La historia no se repite, pero a veces vuelve sobre sus pasos. Los grandes problemas no resueltos o mal resueltos en el pasado suelen vengarse como en la tragedia griega y reaparecer agravados. Esta lección de antigua sabiduría es la que Europa está teniendo que aprender ahora a trompicones. El viejo continente se ve acosado por dos antiguos problemas que había encarado y resuelto mal en los años cincuenta del siglo pasado: la autonomía militar europea y la dependencia morbosa de Estados Unidos.
El reencuentro con estos viejos amigos tiene lugar en el peor momento. Sin haber terminado aún de salir de su torpor estratégico, la Unión Europea asiste perpleja al cierre del paréntesis histórico de 80 años en el que había nacido y florecido, al amparo del régimen bipolar americano-soviético y del régimen unipolar americano. La geopolítica se retrotrae a los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial, y sorprende a Europa enfrentada al mismo tiempo a Rusia y a Estados Unidos, al recrudecimiento de la amenaza heredada de la Guerra Fría y en pugna con la potencia que había asegurado hasta ahora su defensa.
Los dos problemas habían sido abordados en los años de gestación de la integración europea. La Comunidad Europea de Defensa (CED) de 1954, como antecedente de los dispersos esfuerzos actuales por dotar a Europa de autonomía militar, y la crisis de Suez de 1956, como precedente del pulso actual con Estados Unidos, son episodios que conviene revisitar porque arrojan luz sobre los dilemas a los que Europa está teniendo que hacer frente de nuevo.
La Comunidad Europea de Defensa
La Comunidad Europea de Defensa no formaba parte de los planes de Jean Monnet y Robert Schuman. Nació como respuesta de urgencia a la necesidad imprevista impuesta por los cambios en el tablero geopolítico: la guerra de Corea y el “pivot” de Estados Unidos hacia el Sudeste Asiático (como se ve, constantes estratégicas que perduran a través del tiempo). En el proyecto de Jean Monnet, la integración de la defensa sería una tarea que abordar en su caso en un futuro lejano, una vez que la dinámica de la integración económica hubiera desarrollado suficientemente las “solidaridades de hecho” que debían servir de fundamento. En su enfoque funcional, la solidaridad económica debería llevar a la solidaridad política y ésta a su vez a la solidaridad en la defensa. Conviene subrayar que el establecimiento de la CED obligó a contemplar el lanzamiento simultáneo de la nonata Comunidad Política Europea como sombrero institucional indispensable.
Los hombres proponen y el azar de la historia dispone. Cuando aún no se había terminado de constituir la Comunidad Europea del Carbón y el Acero (CECA), el estallido de la guerra de Corea en 1950 vino a alterar los planes. Los americanos, en nombre del reparto de cargas entre aliados (otra constante en la relación trasatlántica), exigieron el rearme de Alemania para reforzar el flanco oriental de Europa mientras ellos se concentraban en el Sudeste Asiático.
El rearme alemán, a los cinco años de concluida la Segunda Guerra Mundial, era anatema para los franceses. Para cuadrar el círculo, Monnet tuvo la idea de europeizar el rearme alemán enmarcándolo en el proceso de integración europea. El objetivo último es que no hubiera de nuevo un Estado Mayor alemán. Monnet consiguió convencer a unos (los suyos) y otros (Dwight Eisenhower, entonces comandante en jefe de las fuerzas aliadas). La fórmula de Monnet inspiró el Plan Pleven, del nombre del primer ministro francés y se concretó en el Tratado constitutivo de la Comunidad Europea de Defensa. El proyecto había suscitado vivas resistencias a diestra y siniestra. El general Charles de Gaulle (cuyo legado se invoca precisamente ahora) lo tildaría de “proyecto artificioso de un sedicente ejército europeo”; el líder socialdemócrata alemán, Kurt Schumacher, de “legión extranjera francesa”. Tras haber sido ratificado por los demás países, el Tratado naufragaría irónicamente en la Asamblea Nacional francesa en 1954.
La CED era un proyecto de naturaleza federal, concebido a semejanza de la CECA y su estructura institucional. Estipulaba la creación de un único ejército europeo, integrado por unidades nacionales al nivel más bajo posible, con una estructura de mandos y un presupuesto únicos. Quedaba eso sí sometida a la cadena de mando de la OTAN.
«La Comunidad Europea de Defensa estipulaba la creación de un único ejército, integrado por unidades nacionales de nivel bajo, con mandos y presupuesto únicos»
Al fracasar la CED, Alemania se integraría directamente en la OTAN. Como solución de recambio se optó por reformar los Acuerdos de Bruselas para crear la Unión Europea Occidental. La UEO languideció pronto para reanimarse en los años ochenta, hasta ser formalmente disuelta en 2010 absorbida por la PESD. Sic transeunt –hasta ahora– los proyectos europeos de defensa.
La experiencia truncada de la CED encierra algunas lecciones que conviene refrescar:
1.– El impacto del contexto geopolítico. Hemos visto cómo la guerra de Corea se entrometió en los planes de integración y obligó a sacar de la chistera la propuesta de creación de la CED. El fin de la guerra y la muerte de Stalin en 1953 debilitaron su sentido de urgencia. Como se verá más adelante, el fiasco europeo en Suez en 1956 propulsará la firma del Tratado de Roma y el lanzamiento de la Comunidad Económica Europea. El Acta Única de 1986, que reforzaba la coordinación de las políticas exteriores de los Estados miembros (Cooperación Política Europea), y el Tratado de Maastricht de 1993, que pone en marcha la Política Exterior y de Seguridad y Común, fueron impulsados por los cambios geopolíticos inducidos por la distensión y el fin de la Guerra Fría.
Resulta evidente en los avatares de la integración europea que la construcción interior no ha podido nunca aislarse de las variaciones del entorno exterior. La presión de la geopolítica ha tenido, y es de esperar que siga teniendo, el beneficio colateral de estimular la integración. Paul-Henri Spaak bromeaba con erigir una estatua a Stalin, Louis Armand a Nasser. Ayer lo dirían de Putin, hoy de Trump.
2.– El factor de las sensibilidades nacionales. El proyecto más ambicioso acometido por Europa sucumbió ante la pervivencia de los recelos franceses frente a Alemania (y en el caso del general De Gaulle también frente a Estados Unidos). ¿El síndrome de soledad estratégica frente a Alemania que padece Francia desde 1870 es enteramente cosa del pasado? Jacques Attali, antiguo consejero de François Mitterrand y presidente del Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo (BERD), nos sorprendió cuando tituló la entrada en su blog, tras la decisión alemana de optar por el sistema americano de defensa antimisiles sin concertarse con Francia, “La guerra entre Francia y Alemania vuelve a ser posible”. Francia tiene soberanía estratégica pero no tiene soberanía económica. Alemania tiene soberanía económica pero no tiene soberanía estratégica. La única solución, concluía Attali, es la creación de un ejército europeo (de nuevo). Nunca hay que olvidar que las capitales decisivas para avanzar en la defensa europea no son Londres ni Varsovia, sino París y Berlín y el buen entendimiento entre ambas.
La CED agrupaba a los países de la antigua Lotaringia, el núcleo histórico de los seis socios fundadores de la construcción europea. Se asentaba en un substrato de elevada cohesión y baja heterogeneidad. Con las sucesivas ampliaciones de la UE, la cohesión ha ido disminuyendo y la heterogeneidad aumentando. Conviene recordarlo, porque estos son los cimientos sobre los que habrá que construir ahora.
3.– La percepción de la amenaza es una variable clave a la hora de decidir la asignación de recursos presupuestarios a la defensa. El gasto militar de los países OTAN se situó por encima del 3% durante la Guerra Fría y por debajo del 2% al término de ésta (los dividendos de la paz). La amenaza del Pacto de Varsovia se percibía como absoluta. La amenaza que representan hoy Rusia o China es de otra entidad. Los dos países son capitalistas, con características rusas o chinas, lo que elimina uno de los vectores clave de la amenaza de la Guerra Fría. Las diferencias de régimen político han perdido la relevancia que tenían en el orden binario de entonces. A Rusia se le atribuyen afanes expansionistas, pero eso no debe hacernos olvidar que los que se han estado expandiendo sin cesar desde 1991 han sido la OTAN y la propia UE.
Un estudioso clásico de la política exterior americana, John Stoessinger, dividía a los políticos de su país en cruzados y pragmáticos. El papel de pragmáticos parece corresponder hoy a los americanos y el de cruzados a los europeos. Los americanos estarían dejando atrás la mentalidad de Guerra Fría en la que los europeos parecen seguir inmersos.
La percepción de la amenaza rusa podría irse modulando con el tiempo en función, entre otros factores, de la marcha de las relaciones entre Washington y Moscú y un eventual acuerdo de paz sobre Ucrania. El riesgo que plantea Rusia puede proporcionar un acicate inicial para abordar el problema pendiente de la autonomía militar europea, pero es menos probable que pueda servir de cimiento suficiente para galvanizar a largo plazo un esfuerzo sostenido de defensa.
Una ley de hierro de la defensa europea estipula que su progreso depende del estado de las relaciones de Bruselas con Washington y Moscú. Para avanzar necesita llevarse mal con uno de los dos polos. No se activa en un contexto de buenas relaciones con los dos. El escenario de mala relación simultánea con ambos no ha sido hasta ahora testado. La prudencia aconsejaría tascar el freno y tratar de preservar en lo posible la relación con Washington en el período de transición (la defensa europea necesitará una década para consolidarse). La sabiduría aconsejaría también abrir en cuanto las circunstancias lo permitan un diálogo insoslayable con Moscú.
4.– El papel de Estados Unidos. Como apuntaba Joseph Joffe, el gran federador de Europa, no ha sido Stalin, ni Nasser, ni Putin ni Trump. Ha sido Estados Unidos, actuando no por altruismo sino porque convenía a sus intereses estratégicos en la pugna existencial con la Unión Soviética, intereses que ahora se están desplazando al Pacífico. Estados Unidos ha desempeñado hasta ahora dos funciones esenciales en Europa, como garantía de seguridad y como estabilizador de los equilibrios internos y las tensiones históricas en el continente.
La Unión Europea nació como proyecto de paz, porque de la guerra se ocupaba Estados Unidos. Con una lógica fundacional de suma positiva en las antípodas de la política de poder y la lógica geopolítica de suma cero. ¿Sin Estados Unidos, tendría que convertirse en un proyecto de guerra? Esta es una de las graves cuestiones de las que pende el futuro de Europa. Habrá que ver si es capaz de desarrollar su dimensión de defensa sin traicionar su vocación fundacional.
Estados Unidos posee la última ratio, un arsenal nuclear sólo comparable al de Rusia, que ha extendido hasta ahora a Europa a través del artículo 5 del Tratado Atlántico. A Europa le falta el arma suprema. El arsenal nuclear francés (o el británico), que puede llegar a constituir el núcleo de la disuasión nuclear europea futura, no está concebido ni por tamaño ni por composición para dominar el control de la escalada frente al arsenal ruso.
Europa seguirá necesitando el respaldo nuclear americano frente a Rusia. Es por ello imprescindible planificar bien la transición hacia una defensa europea autónoma que siga contando con esa garantía, preferiblemente mediante la construcción, siempre diferida, del pilar europeo de la OTAN (europeizar la Alianza).
Suez 2.0.
El desencuentro actual entre Estados Unidos y Europa no es un hecho inédito en la historia de las relaciones trasatlánticas. En 1956, Francia y Reino Unido, como abanderados europeos, entraron en colisión con la Administración americana, en convergencia coyuntural de intereses con la Unión Soviética, por sus diferencias sobre la respuesta a dar a la decisión del líder egipcio Nasser de nacionalizar el Canal de Suez.
En noviembre de 1956, Francia y Reino Unido, en connivencia con Israel, decidieron oponerse militarmente a la nacionalización del Canal. Con el beneplácito de los otros miembros de la UEO, actuaron con el convencimiento de que tenían que defender por la fuerza el papel de Europa en el mundo. Eisenhower y Foster Dulles, su secretario de Estado, no querían aparecer a los ojos del mundo (el Sur Global) como protectores del colonialismo europeo, prioridad que primó sobre las exigencias de la política de contención con la Unión Soviética. En este choque de voluntades el desenlace fue rápido. A los cinco días de haber despachado la fuerza expedicionaria, el primer ministro británico, Anthony Eden, decidió dar marcha atrás ante la amenaza americana de dejar de respaldar a la libra esterlina en los mercados financieros. La operación, estratégicamente mal concebida, se frustró y se saldó con la humillación de Europa.
La crisis de Suez guarda semejanzas significativas con la crisis actual. Repetición de actores: de un lado Francia y Gran Bretaña liderando a Europa, del otro Estados Unidos y la Unión Soviética. La desavenencia con Estados Unidos, aliado coyuntural de la Unión Soviética, en torno a una cuestión de principio: defender las prerrogativas coloniales o promover la agenda de la descolonización en el primer caso. La discrepancia sobre cómo saldar la guerra de Ucrania en el caso presente.
La crisis de Suez tuvo consecuencias de largo alcance. La primera es que dejó claros los límites del poder de Europa en un escenario de confrontación con Estados Unidos. La segunda es que ahondó la subordinación de Europa en el juego de las relaciones trasatlánticas. De los tres modelos que estaban en liza en aquellos años para articularlas, la Comunidad Atlántica, que habría puesto a Europa en pie de igualdad con Estados Unidos, la estructura de doble pilar en la OTAN, que habría facilitado la paridad, y la arquitectura de seguridad jerarquizada, terminó triunfando ésta última. El sueño de una Europa como tercer polo en la escena global quedó desvanecido. La tercera consecuencia es que convenció a los europeos de la necesidad de seguir avanzando en el proyecto de integración económica. “Europa será nuestra venganza” había terciado Adenauer, y el Tratado de Roma sería la respuesta.
EEUU y la relación transatlántica
Al igual que Eisenhower en su día, Trump exige hoy, con estilo más desabrido, que Europa se haga cargo del gasto de su defensa. Aunque no se le reconozca, Trump sí podría tener un plan, una estrategia que quedaría velada bajo sus desconcertantes movimientos tácticos. La posibilidad de que tenga efectivamente un plan es algo que los europeos deberíamos tener en todo caso en cuenta.
Trump estará intentando responder a tres grandes retos que se ciernen sobre Estados Unidos: la crisis fiscal, la reorganización del orden post-hegemónico mundial y el cierre de la guerra de Ucrania. Las respuestas en los tres casos serían de graves consecuencias para Europa.
Estados Unidos se enfrenta a una crisis fiscal insostenible. La deuda se sitúa ya por encima del 120% y de seguir su curso llegaría al 172% en 2054 (Proyecciones presupuestarias del Congreso de Estados Unidos) . El servicio de la deuda supera ya el gasto del Pentágono. El déficit público ha rebasado el 6% y el déficit por cuenta corriente se acerca al 4%.
Mediante el Acuerdo Plaza de 1985, la Administración Reagan persuadió a sus principales socios comerciales (Alemania, Francia, Reino Unido y Japón) a devaluar sus monedas con el fin de frenar la apreciación del dólar y el déficit por cuenta corriente de la balanza de pagos (entonces en el 3,5%), invocando dos potentes argumentos: el poder financiero del dólar y las garantías de seguridad americanas.
La Administración Trump estaría considerando reeditar el Acuerdo Plaza con un nuevo Acuerdo Mar-a-Lago llamado a reordenar las finanzas globales y el comercio, un verdadero realineamiento de Bretton Woods. Los costes del imperio y los efectos perversos del dominio del dólar (el dilema de Triffin) estarían obligando a replantear los términos de la hegemonía americana. Stephen Miran, poco antes de ser designado presidente del Consejo de Asesores Económicos de la Casa Blanca, había escrito que “la raíz de los desequilibrios comerciales radica en la sobrevaloración persistente del dólar, que impide reequilibrar el comercio internacional, y esta sobrevaloración es impulsada por la demanda inelástica de los activos de reserva. A medida que crece el PIB, se vuelve cada vez más gravoso para Estados Unidos financiar la provisión de activos de reserva y el paraguas de defensa, provocando que los sectores manufacturero y comercial carguen con el peso de los costes”.
De acuerdo con este esquema, Estados Unidos intentaría persuadir a sus socios a canjear su tenencia de dólares y bonos a corto plazo por bonos perpetuos en dólares. Las andanadas arancelarias irían preparando el terreno. Para los autores del plan, se reduciría así la presión fiscal de Estados Unidos al tiempo que se mantendría el dominio del dólar. A los países se les colocaría en tres casillas: verde, roja y amarilla, o amigos, enemigos y neutrales. Los países en verde recibirían protección militar y alivio arancelario. Los amarillos podrían negociar acuerdos transaccionales. Un cambio en suma de la filosofía económica tan profundo como la revolución keynesiana o la neoliberal de los años ochenta. La aplicación del plan provocaría volatilidad e incluso una recesión que según sus autores podría ser positiva. El tiempo dirá si el plan es hacedero, pero en todo caso conviene tener presentes las ideas que lo animan como indicios de posibles escenarios de futuro.
Configuración post-hegemónica del orden internacional
Bajo el peso creciente del “gap de Lippmann”, el desajuste entre compromisos internacionales y recursos domésticos, la Administración Trump habría optado por reconocer la realidad multipolar del mundo y por asumir que la hegemonía unipolar americana tocaba a su fin. El unipolarismo se había exacerbado a finales de los años noventa, desatando guerras de elección, en Afganistán, en Irak, y a lo largo de Oriente Medio que habían agravado la hipoteca fiscal americana (Phil Gordon, asesor diplomático de Kamala Harris analizó implacablemente el desatino de esas intervenciones en su libro Losing the Long Game).
«Trump sí podría tener un plan, una estrategia que quedaría velada bajo sus desconcertantes movimientos tácticos»
Si al final de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos acaparaba el 50% del PIB mundial, hoy representa menos del 20%, y está por debajo de China en términos PPP, que son los que utilizan la CIA y el FMI para comparar economías. Trump no sufre la “dependencia del camino” (path dependency) y estaría dispuesto a reconocer que hay otros centros de poder en el mundo, cuyo concurso es necesario en una constelación multipolar o descentralizada. Vería el mundo como lo veía Franklin Delano Roosevelt en 1945, bajo la gerencia de un directorio de grandes potencias, cuyo modelo histórico sería el Concierto Europeo del siglo XIX. El directorio implica el reconocimiento de áreas de influencia. Antes de la Segunda Guerra Mundial, el globo era un área de influencia de Europa. A su término, el mundo se dividió en dos esferas de influencia, americana y soviética. A partir de 1991, el mundo entero se convirtió en esfera de influencia de Estados Unidos. A partir de ahora, el mundo se dividiría en varias esferas de influencia. Es de esperar, en esta hora de definición del nuevo orden, que Europa esté a la altura de su misión histórica y no se vea subsumida en un área de influencia de ajena.
Poner fin a la guerra de Ucrania
La pugna con Rusia en torno a Ucrania es un viejo proyecto americano. Formaba parte del currículo estratégico codificado en la Guerra Fría bajo la influencia de Ralph Mackinder y su concepción geopolítica de Eurasia como plataforma del dominio global. Resumiendo esa herencia doctrinal, Zbigniew Brzezinski sentenciaría en 1997 que sin Ucrania, Rusia no podría aspirar a ser gran potencia.
La política anti-hegemónica en Eurasia tenía coherencia estratégica en un contexto en el que Estados Unidos buscaba preservar su hegemonía global. Con ese objeto necesitaba evitar que surgieran aspirantes a la primacía en cualquiera de los hemisferios. En un contexto post-hegemónico, la estrategia euroasiática clásica perdería relevancia y entraría en contradicción con toda aproximación potencial a Rusia que tratara de abrir fisuras en su relación con China y permitiera concentrar los esfuerzos americanos en el teatro del Indo-Pacífico. Este propósito, dicho sea de paso, es poco plausible. Estados Unidos, Rusia y China juegan con tiempos muy distintos.
Trump y su equipo dan por sentenciada la guerra de Ucrania, a la que consideran un estorbo para sus planes globales, y están explorando estrategias de salida. Como señala el último informe de la comunidad de inteligencia americana sobre la evaluación anual de la amenaza, “la guerra de desgaste llevará a una erosión gradual pero sostenida de la posición de Kiev en el frente de batalla, con independencia de los intentos americanos o aliados de imponer nuevos y mayores costes a Moscú”.
Europa ha practicado, como opción por defecto, el seguidismo estratégico de Estados Unidos. Ahora Washington renuncia a su viejo objetivo en Ucrania, y la Unión Europea parece aspirar a proseguirlo, con la esperanza de mantener el apoyo americano. Si Trump llegara a concluir que las negociaciones de paz están abocadas al fracaso, podría sucumbir a la tentación de desentenderse del conflicto, repartiendo culpas entre unos y otros. Ese escenario plantearía de entrada una cuestión nada baladí: si con Estados Unidos se iba perdiendo en Ucrania, ¿cómo se podría ganar ahora sin ellos?
El viraje en la posición americana ha cogido a Europa a contrapié. Enfrenta de nuevo a la Unión Europea con los graves dilemas en torno a su autonomía defensiva y la relación con Estados Unidos que se han examinado en estas páginas a través de alguna de sus experiencias históricas.
