Manifestantes en Lima, Perú, en protesta contra el indulto concedido por el presidente peruano Pedro Pablo Kuczynski al expresidente Alberto Fujimori. GETTY

El fantasma político del “Que se vayan todos”

Luis Pásara
 |  5 de abril de 2018

Un fantasma recorre el mundo de los países que eligen a sus gobernantes: el rechazo a las dirigencias políticas, esto es, el desagrado con quienes según supone la teoría de la democracia son libremente elegidos por los ciudadanos para conducir los asuntos públicos. El último ejemplo es el de Perú, donde a partir de las denuncias de diversos actos de corrupción, amplificados por la encarnizada oposición del fujimorismo, el presidente, Pedro Pablo Kuczynski, debió dejar el cargo. La sucesión, rigurosamente apegada al marco constitucional, ha llevado a la presidencia a Martín Vizcarra, que ha debido asumir el cargo en marzo escuchando gritos de “Que se vayan todos”, expresión que se ha voceado en varios países de la región.

Desde que se llamó “crisis de representación” a esta distancia ya hecha crónica entre electores y elegidos, se ha ideado nuevos términos –menos que conceptos propiamente– para aludir al fenómeno, abordándolo desde el reconocimiento de un “malestar con la democracia” hasta producir la etiqueta de la “desafección de la política”. Pero, rebautizada varias veces la tendencia y clasificada como “línea de investigación” disponible a los politólogos, el fenómeno en sí, y sus consecuencias, reciben una atención insuficiente.

Los analistas prefieren entretenerse con las posibilidades de un impeachment a Trump basado en su revuelta vida sexual, especular sobre las posibilidades de que, en España, Ciudadanos dé el sorpasso electoral al Partido Popular, o acertar en la predicción del posible ganador en la siguiente elección en Brasil, México o cualquier otro país. En esas discusiones, la “desafección” ciudadana parece quedarse como un componente menor del mobiliario de una escena en la que, por encima de otras prioridades, los políticos se acusan mutuamente de corrupción para ganar algunos votos o consolidar aquellos con los que cuentan. El “Que se vayan todos” irrumpe periódicamente en el paisaje político pero más para la foto de primera plana en los diarios que como motivo de análisis profundo acerca de lo que está pasando con la política y con la vida democrática en los países donde podemos votar.

Acaso hay quien tema que al abordar este asunto, que puede considerarse tema-límite para la democracia, se la pone en tela de juicio o, peor aún, se corre el riesgo de apertrechar de argumentos a sus enemigos. Pero enfrentar las enfermedades de la democracia no consiste en ponerlas debajo de la alfombra y seguir tomando copas a bordo de un Titanic cuyos pasajeros imaginan con tranquilo optimismo que, habiendo dejado atrás puertos autoritarios hace relativamente poco, se encuentra lejos de encarar un iceberg fatídico. Porque así como un gobernante necesita de cierto consenso para ejercer el poder, un régimen político no puede perdurar si los ciudadanos creen que es inútil o prescindible, volviéndose indiferentes al sistema que los rija, que en cierta medida es lo que está ocurriendo.

Al parecer, ignoramos por decisión propia lo que revelan y anuncian gobiernos como el de Duterte en Filipinas, los de Hungría y Polonia en Europa y el mantenimiento del régimen chavista en Venezuela, bajo el rostro nada amable de Maduro. Todos ellos son gobiernos elegidos y, en diversos grados, autoritarios, para los que acaba de acuñarse el condescendiente término de “democracias iliberales”. De manera similar a la elección de Trump en Estados Unidos, que esos gobiernos cuenten con determinado respaldo popular es una señal de alarma porque da cuenta del malestar con la política y –no es mucho suponer– con la democracia.

El Latinobarómetro mide anualmente el nivel de satisfacción con la democracia en la región. En 2009 se consideraban satisfechos con la democracia el 44% de los entrevistados, porcentaje que bajó en 2015 al 37% y cayó al 30% en 2017. Según la misma fuente, la identificación con la frase “La democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno” pasó del 61% de respaldo en 2010 al 56% en 2015% y, manteniendo la tendencia en caída, llegó al 53% en 2017. En este último año, uno de cada cuatro entrevistados (25%) se declaró indiferente respecto del asunto.

 

 

El Barómetro de las Américas, de LAPOP, ofrece cifras diferentes pero sus resultados para la región son en definitiva similares. Esto es, el “apoyo a la democracia” descendió notablemente desde el 69,8% en 2008 al 57,8% en el informe 2016-17, y el “orgullo de vivir bajo el sistema político” existente pasó del 52,5% en 2010 a algo menos de la mitad de los entrevistados, 48,2%, en 2016-17.

 

El caso español

Cierta pérdida de entusiasmo ciudadano respecto de la democracia no es propia solo de América Latina. Puede tomarse el caso de España, donde la protección del Estado del bienestar atemperó hasta cierto punto la dura crisis económica iniciada en 2008, pero en estos días se exhibe la incapacidad del sistema democrático para resolver la situación catalana. Las encuestas mensuales de opinión pública que realiza el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) indagan periódicamente acerca de la opinión sobre la democracia. Entre 1996 y 2006 la frase “La democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno” fue escogida por más del 80% de los encuestados, que alcanzaron su punto más alto en octubre de 2003 al sumar el 84,8%. Entre 2007 y 2013, periodo que corresponde a los mayores efectos de la crisis económica, las respuestas no volvieron a llegar al 80% y en noviembre de 2013 correspondieron a tres de cada cuatro encuestados (75%). No obstante, las dos encuestas realizadas en 2017 que incluyeron la pregunta volvieron a encontrar porcentajes de 85,1% y 83,3%. De idéntica forma a la empleada por el Latinobarómentro, la segunda opción para responder la pregunta afirmaba “En algunas circunstancias, un gobierno autoritario puede ser preferible a uno democrático” y la adhesión a ella no creció en la medida en la que disminuyó la afirmación democrática; sus puntos más altos (8,1% y 8,4%) se obtuvieron en 1996 y 1997. En cambio, la tercera opción (“A la gente como yo, nos da lo mismo un régimen democrático que uno no democrático”), que muestra en puridad la “desafección de la política”, sí creció en los últimos diez años. Esta respuesta recaudó apenas el 3,4% de la opinión en junio de 1997 pero, con altibajos, llegó al 12,3% en noviembre de 2012, pese a que el bipartidismo tradicional ya había sido roto por la importante irrupción de dos nuevos partidos políticos que podrían haber aportado una renovación del sistema.

 

 

Sin embargo, la significación de la desafección no parece comprometer la voluntad ciudadana de participar electoralmente, siendo así que en España votar no es obligatorio. El CIS indagó la intención de votar y los datos resultantes entre 2015 y 2018 oscilan entre el 10 y el 15% de electores que, en su día, no piensan votar. Estos resultados no pueden compararse con los del conjunto de América Latina, debido a que en países como Colombia no existe obligación alguna de votar, mientras que en otros como Perú no concurrir a la elección acarrea una especie de parálisis en el ejercicio de derechos ciudadanos hasta que se pague una multa. Esta diferencia normativa hace que las cifras de participación y abstención no sean comparables para toda la región y, menos aún, con Estados Unidos o España.

 

 

De la indefensión a la indiferencia o a la “mano dura”

Los ciudadanos de un lado y otro del mundo sienten que son víctimas de agravios y que están sujetos a amenazas ante a las que el régimen democrático realmente existente no les protege. A los efectos de la globalización en el empleo vienen a sumarse en un futuro inmediato las consecuencias de la utilización de la inteligencia artificial; en el nuevo marco resultan damnificados no solo el porcentaje de población empleada, sino las condiciones laborales, que actualmente configuran la precariedad laboral. Mientras la desigualdad crece en las sociedades más prósperas, los servicios básicos están sujetos a recortes, cuando no a las impiadosas leyes del mercado. Con la exitosa expansión de mafias dedicadas a todos los tráficos, la seguridad ciudadana decrece en muchos países al tiempo que los políticos participan de casos de megacorrupción. Todos hablamos con preocupación del medioambiente pero los gobiernos no adoptan medidas para contener la degradación del planeta porque contrariarían así a sus verdaderos mandantes, los que pagan sus campañas políticas y los sobornan generosamente.

El poder efectivo parece no descansar en aquellos a los que periódicamente designamos para hacerse cargo de la cosa pública, sino en esos otros actores que no necesitan votar para lograr todo lo que quieren. Esa vieja limitación de la democracia no ha sido resuelta. El ciudadano medio no entiende de algoritmos ni sigue en detalle las investigaciones de rastros como los que dejaron los wikileaks, pero probablemente está llegando a la conclusión de que elegir a sus representantes no sirve para resolver sus problemas, angustias y temores. Al tiempo que crece el sector de indiferentes respecto al régimen de gobierno, del sentimiento de indefensión surgen los votantes de Trump o de Bolsonaro, con la esperanza puesta en que las peores formas de mano dura tengan capacidad para resolver algo en una situación global cada vez más amenazante.

Probablemente, la visión de nuestro ciudadano promedio sobre la democracia no sea demasiado elaborada pero, conforme muestra el gráfico a continuación, entre los latinoamericanos el aprecio de la democracia está disminuyendo mientras crece el sector de quienes no ven en el régimen democrático ventajas respecto de uno autoritario.

 

 

En Perú, un nuevo gobierno

Vizcarra empezó en abril un gobierno que ha tomado distancia de su predecesor y está integrado por ministros con experiencia en la gestión pública pero sin un perfil político claro; la excepción es el ministro de Justicia, Salvador Heresi, quien registra antecedentes de vinculación con autoridades condenadas por corrupción. Es probable que, dividido el fujimorismo en el Congreso e instalado el nuevo presidente debido a la inminencia de una declaración de vacancia dispuesta en sede parlamentaria, las relaciones entre los poderes ejecutivo y legislativo conozcan un periodo de paz que Kuczynski no tuvo.

El nuevo gobierno tiene por delante cuarenta meses de mandato presidencial para demostrar (o no) que es posible un gobierno democráticamente elegido que atienda la insatisfacción ciudadana, sin corrupción y sin mano dura. La meta es muy alta y su responsabilidad también. Un fracaso más de la democracia peruana recortaría ese 45% que según Latinobarómetro respaldaba en 2017 a la democracia.

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