicieron. Y la esperanza alemana de que su aliado pudiera llegar hasta Irak a través de India y Afganistán sin pasar por la URSS para estrecharse allí la mano siguió siendo una fantasmagoría. Pero lo que sí es cierto es que sin la guerra en Europa, los japoneses no se habrían atrevido a atacar Pearl Harbor. Esta arriesgada empresa demostró tener su justificación en la primera mitad del año 1942; posteriormente fue teniéndola cada vez menos. En efecto, la producción de armas y otros equipos manejados o utilizados en el Pacífico, ante todo por los marines, resultó ser tan inagotable que el lema “Germany first” fue perdiendo poco a poco su significado; y esto tanto más cuanto que el desembarco de los británicos en Francia se aplazó de 1942 a 1943 y de 1943 a 1944, para ir mientras tanto conquistando el norte de África y desde allí poner fuera de combate a Italia, el “punto débil”, como decía Churchill, de la coalición de Hitler.

Lo que Hitler aún siguió haciendo sobre suelo soviético ya no era la realización de planes que debían de conducir a una rápida decisión, sino más bien una serie de improvisaciones a las que se aferró hasta que acabaron en catástrofe. La más tristemente conocida de todas ellas se llama Stalingrado. Todavía le oigo vanagloriarse con su voz enronquecida: dominando Stalingrado y el curso del Volga, podía cortarle a los rusos el paso de más cargueros que con el Rhin y el Danubio juntos. Prohibió la capitulación del Sexto Ejército que luchaba en Stalingrado y sus alrededores, y que pronto se vería copado por los rusos, prometiendo una ayuda que jamás llegó. Al final, el general Paulus acabó entregándose con los 130.000 hombres que habían sobrevivido, pero que nunca regresarían de su cautiverio. Hitler manifestó orgulloso: “Yo soy responsable de Stalingrado.” Lo más asombroso es que, precisamente después de Stalingrado, después de esta victoria de Stalin, se volviera a tantear la posibilidad de un Tratado de paz en dirección de los cuarteles secretos de Hitler, la “madriguera”. Aparentemente seguía sin confiar en sus aliados occidentales y siempre habría preferido una comparación con el tirano que más se le parecía e incluso le superaba en términos de terror.

Las maniobras, después de Stalingrado, de los ejércitos alemanes que habían sobrevivido y sus tropas auxiliares, los húngaros, rumanos y finlandeses en el norte, fueron insignificantes, aunque consiguieran una vez más tener éxito en una pequeña ofensiva. El sitio de Leningrado, iniciado en el otoño de 1941, se prolongó, aunque los rusos consiguieron alcanzar la ciudad por el lago de Ladoga y hacer llegar a sus habitantes, a los que todavía no habían muerto de hambre, algunos alimentos. Los ejércitos rusos hacían de vez en cuando un alto en su avance, en dirección primero a Polonia, luego al noroeste de Alemania, pero los alemanes ya no consiguieron detenerlos en serio.

En aquellas circunstancias, es comprensible que el general Franco ordenara el regreso de su División Azul. Las tropas húngaras y rumanas también planearon su salvación, cosa que consiguieron en parte. De este modo, los finlandeses volvieron a pactar una paz, más severa que en 1941, pero todavía soportable. ¿Acaso se ha llegado a comprender por qué Stalin trató con más generosidad a Finlandia que a los demás pueblos a los que había elegido someter a su poder? ¿Acaso fue la valentía de los finlandeses, unida a la sagacidad de sus políticos?

Por su parte, Hitler tenía ahora prisa por llegar al final de su “solución de la cuestión judía”. En abril de 1943 se alzaron los judíos de los guetos de Varsovia, después de que cerca de 300.000 de ellos hubieran perecido en los campos de exterminio de Treblinka. Su confusa lucha contra la SS de Heinrich Himmler duró un mes. Poseemos a este respecto un informe de uno de los dirigentes de las SS. Existen numerosos y espantosos informes sobre episodios de la II Guerra Mundial. Pero éste es el peor de todos y eso es significativo. El “regente” húngaro Horthy, representante del rey de la casa de Habsburgo, se vio obligado a aprobar la ocupación de su país por las tropas alemanas. ¿Seguía acaso ésta teniendo importancia desde el punto de vista estratégico? Evidentemente, sí, si consideramos que el “comando especial Eichmann” consiguió enviar a Auschwitz a 380.000 judíos húngaros o huidos a Hungría, de los cuales murieron, al menos, 250.000.

Puesto que se trata aquí de crímenes contra la Humanidad, no podemos dejar de mencionar los de la “Coalición Anti-Hitler”. En el año 1942, los aviones británicos empezaron a bombardear, sobre todo por la noche, ciudades alemanas, ciudades que podían ser consideradas importantes desde el punto de vista estratégico por ser centros de producción de la industria bélica, como, por ejemplo, Schweinfurt, con sus fábricas de rodamientos de bolas; pero también otras, que no poseían prácticamente ninguna industria, como Wurzburgo o Augsburgo, y en las que sólo se pretendía sembrar el terror y destruir la moral de los ciudadanos. El caso más lamentable fue el del ataque aéreo conjunto británico-norteamericano, en abril de 1945, contra Dresde, una ciudad que, al igual que Wurzburgo, y aun sin tener la importancia de esta ciudad episcopal, era famosa por ser una de las ciudades más bellas y más rica en tesoros artísticos del barroco de toda Europa, y que carecía por completo de industria, aunque estaba abarrotada de refugiados alemanes del Este. Nadie ha contado jamás los muertos. Pero no quedó nada del viejo Dresde, del viejo Hamburgo, Nuremberg, Augsburgo, Munich, siendo esta última capital la que más fácil reconstrucción tuvo. ¿Cuál fue el sentido de aquellas destrucciones nocturnas y criminales? ¿Hundir la moral de los ciudadanos? ¿Acaso les quedaba algo de moral? Se aguantaba porque había que aguantar, se escuchaba porque había que escuchar. Al que decía en voz alta que la guerra estaba perdida, al que lo decía en voz baja, pero ante algún conocido que acababa por denunciarlo, le esperaba la guillotina o el patíbulo. Los soldados podían hablar con un poco más de libertad, porque, al menos, se encubrían unos a otros con cierto espíritu de compañerismo, incluido el comandante, que compartía su opinión, pero evitaba manifestarla.

El plan de guerra europeo de Roosevelt y Churchill se desarrollaba lentamente, ahorrando el mayor número posible de vidas de soldados, pero seguía inexorablemente su curso. Incluso antes de que, en noviembre de 1942, una poderosa armada norteamericana desembarcara en Argelia y Marruecos, sin que de camino ningún submarino alemán consiguiera hundir ni un solo barco, el general británico Montgomery ya había infligido en Egipto una derrota casi definitiva a su adversario el general Rommel, con lo cual se desvaneció el sueño de Hitler, según el cual los alemanes podrían liberar a Egipto del resto de los protectorados británicos y luego ganarse como aliados a los árabes del Próximo y Medio Oriente. En mayo de 1943 capituló el “ejército alemán de Africa”, compuesto por 130.000 soldados alemanes y cerca del mismo número de soldados italianos. Con ello podía iniciarse la conquista primero de Sicilia y luego de la península italiana. En julio, Mussolini fue obligado por su propio “Consejo” a renunciar a sus poderes de general en jefe. Obedeció, se dejó detener siguiendo las órdenes del rey, que le había llamado veintiún años antes, y permaneció bajo arresto en un oscuro valle de los Abbruzzi. Hitler dispuso su liberación mediante un grupo de audaces paracaidistas e hizo que lo llevaran a su “madriguera”, sus cuarteles generales subterráneos en el noroeste de Alemania. Cuando Mussolini llegó allí, se enteró de que la noche anterior, el 20 de julio, había fracasado un atentado de bomba contra Hitler. Mussolini se convirtió en jefe de un macabro Gobierno, siempre fascista, en el norte de Italia; en calidad de tal ordenó el fusilamiento de su yerno, Ciano, porque desde el primer momento éste se había opuesto, y con muy buen criterio, a su pacto de amistad con Hitler. En Roma, los alemanes organizaron la caza de los judíos de Italia, cosa en la que Mussolini nunca había pensado. El Vaticano salvó a cuantos pudo, pero se calló lo que sabía que estaba ocurriendo en Auschwitz y Treblinka. (También Washington lo sabía y, sin embargo, se calló. Nunca se ha aclarado oficialmente por qué se consideró correcto guardar el secreto y no hay más que un par de teorías acerca de este hecho.) Después de que hubieran terminado con su caza de judíos, los alemanes tuvieron que salir de Roma y retirarse hacia el norte; los aliados hicieron su entrada. Sin embargo, la guerra aún siguió en Italia, recrudeciéndose en diversos puntos del norte, hasta la capitulación sin condiciones del ejército de Hitler.

Esta aún podía seguir aplazándose, a pesar del gran número de víctimas y de que ya no tuviera ningún sentido. No se puede reprochar en absoluto que el principio de los anglosajones fuera evitar, en la medida de lo posible, que sus propias tropas corrieran peligro a costa del enemigo. Su desembarco en puertos artificiales de la costa septentrional francesa era preparado con toda minuciosidad, y por debajo del canal de la Mancha existía una vía submarina a través de la cual se podía llevar a discreción hasta tierra firme todo el combustible necesario. El famoso “Atlantic Wall” de la “Fortaleza Europa” se derrumbó enseguida ante el ataque de tropas muy superiores en cuanto a número, armamento y situación física y moral: en agosto, las tropas aliadas entraban en París y al frente de las mismas marchaba el general De Gaulle, en el que tanto confiaban los franceses y que había combatido incansablemente durante cinco años, desde Inglaterra, el norte de África –el Líbano– y Córcega, contra los alemanes. Tres meses después del primer desembarco en Normandía, las tropas norteamericanas cruzaban la frontera alemana. Un último intento de Hitler, con una ofensiva aquel invierno para caer sobre la retaguardia norteamericana en las Ardenas –“el regalo de Navidad del Führer”–, consiguió cierto éxito debido al efecto sorpresa, pero al cabo de un par de semanas había fracasado. A partir de ese momento, los aliados tuvieron el camino expedito por el oeste para avanzar hacia y por Alemania, igual que lo llevaban teniendo desde hacía medio año las tropas de Stalin. Los norteamericanos consiguieron llegar a Turingia, Sajonia, Bohemia –Pilsen–, y hubiesen podido llegar perfectamente antes que los rusos a Praga, pero los respectivos territorios que los aliados debían ocupar habían sido determinados de nuevo en la Conferencia de Yalta, y se respetaban estrictamente las nuevas disposiciones para asegurarse el derecho de intervención en la capital, Berlín, que le había sido garantizado en igual medida a los tres aliados, llegando en cuarto lugar los franceses. Sin embargo, los rusos fueron los primeros, y con mucho, en Berlín.

¿Y qué fue de Hitler? ¿Y de los alemanes de Hitler? Prefiero citar aquí una reflexión de mi amigo Karl Dietrich Bracher, que puede encontrarse en el tomo Das Zwanzigste Jahrhundert de la obra que edité en los años sesenta, titulada Propyläen Weltgeschichte. Yo no podría expresarlo mejor que él:

“Una de las pruebas más apabullantes de la ensordecedora fuerza de acción de un sistema totalitario es que la masa de la población, tras la supresión de la oposición, siga a pesar de todo hasta el final a un Führer que, desde el aislamiento de su búnker en Berlín, emitió las órdenes de exterminio. En la política de guerra de Hitler se puso de manifiesto que su propia convicción de que su poder tenía origen divino se volvió en su contra y le indujo a actuar con un orgullo desmesurado y carente de sentido. Además de ser una consecuencia inevitable de la dinámica agresiva con la que actuaba y sentía el régimen nacionalsocialista, fue al mismo tiempo una consecuencia de la problemática del poder totalitario en sí. A lo largo del desarrollo de la guerra, todas las funciones vitales del ‘Tercer Reich’ fueron concebidas tan en función de un único Führer, que Hitler ya no poseía contactos con el mundo exterior más que a través de un puñado de colaboradores totalmente entregados a su causa. Luego fue perdiendo cada vez más el sentido, tan marcado al principio, de la táctica política real y ya no aceptaba más que las informaciones que respondían a su eterno ideal. Además, identificándose a sí mismo con la ‘Providencia’, descartó definitivamente toda rectificación de la realidad, castigando con la pena de muerte cualquier manifestación en su contra. El reverso de la moneda era la convicción de que sólo él podía darse cuenta de la auténtica situación, que sólo él sabía de hecho exactamente lo que necesitaba o lo que le correspondía al pueblo alemán, y que por eso tenía que hacerlo todo él mismo, tenía que darle, por así decirlo, órdenes a cada batallón. Hitler explicó el caos resultante de todo ello, la paradójica falta de autoridad en la fase final de la guerra de un Estado totalmente autoritario, como consecuencia de la ‘traición’, del hecho de que los generales y el pueblo alemán en su conjunto le hubiesen fallado, y acabó justificando su propia ruina como la ruina de este pueblo… Tan alta fue su caída que dejó patente cuál era el carácter de un sistema que no proporcionaba a sus ciudadanos un orden y una efectividad político-estatal, un mayor bienestar y espacio para su desarrollo, contrariamente a la tentadora teoría de la dictadura, sino que sólo consiguió existir a través de la arbitrariedad organizada y del crimen sancionado por un supuesto orden legal. Más de seis millones de muertos, el doble de refugiados, la mutilación y la escisión del país, el final de la existencia del Estado: ése fue el balance alemán del ‘Tercer Reich’; y el balance europeo del nacionalsocialismo, el salvaje asesinato de casi seis millones de ,judíos al final de su andadura, vino a sumar mucha más gravedad al primero. Ni siquiera considerando su propia escala de valores podía negarse definitivamente el éxito de la política nacionalsocialista. ¡Desde luego, a qué precio! Pero Hitler no dio al final más que una respuesta egocéntrica a esto. Y es que el pueblo alemán no se había afirmado ante la Historia y no se había hecho digno de su existencia. Siguió obsesionado con la idea que ya había planteado ante el Parlamento al principio de la guerra: jamás capitularía, ‘en la historia alemana jamás volvería a repetirse un noviembre de 1918’. Tan monótono y tétrico como la huida del dictador de su responsabilidad era su testamento, según el cual obligaba en lo sucesivo a todos sus sucesores, ‘gobernantes de la nación y adeptos… ante todo… al penoso mantenimiento de las leyes raciales y a la despiadada oposición contra el veneno de todos los pueblos, el judaísmo internacional…’.”

Esto es lo que dice el profesor Bracher. Habría que añadir lo siguiente: fue el propio “pueblo”, fueron las “grandes masas” las que durante más tiempo creyeron en el Führer y en los frutos prometidos de su victoria. Y es comprensible. ¿De dónde habrían sacado si no la esperanza? Y, además, la más mínima duda en la victoria, si era manifestada, si era denunciada, se castigaba con la pena de muerte. Y demasiada afición había a presentar denuncias. Lo mismo pasó con los “chistes de Hitler”, cada uno de los cuales constituía un crimen de lesa majestad que no era castigado con un par de días de cárcel, como en tiempos del último Kaiser, sino con la guillotina. Por lo tanto, la oposición sólo podía surgir de uno o varios círculos de personalidades cercanas al centro del poder: militares, funcionarios, diplomáticos, cualquiera al que pudiera anteponérsele el calificativo “alto”. Nos referimos con esto a unas conspiraciones planeadas por todo un grupo. Pero también hubo mártires individuales: unos cien sacerdotes católicos, así como evangélicos –aunque en menor número–: se habían opuesto al “asesinato de vidas sin valor”, como se les denominaba, de niños tullidos o deficientes mentales, y se atrevían a decir en el púlpito lo que significaban estas muertes. Se trataba, pues, de una oposición moral; no podía haber oposición política más eficaz. Esta vino de los generales de Hitler: aquellos, y eran mayoría, que la “Reichswehr” de la República de Weimar había tenido que tomar del ejército de Guillermo II, en el que habían servido en su juventud como oficiales. Una parte nada insignificante de los mismos todavía seguía siendo leal a la Monarquía, y lo mismo sucedía con los diplomáticos, que enseguida participaron en las conspiraciones contra Hitler. Los generales alemanes eran decididamente mejores que su propia fama: precisamente por ello, tantos de ellos acabaron al término de la era de Hitler suicidándose o en el patíbulo. La conspiración militar que más posibilidades tuvo de éxito, con mucha diferencia sobre las demás, fue la del verano y principios del otoño de 1938, encabezada por los generales Beck y Halder, este útimo jefe del Estado Mayor. El golpe de Estado debía, producirse en el preciso momento en el que Hitler diera la orden de avanzar sobre Checoslovaquia; se pensaba que esto podría producirse cualquier día, tras las infructuosas negociaciones entre el Führer y Neville Chamberlain en Berchtesgaden y Godesberg. Pero en el último momento entró a formar parte de estas negociaciones Mussolini, desempeñando el papel de intermediario en Munich, con gran irritación de Hitler, dicho sea de paso, porque lo único que este último deseaba era la guerra. Pero lo que más profundamente le preocupaba era, al parecer, su triunfo, por lo que durante largos y terribles años resultó imposible el golpe de Estado. No vamos a hablar aquí de los innumerables atentados contra Hitler durante el período comprendido entre 1939 y 1944: nunca fueron del todo serios y siempre fracasaron. El dilema era que mientras Hitler triunfara en la guerra era imposible atacarle. Cuando empezó la cadena de derrotas en el este y en el sur, para no volver a romperse más, su eliminación carecía ya de sentido político: sus adversarios se empeñarían en cualquier caso, con o sin él, en una capitulación sin condiciones. El atentado del 20 de julio de 1944 no fue más que un último acto de honor desesperado. Era cierto que si tenía éxito, la guerra habría acabado inmediatamente: sin Hitler, la II Guerra Mundial no habría existido. Esto también les habría ahorrado a los alemanes mucha sangre y mucho fuego, pero apenas habría mejorado su condición de absoluto culpable y absoluto vencido, hecho del que eran perfectamente conscientes los conspiradores. Pero entonces volvieron a fracasar; los procesos y ejecuciones que se derivaron de ello se prolongaron hasta los últimos días de la guerra. El motivo de su fracaso era banal, como casi siempre: el “planteamiento de la situación” no tuvo lugar en un búnker, en el que la bomba del conde Stauffenberg habría acabado con la vida de todos los presentes, sino en una frágil cabaña de madera. Consideró que el hecho de que saliera con vida aun habiendo “estallado la bomba a unos cuantos metros de distancia de mí”, como se jactaba a menudo, había sido obra de la Providencia: la Providencia seguía necesitándole, de lo contrario lo habría dejado morir. La providencia de Hitler no era el Dios de los cristianos ni el de cualquier otra religión conocida: era exclusivamente su Dios. ¿Qué pensaría, pues, tres cuartos de año más tarde, como prisionero del búnker de la Cancillería del Reich en Berlín? ¿Qué se preguntaría? ¿Acaso que la Providencia lo había salvado para llegar a vivir este final? No pensaba nada, excepto que el pueblo alemán no se había mostrado digno de él y que merecía su destino.