Cuando hablamos de opinión pública en el ámbito de la política, generalmente lo que se hace es una de las tres cosas siguientes o una combinación de ellas: medirla, determinar quién influye o especular sobre los efectos que podría tener en la política pública. El reto es que si bien la opinión pública internacional puede ciertamente medirse, sus influencias y efectos se producen en gran medida y necesariamente en el plano nacional y, por tanto, tienen consecuencias distorsionadas a nivel internacional.
El viejo dicho de que “toda la política es local” se aplica: a menudo aprendemos más cuando desagregamos los datos geográfica y demográficamente para poder identificar quién está a favor o en contra de algo y por qué. Los actores políticos utilizan estos datos para averiguar cómo influir de forma más efectiva en estas personas y, al mismo tiempo, los cargos electos y los gobiernos pueden o no responder a la opinión pública en función de sus cálculos en términos de perspectivas de reelección. La profesora de Harvard, Pippa Norris, ofrece un modelo útil para pensar en la comunicación política, dividiéndola en los mensajes de actores políticos y organizaciones, los contenidos de los medios y los efectos en el comportamiento político. Los mensajes pueden dirigirse directamente a los ciudadanos para afectar su comportamiento político o indirectamente a través de contenidos en los medios de comunicación.
Si bien podemos agrupar los datos para revelar tendencias internacionales, en su mejor momento, el ciclo de influencia y efectos de Norris se está produciendo a nivel nacional con limitados efectos distorsionados secundarios en el nivel internacional. Esto tiene una explicación institucional: la llamada gobernanza global, las relaciones internacionales y los acuerdos están impulsados por los gobiernos nacionales a través de una red de instituciones internacionales. Estas instituciones generalmente se consideran democráticas, no porque…

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