Aunque nací y me eduqué en Moscú, volví en julio de 1989, tras dieciséis años de ausencia, esta vez como periodista francesa. Este desdoblamiento de personalidad provocó en mí una singular visión de esta ciudad y de la vida en la URSS en su conjunto. Por una parte, mantenía vínculos muy estrechos con las personas, una complicidad profunda que me permitió entablar discusiones francas y confidenciales; por otra parte, tenía la perspectiva suficiente y la curiosidad del occidental que visita un país atrasado.
La penuria de las tiendas de alimentación moscovitas apenas tiene parangón en el mundo. Durante toda una mañana visité diversos establecimientos del centro de Moscú, en la zona que se extiende entre la plaza Smolenska y la plaza Vosstaniîa, en la que se encuentra el Ministerio de Asuntos Exteriores o la Embajada de los Estados Unidos. En las panaderías y pastelerías no había pasteles, ni tartas, ni chocolates o caramelos; tan sólo pan y una o dos clases de pastelillos de aspecto detestable. En las fruterías no encontré en pleno verano ninguna variedad de fruta fresca, ni siquiera frutos secos. Por lo que respecta a las legumbres y verduras, la oferta se limitaba a las patatas, cebollas, berzas y tomates. Aparte de los pimientos escabechados en botes de tres litros, no se encuentra ninguna otra conserva de frutas o verduras. Por último, en los comercios de alimentación general, que incluyen secciones de carne, productos lácteos y pescado, pude contar en total una veintena de productos diferentes entre los que se podría citar la sal, la “grasa vegetal”, el “pan ácimo dietético” y los guisantes pelados de segunda categoría. En una de estas tiendas, un gran letrero anunciaba que se aceptarían los bonos para el azúcar del mes de julio a partir del 20 de junio. Como era…

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