Las fuerzas de seguridad intervienen contra los manifestantes de la 'Generación Z', que protestaban por los continuos cortes de electricidad y agua, en Antananarivo, Madagascar, el 9 de octubre de 2025. GETTY.

Contra su futuro: jóvenes que arrasan el presente

Las protestas juveniles en muy diversas partes del Sur global están teniendo repercusiones más allá de las fronteras de los países donde se producen. Son protestas ante el presente, y, sobre todo, ante el futuro, ante la crisis de expectativas que se ha generado.
Andrés Ortega
 |  4 de noviembre de 2025

La rebelión de los más jóvenes en los países pobres es un fenómeno nuevo que está adquiriendo dimensiones globales y con consecuencias profundas. Ha llevado ya a la caída de varios gobiernos. La llamada Generación Z –en general, los nacidos entre 1997 y 2012, aunque no se trata de una delimitación exacta sino de vivencias compartidas desde cierta altura vital– está protestando en partes muy diversas del llamado Sur global, de Marruecos a Nepal, pasando por Indonesia, Madagascar o Perú.

Los del futuro, pues lo son, se hacen presentes justamente para protestar por ese porvenir que se les ofrece. También una parte importante de los Z occidentales está derivando hacia posiciones populistas y retrógradas: una señal de protesta que empieza a tener consecuencias. Son rebeliones de la ira, de enfadados, de frustrados.

La queja habitual es que sienten que van a vivir peor que sus padres, quienes experimentaron transformaciones muy rápidas, en general positivas. No vivirán peor en todos los aspectos –aunque algunos se tornan preocupantes, como el futuro de las pensiones o de la sanidad públicas–. Es, mas bien, una crisis de expectativas, con matices distintos según los países y sus condiciones. El mundo que se les prometía no es el que viven ni el que vislumbran en el horizonte. Tampoco desde la política se les ofrece hoy un mundo mejor.

En Madagascar, los jóvenes malgaches lograron la huida del presidente Andry Rajoelina, DJ y empresario, a quien la generación anterior había aupado al poder. Los generales han vuelto a asumir el control. En Nepal, vestidos de escolares, masas de jóvenes se alzaron contra la desigualdad, los nepo-chicos –hijos de la élite– y la corrupción de un régimen que, sacrilegio, les había cortado las redes sociales. No esperaban provocar la caída del régimen: no empezaron como revolucionarios, sino como rebeldes contra las oligarquías locales. En Marruecos, las protestas más importantes en dos o tres lustros, impulsadas por el movimiento GenZ 212, han acabado en violentas represiones con muertos.

Un elemento común: estos movimientos carecen de líderes reconocibles. No tienen cabeza. Y mientras no la tengan, no habrá asalto al poder, sino protesta contra el poder. Recuerdan al Movimiento 15M en la España de 2011 o a los diversos Occupy de entonces. Tampoco tenían líderes. En España, algunos vieron su potencial, y de ahí surgió después Podemos, que muchos no anticiparon y que, a la postre, se malogró justamente por problemas de liderazgo. Ya es otra generación.

Estos movimientos son fuerzas líquidas, aguas que adquieren fuerza al enfrentarse a corrientes más poderosas. Las redes sociales –su entorno natural, hasta que se las cortan– son el terreno donde se expresan y organizan. Ahí tienen referentes, pero no líderes. Como el capitán Ibrahim Traoré, presidente golpista de 34 años y anticapitalista, de la paupérrima Burkina Faso, tan presente en TikTok.

A diferencia de Occidente, en las sociedades del Sur los jóvenes son mayoría, y por eso sus protestas –aunque no representen a la mayoría de sus coetáneos– tienen un mayor impacto. Sus votos, cuando se les permite, o su movilización, pesan más. En África, la edad mediana es de 19 años: la edad central de la Generación Z. En España, es de 46: miléniales ya talludos. Entre las sociedades del Sur y de Asia Oriental, la juventud tiene un peso mayor en Nepal o Bangladés –donde en 2023 brotó la llamada “Revolución del Monzón”–, e incluso en India, país llamado a ser superpotencia.

Los más envejecidos son Japón y China. Tanto en el Sur como en el Norte, los Z miran con recelo a los hijos del baby boom (nacidos entre 1946 y 1964), su progreso vital y sus pensiones. En Occidente, los boomers son más que ellos y que los miléniales (1981-1996). En Perú, los Z representan ya el 25% del electorado.

No se trata –¿aún?– de conflictos orteguianos entre generaciones, aunque éstas marcan la vida. Son, más bien, protestas contra la corrupción, por una sanidad que funcione –la esperanza de vida aumenta entre los mayores, pero disminuye entre los jóvenes– y contra la falta de efectividad de las políticas proclamadas desde la política. En Marruecos ha prendido el lema “Sanidad primero, no queremos la Copa Mundial” (de Fútbol, prevista para 2030 tras la Africana de este año). Es un reflejo de un pesimismo general que, hasta hace poco, era más marcado en el mundo desarrollado, pero que hoy también se extiende por el Sur. Aunque, por ahora, nadie tiene una idea clara de lo que quiere para ese futuro que será muy diferente del vivido hasta ahora.

Hay otra queja común, pese a las distancias entre unos y otros: la educación ha mejorado para estas nuevas generaciones –las mejor formadas–, aunque no siempre adecuadamente para la nueva revolución industrial en curso. Es la educación de excelencia la que sigue marcando a las élites y perpetuando la desigualdad. Ni en el Sur ni en el Norte, a pesar del envejecimiento, encuentran trabajos acordes con su nivel de formación, lo que genera frustración.

El desempleo juvenil en los países donde los Z protestan –incluidos China y varias economías del Norte– es muy elevado, sobre todo entre los varones (ellas, en muchos casos, abandonan el mercado laboral al casarse). En Nepal, el número de estudiantes de educación superior pasó de 371.000 en 2016 a entre 500.000 y 633.000 en 2023. Como señala John Gray refiriéndose al Norte, vale también para el Sur: se está formando a demasiados jóvenes para ser élite cuando la élite no los puede absorber.

Una queja decisiva: en el Sur global, a muchos se les educa e impulsa a emigrar, cuando lo que quieren es vivir con un trabajo decente en sus propios países. Además, son los jóvenes quienes más sienten la soledad y el aislamiento social, a pesar de estar hiperconectados. Entre ellos, como reacción, crece la religiosidad, a menudo en formas radicales.

En pocos meses, estas protestas se han convertido en un grito de alarma que debe ser escuchado no solo en sus países, sino en todo el mundo. Generan “revoluciones accidentales” que acaban repercutiendo más allá de sus fronteras. Ese grito debe ser atendido. Porque el lampedusiano “que todo cambie para que no cambie nada” ya no vale. Sobre todo cuando todo está cambiando. Lo sienten los mayores. Lo temen los jóvenes. En el fondo, son protestas ante una crisis de futuro.

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