La Unión Europea (UE) no solo es necesaria, sino que debe profundizar su integración en muchos sentidos: necesita más puesta en común de recursos y decisiones. Sin embargo, no está a la altura de las circunstancias. ¿Federalismo? Suena bien, pero no es realizable. Antes será república. En algunos ámbitos se ha avanzado respecto a las visiones de quienes propugnaban la integración entre las dos guerras mundiales o al final de la segunda; en otros, ni siquiera se ha llegado.
¿Por qué Europa no acaba de funcionar?
La ampliación de la UE –no solo hacia el Este, sino también hacia los países ricos de la EFTA– se hizo sin prever sus consecuencias sobre la cohesión interna. Hubiera sido más sensato atender la propuesta de Mitterrand de una Confederación Europea que acogiera a los aspirantes sin integrarlos plenamente hasta que estuvieran preparados política, psicológica y económicamente. Pero Alemania, la gran beneficiada junto con los nuevos miembros –su hinterland industrial y geopolítico– tenía prisa.
Años después, en 2022, sobre aquella idea se creó la Comunidad Política Europea (CPE), un foro más amplio que reúne no solo a los miembros de la UE y a los candidatos –que, pese a todo, siguen agolpándose para entrar– sino también a países vecinos como Reino Unido, Noruega, Suiza, Turquía o Armenia. Demasiado poco y demasiado tarde. La CPE no está dando los frutos esperados, aunque con mayor ambición podría hacerlo. No tiene sentido que países como Georgia o Ucrania esperen durante años. Quizá una antesala participativa serviría más que unos ingresos parciales y frustrantes.
El problema para la UE no son solo los nuevos socios, a menudo poco europeístas. Muchos se han incorporado por conveniencia, deseosos de recuperar soberanía tras la impronta soviética, sin querer compartirla con Bruselas. Ya se advirtió. Pero también fallan los miembros antiguos, incluso algunos fundadores, en los que ha resurgido un soberanismo nacional cada vez más acentuado con el auge de las extremas derechas. Y qué decir del Reino Unido: su entrada en 1973 frenó las ansias de integración política, y su salida, con el Brexit, no las ha reavivado. Los Estados miembros están divididos entre sí y, además, internamente. En el fondo, la UE no se ha recuperado de la doble crisis de confianza: primero la de 2008, con las políticas de austeridad, y después el Brexit de 2016, con un Reino Unido convertido en vasallo de Estados Unidos desde la frustrada crisis de Suez de 1956.
Hacer política exterior a veintisiete y por unanimidad es casi imposible. Las historias, culturas geopolíticas y geografías son demasiado distintas. Y la política exterior es uno de los últimos peldaños de soberanía compartida –tras la moneda; la defensa es el último–. Se ha visto con la guerra de Gaza y el reconocimiento de Palestina: más de la mitad de los Estados europeos, e incluso el Reino Unido, han dado el paso, pero Alemania no se atreve por el peso de su pasado. Europa se ha mostrado débil y dividida. Quizá se una en torno al plan de “paz” impulsado por Trump, demasiado impreciso e incompleto.
Tampoco hay unanimidad sobre Ucrania. Europa se implicó –primero indirectamente, luego cada vez más– empujada por Estados Unidos, sabiendo que no podía ganar la guerra, pero tampoco permitirse perderla. Una fuerza europea común difícilmente será aceptada por Moscú. Si la guerra escala, los europeos tendrán que implicarse directamente y dependerán del apoyo de Washington. Si el plan para Gaza prospera y Hamás coopera, Trump podría tener las manos libres para llegar a un acuerdo con Putin sobre Ucrania que deje a Europa en mala posición.
Crisis de liderazgo
Europa padece un serio problema de liderazgo. Los que acudieron recientemente en comitiva a Washington –Macron, Mertz, Starmer, Stubb, von der Leyen y Rutte– no son líderes, ni europeos ni nacionales. Todos afrontan graves problemas internos. Tal vez la excepción sea Meloni, la primera ministra italiana, aunque no precisamente europeísta, como tampoco lo es Orbán o , posiblemente ahora con su regreso tras haber llegado en clara cabeza en las elecciones, el checo Andrej Babis. La crisis de liderazgo político en Europa es profunda, y se nota. Quizás el último dirigente con verdadera visión fue Kohl: cedió la moneda, pero impulsó la ampliación.
Tampoco es fácil hacer política industrial a 27, incluida la defensa. Europa debe responder con agilidad a las revoluciones militares en curso. La centralidad de los drones lo demuestra. El pulso entre Francia y Alemania por liderar el proyecto del Futuro Sistema Aéreo de Combate (FCAS) refleja la persistencia de los intereses nacionales. Berlín quiere “europeizar” su nueva política industrial, centrada en la defensa, tras exagerar las amenazas –híbridas– de una Rusia que, aunque con veleidades imperiales, se ve obligada a importar armas de Corea del Norte porque su industria no da abasto.
¿Se construirá realmente una Europa de la seguridad y la defensa, o más bien de la guerra, siguiendo la lógica del Pentágono? El empuje de Trump para aumentar el gasto militar europeo –hasta el 5% del PIB– buscaba vender material estadounidense. El más avanzado, sí, pero siempre con el “botón desactivador” en manos de Washington, algo que países como España han empezado a rechazar ante las amenazas que perciben desde el Sur. Aun así, las provocaciones de Putin están generando una cierta reacción unitaria, aunque las divisiones siguen predominando, como se vio en la reciente cumbre de Copenhague.
El vasallaje europeo hacia Estados Unidos viene de lejos, fruto de cierta desidia, y se ha hecho más evidente con Trump, que ha sabido explotar las debilidades europeas. Pero EEUU ha dejado de ser fiable, más aún con un presidente imprevisible. Los vasallos no pueden confiar en el señor, ni éste en ellos. Si el acuerdo sobre Gaza prospera, Trump ganará estatura y la UE la perderá. El nuevo acuerdo comercial entre ambos bloques ha evitado una guerra arancelaria, pero supone una “capitulación” del primer bloque económico mundial. A De Gaulle no se lo habrían hecho.
Tampoco hay plena unidad en materia migratoria ni en la proyección de valores. Europa ya no es un ejemplo para el llamado Sur global, que ve la historia con otros ojos. Aun así, sigue siendo un destino deseado por su libertad, su bienestar y su seguridad.
¿Qué hacer?
La nueva derecha, en ascenso, es euroescéptica. No busca más integración, sino revertir parte de lo logrado. Algunos, como Orbán, aprovechan la cuestión: critican Bruselas mientras se benefician de sus transferencias. Lo mínimo, hoy, es preservar lo que existe –el mercado único, el euro, la capacidad reguladora y las políticas comunes– y revisar aquellas que ya no sirven para impulsar otras que faltan.
Los informes de Draghi y Letta, con propuestas para la recuperación económica europea, fueron aplaudidos pero apenas aplicados. La gran operación eurokeynesiana de los fondos NextGenerationEU marcó un cambio respecto a la austeridad anterior, pero no ha tenido el efecto transformador esperado ni se ha ejecutado plenamente. Los países más ricos y austeros no quieren seguir por esa senda. De hecho, sus responsables financieros se reunieron recientemente en Viena para coordinar posiciones de cara a las próximas perspectivas financieras (2028-2034). Puede que haya más fondos para defensa, pero sin un giro revolucionario. El tribalismo –o nacionalismo– domina. Y, sin embargo, Europa necesita una inyección de inversión para competir en la nueva era tecnológica dominada por Estados Unidos y China. Tal vez los Estados aporten fondos, pero solo para sus propias industrias. El modelo chino gana terreno.
A finales de los noventa, Europa dominaba la telefonía móvil 2G con Nokia y otras empresas. Perdió ese liderazgo con la llegada del smartphone. El iPhone apareció en 2007, y desde entonces Europa se ha quedado atrás en la carrera por la inteligencia artificial, pese a contar con centros de investigación punteros. Faltan empresas de tamaño suficiente para competir con los gigantes estadounidenses y chinos.
Una excepción es la holandesa ASML, fabricante de herramientas para los chips más avanzados, cuyas exportaciones a China EEUU ha prohibido. Su reciente acuerdo para convertirse en el principal accionista de la start-up francesa Mistral, invirtiendo 1.300 millones de los 1.700 que la empresa prevé levantar, podría ayudar a reducir el retraso europeo en este sector estratégico. Aunque hará falta mucho más.
¿Será un nuevo éxito, como lo fue Airbus entre Alemania, Francia, España y Reino Unido, capaz de competir con Boeing y avanzar en el avión de combate del futuro? Quizá, si se supera la preponderancia de los intereses nacionales. Europa necesita más proyectos como Airbus: estratégicos, visionarios, de largo plazo y con unos pocos países dispuestos a liderar. Los demás seguirán. ¿Hacia una Europa Airbus, también en política y defensa? Sería diferente. Es diferente. Ya estamos en ella.

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