Movilización contra la corrupción en Lima, el 11 de julio. GETTY

¿Cuándo se pudrió el Perú?

Luis Pásara
 |  16 de julio de 2018

La pregunta retórica que Mario Vargas Llosa puso en boca de su personaje Santiago Zavala en el primer párrafo de Conversación en La Catedral –“¿En qué momento se jodió el Perú?”–, no solo se ha hecho internacional y aplicable a diversos países y múltiples situaciones. También es empleada por muchos que ni siquiera han leído al premio Nobel.

“Él era como el Perú”, piensa el protagonista de la novela, “se había jodido en algún momento”. Pero quizá lo que más importa es su razonamiento conclusivo: “El Perú jodido, piensa, Carlitos jodido, todos jodidos. Piensa: no hay solución”. Es lo que deben estar pensando muchos peruanos hoy, casi 50 años después de que se publicara la que acaso sea la novela de Vargas Llosa que mejor aborda el drama peruano.

La ocasión de retomar a Zavalita ha sido proporcionada este mes por la revelación de una serie de audios –instrumento que, junto a los vídeos, constituye el recurso preferencial en la política peruana desde hace dos décadas– en los que altas autoridades del sistema judicial trafican con nombramientos y sentencias. “Asegurar” el nombramiento de un fiscal requiere 10.000 dólares. Y, aunque no se conoce el precio, la absolución de un condenado a 30 años de prisión por violación de una menor es algo negociable por teléfono con un juez supremo. El presidente de la Corte Suprema acuerda por teléfono reunirse discretamente con la líder de la oposición, Keiko Fujimori, pese a que en la sala que preside se ventilan asuntos penales en los que está implicada. El asunto es tan grave que sugiere reformular la pregunta clásica, para estar en condiciones de dar el salto de la ficción a la realidad: ¿Cuándo se pudrió el Perú?

Con tantos expresidentes envueltos en expedientes judiciales –Alberto Fujimori indultado, pero procesado por un caso de asesinatos y desapariciones forzadas; Alejandro Toledo con orden de extradición en trámite internacional, Ollanta Humala en libertad bajo cargos, Alan García y Pedro Pablo Kuczynski con procesos de investigación abiertos–, es muy alta la tentación de atribuirles el origen de la actual metástasis. Incluso resulta tentador remontarse a las redes de corrupción que administró el consejero presidencial de Fujimori, Vladimiro Montesinos, en la década de los noventa.

No obstante, cualquier respuesta que remita al pasado inmediato puede estar descaminada. En los últimos años del siglo XIX, Manuel González Prada detectó la putrefacción y escribió: “el Perú es organismo enfermo: donde se aplica el dedo, brota pus”, premisa sobre la cual propuso una refundación drástica del país: “La lepra no se cura con guante blanco”. Fundador de una tradición radical en Perú, no tuvo éxito, incluso tras ser adoptado como maestro por el APRA y Víctor Raúl Haya de la Torre, que finalmente prefirió la domesticación a la rebeldía. Se ha descrito a Manuel González Prada como inspirador de un modo de ver el país cuyo último representante notorio fue Abimael Guzmán, líder de Sendero Luminoso.

El país se ha visto penetrado por la corrupción desde hace siglos, no décadas, según documentó el historiador Alfonso Quiroz. No obstante, en los últimos años han ocurrido dos variaciones importantes. La primera es la generalización del fenómeno; la segunda es su normalización mediante la aceptación social, entusiasta o simplemente resignada.

La generalización ha sido posible mediante la construcción de un sistema de redes inestables que reparten favores y prebendas, administran castigos –en el extremo, a cargo de sicarios– y en definitiva son casi indispensables para obtener un servicio público o privado y para que un derecho ciudadano sea reconocido. El “a quién conoces” –que en el país siempre tuvo importancia singular– ha pasado a ser “cuánto hay que pagar” para ser beneficiado por decisiones de poca o mucha monta.

El sistema no es propiamente mafioso. Primero, porque no hay capos al frente; surgen coordinadores de circunstancia en cada lugar institucional y para cada ocasión. Segundo, porque está integrado por unidades que se eslabonan versátilmente: hoy se es “socio” de alguien que mañana puede estar en el lado opuesto de otro negocio. De particular interés en esto resultan las conexiones políticas de las redes, que son por completo variables, guiadas solo por el más recio pragmatismo: para este asunto se puede establecer un vínculo con este grupo, para este otro conviene relacionarse con uno distinto.

El Congreso se ha convertido en un mercado de estos intercambios. Que mantiene el rasgo de la inestabilidad oportunista de las relaciones, pese a que hayan llegado a él “representantes orgánicos” de grupos de intereses ilícitos, entre los cuales los más benignos son los de universidades privadas que expiden títulos sin exigencia alguna, los de malevolencia intermedia pertenecen a la minería ilegal, y los peores defienden actividades como el tráfico de drogas y la trata de personas. Muchos “padres de la patria” han sido denunciados por delitos que llenan buena parte del Código Penal. Sin embargo, sus redes los desembarazan de cualquier dificultad.

Hace algún tiempo, debido a intereses varios, se promocionó la idea de que el problema residía en “la informalidad”, haciéndola equivaler a la ilegalidad. La clave para reorganizar el país –se decía– residía en facilitar la formalización de las actividades informales. Se perdió de vista que informalidad y formalidad están íntimamente conectadas por circuitos económicos en los que se complementan. Por cierto, los actores de ambas economías recurren –en ocasiones, de la mano– a las redes para lograr sus objetivos.

El desarrollo de este proceso, a modo de una gangrena, descompuso primero comportamientos y relaciones, y terminó generando violencia social y política. Los impresionantes casos de violencia contra la mujer que Perú presencia en esta época –las noticias sobre mujeres quemadas o golpeadas hasta morir se han hecho cotidianas– son el ejemplo más expresivo de esta tendencia degenerativa. Pero lo que ha saltado a la luz en estos días acerca de las autoridades del sistema de justicia prueba que la metástasis ha llegado a las instituciones.

El 11 de julio, tras conocerse los tres primeros audios del escándalo judicial, se produjo casi espontáneamente una movilización. Resurgió en Lima el ya clásico “Que se vayan todos”. El gobierno de Martín Vizcarra reaccionó con rapidez y echó mano a un recurso algo desgastado: nombrar una comisión, que en este caso debe proponer ¡en 12 días! medidas encaminadas a lograr una reforma integral del sistema de justicia. Pese a las cualidades de los siete integrantes designados, es de temer que el impacto efectivo de su trabajo sea limitado. Lo probable es que esta enésima comisión sobre la justicia –la primera fue nombrada hace casi 50 años– entregue un informe y unas propuestas destinadas a algún archivo. Esto ha ocurrido demasiadas veces.

La indignación ciudadana que los escándalos han reavivado –y que varias renuncias y una primera detención no han aplacado– es el marco en el que Perú se encamina a conmemorar, el 28 de julio, el 197 aniversario de su independencia. En el amargo trance actual, los peruanos intentan aferrarse a algo que devuelva valor al país y haga recobrar sentido a la expresión colonial “Vale un Perú”. Pero algo que sea actual –es decir, no los incas o Macu Picchu–, sea la calidad de su comida o, más recientemente, el rendimiento de su selección de fútbol en Rusia, con un equipo constituido casi íntegramente por jugadores que se han ido al extranjero para tener reconocimiento y éxito.

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