Es una de las paradojas más evidentes de la política exterior europea contemporánea: justo cuando Ursula von der Leyen prometía, en 2019, dirigir una “Comisión geopolítica” y romper con la tradición tecnocrática de Bruselas, la Unión Europea (UE) veía cómo su influencia se desplomaba en la crisis más cercana y estratégica de su entorno: Libia.
“Europa debe aprender a hablar el lenguaje del poder”, afirmaba entonces Josep Borrell. Sin embargo, seis años después, el balance es amargo: en su flanco sur, el Mediterráneo se ha convertido en un espacio de confrontación militar, donde la presencia europea se difumina frente a la de Turquía y Rusia. El sueño de una Europa capaz de influir en su entorno se ha estrellado con la realidad de un contexto cada vez más militarizado y menos europeo.
La fallida ofensiva del mariscal Jalifa Haftar contra Trípoli en 2019, que reavivó la guerra civil, marcó un giro decisivo. Mientras las capitales europeas vacilaban y se contradecían, Moscú y Ankara actuaban: la primera para apoyar a Haftar y sus fuerzas, la segunda para ayudar al gobierno reconocido por la ONU. En pocos meses, ambas potencias instalaron bases, desplegaron mercenarios y tomaron el control de aeropuertos, puertos e infraestructuras estratégicas, a pocos centenares de kilómetros de las costas italianas.
¿Cómo se ha llegado a esta situación? ¿Qué instrumentos utiliza la UE para intervenir en el conflicto y por qué parecen tan poco eficaces? Desde 2011, la UE ha movilizado misiones de seguridad (EUBAM, EUNAVFOR MED Sophia y luego Irini), miles de millones de euros en ayuda humanitaria y de estabilización a través del Fondo Fiduciario para África, e incluso patrocinó la Conferencia de Berlín para intentar relanzar el proceso político en 2021.
Sin embargo, esta movilización no ha bastado para transformar Libia en un socio estable ni…
