La vida y la obra de los dos gigantes del pensamiento español de nuestro siglo estuvieron presididas por una misma pasión, un mismo amor, un mismo dolor: España. Ambos recogieron una preocupación secular sobre el ser y la decadencia histórica nacional que había confluido en la algo patética literatura regeneracionista de fin de siglo.
Tanto Unamuno como Ortega, aunque desde perspectivas divergentes, si no antagónicas, contribuyeron a propagar el mito de la “excepcionalidad” española que hoy sería tal vez necesario revisar. Desde los comienzos de su temprana actividad pública late en la obra de Ortega la preocupación por el problema de España. En la introducción a su primer libro Meditaciones del Quijote (1914), expresa con estas palabras su finalidad patriótica: “Pretexto y llamamiento a una amplia colaboración ideológica sobre los temas nacionales, nada más”. Y más adelante, después de negar la España caduca y afirmar la nueva España pujante, concluye: “Por eso si se penetrara hasta las más íntimas y personales meditaciones nuestras, se nos sorprendería haciendo con los más humildes rayos de nuestra alma experimentos de nueva España”.
Pero dos años antes, en 1912, había aparecido, en forma de capítulos sueltos en la revista La España moderna, el gran libro de Unamuno Del sentimiento trágico de la vida. En él manifiesta el vasco descomunal su desdén hacia la literatura regeneracionista y, especialmente y sin citar, hacía Ortega. España ha sido para Unamuno la gran calumniada por haber acaudillado la contrarreforma, por haberse sustraído al extravío de la modernidad y haber permanecido fiel a su tradición eterna, a su espiritualidad, por haber conservado su alma medieval. Allí Unamuno propone su interpretación espiritualista y religiosa del Quijote y reivindica nuestra mística frente a la descarriada filosofía moderna:
“Hay que saber ponerse en ridículo, y no sólo ante los demás, sino ante…
