Una manifestante, durante las protestas contra el acuerdo entre Argentina y el FMI, en Buenos Aires, el 9 de mayo de 2019. GETTY

Acuerdo Argentina-FMI: ‘corsi e ricorsi’ de la historia

Rodolfo Colalongo y Santiago Mariani
 |  15 de junio de 2018

Argentina se ha convertido en las últimas décadas en un país de exasperantes desmesuras y notables excesos. Una errática trayectoria le ha otorgado un lugar prominente en los anales de la historia económica mundial. Como evidencia solo basta recordar que a comienzos del siglo XXI, mientras la ciudadanía protestaba con furia en las calles por una nueva incautación de sus depósitos bancarios, el gobierno declaraba la mayor cesación de pagos de una deuda soberana.

La recuperación de esos vaivenes traumáticos se produjo con otra marca mundial a través de la mayor restructuración de deuda de la historia. Pero apenas algunos pocos años después de la salida del abismo, que incluyó un cuantioso desembolso para cancelar la deuda que se mantenía con el Fondo Monetario Internacional, el gobierno argentino anunció recientemente un nuevo acuerdo de financiamiento con el organismo. La decisión repentina de regresar al FMI, aunque se intenta disfrazar como un logro, confirma acaso un comportamiento que se torna en un patrón cada vez más previsible sobre la trayectoria de Argentina como nación.

El crédito del organismo internacional, de unos 50.000 millones de dólares –que darán algo de respiro al complejo contexto que atraviesa la economía–, conforma también otra marca inédita porque representa el mayor acuerdo de un préstamo de la entidad hacia un país miembro en toda su historia. El enorme aval conseguido engrosará los onerosos compromisos financieros que se vienen acumulando desde que Mauricio Macri llegó a la presidencia a finales de 2015. Un crecimiento exponencial de deuda soberana, como resultado de financiar el déficit público heredado, pone a Argentina en una situación de mayor debilidad estructural y a merced de los dictados de la entidad, que responden a criterios y demandas exógenas sobre las prioridades del desarrollo local. La movida dejará la deuda, según las estimaciones que figuran en distintos informes, en unos 400.000 millones de dólares aproximadamente o en niveles que están alrededor de un 70% del PBI.

La elaboración de una posible explicación de cómo se ha llegado a esta situación y el significado que tiene para un país con una historia particular como la que vincula a Argentina con el FMI, requiere revisar el diagnóstico que el gobierno tenía sobre la situación nacional e internacional al asumir sus funciones en 2015 y las decisiones que se fueron llevando a cabo a partir de su cosmovisión de la situación local y global.

La principal promesa de Macri al asumir su mandato fue devolver a Argentina al mundo, que en palabras del propio canciller argentino, Jorge Marcelo Faurie, giraba en “tener una política exterior pragmática, desideologizada pero con ideas”. En la visión del gobierno, los 12 años de kirchnerismo habían deteriorado profundamente la economía y generado un alejamiento creciente del concierto internacional. El descalabro de la relaciones exteriores se había producido como resultado de unas políticas que nos alejaron de los principales centros de poder político a nivel bilateral y multilateral –Estados Unidos, la Organización de Estados Americanos, etcétera–; del acceso al crédito internacional por las deudas impagas con el grupo minoritario de acreedores internacionales que no habían aceptado los términos de la restructuración –holdouts–; un acercamiento político e ideológico con gobiernos regionales de dudosa reputación mundial –Bolivia, Ecuador Venezuela–; un decidido apoyo a la creación de organismos regionales de poca monta –Unasur, Celac–, y una mirada cómplice con iniciativas como el ALBA.

La solución planteada por el nuevo ocupante de la Casa Rosada para salir de esta dinámica de aislamiento, suponía una reversión que insertaría nuevamente a Argentina en el mundo y regeneraría la capacidad de poder acceder al financiamiento internacional. La agenda de la reinserción contenía diversas medidas, como terminar el litigio con los llamados “fondos buitres” a través de una aceptación y cancelación de la deuda reclamada, una bendición urbi et orbi al nuevo rumbo con visitas de los mandatarios de los países más poderosos a nuestro país –el dos por cuatro que bailó Barack Obama en Buenos Aires con una bella morocha argentina confirmaba que el mundo volvía a prestar atención a los argentinos–. Esa agenda internacional se completaría con una severa condena a Venezuela en los foros internacionales y el alejamiento de los organismos regionales.

 

Magra cosecha y lectura errónea de la realidad

Pero aquello no era suficiente. Para conseguir el objetivo de volver a generar confianza internacional, se buscó en el plano local disminuir progresivamente el déficit en las cuentas públicas mediante la eliminación de subsidios en los servicios públicos, una reducción en los haberes jubilatorios, una liberalización del tipo de cambio y los controles cambiarios, metas para controlar la inflación y eliminación al sector agropecuario de las pesadas retenciones para que pudiera ser el motor de las exportaciones. En otras palabras, una combinación de prebendas a los sectores primario-exportadores que impulsan un inserción internacional de libre cambio y unas políticas regresivas de los ingresos en el mercado interno.

Los buenos resultados conseguidos en las elecciones de mitad de término parecían confirmar que el rumbo trazado era el correcto. Los deberes se habían hecho y Macri anunciaba con entusiasmo que lo peor ya había pasado. Era cuestión de esperar un poco más y la lluvia de inversiones de largo plazo inundaría de prosperidad a una Argentina que estaba nuevamente jugando según el dictado de los pesos pesados en la política y economía global.

La cosecha fue muy magra, al igual que las explicaciones brindadas sobre los pobres resultados conseguidos. A dos años y medio de gobierno la situación económica no ha mejorado y el mayor objetivo buscado, esto es, contar con capacidad de financiamiento internacional, se agotó en un breve período de tiempo. Los capitales especulativos de corto plazo volaron para refugiarse en unos bonos del tesoro estadounidenses que pasaron a brindar mayor rendimiento. La medida desesperada para sostener el rumbo fue otro nuevo récord internacional, elevando las tasas de interés locales al 40%. La sideral deuda interna que emitió el Banco Central para absorber el circulante y contener la inflación, terminó de poner en dudas la viabilidad a medio plazo del rumbo trazado. La corrida contra el peso nos puso nuevamente contra las cuerdas y el gobierno decidió recurrir a ese prestamista de última instancia.

Las prometidas inversiones extranjeras de largo plazo tampoco llegaron debido a una lectura errónea de la realidad internacional. El ascenso de Donald Trump al poder con su slogan “Make America Great Again” implicaba una discusión y un intento de transformación de las principales reglas de juego globales por otras que evitaran pagar el costo del crecimiento económico mundial solo a EEUU. Concretamente, se estableció una revisión de los acuerdos comerciales, un proteccionismo económico y el reingreso de capitales estadounidenses vía mejora de las tasas de los bonos de su tesoro –incluso el propio presidente de EEUU amenazó con aumentar la carga impositiva y cobrar aranceles a aquellas empresas del país que decidieran trasladar sus producciones al exterior–.

Con un panorama global en tensión y reformulación, poco se podía hacer para atraer inversiones externas de largo plazo al país. Pero lo que sí se podía hacer era impulsar gestos simbólicos para acompañar el intento de blanqueo impulsado para que regresaran los cuantiosos fondos que los argentinos resguardan en el exterior. El intento fue coyunturalmente exitoso, logrando que un 20% del dinero regresara, pero no logró cambiar las bases de la desconfianza. En declaraciones públicas, varios ministros justificaron su negativa a traer su dinero del exterior, generado una sensación de falta de compromiso con el nuevo proyecto impulsado por el mismo gobierno al que pertenecen.

La frutilla del postre de una lectura errónea de la realidad y de la aplicación de políticas inconsecuentes para enfrentar los desafíos locales e internacionales que afronta Argentina ha sido la foto del presidente presentando el acuerdo con el FMI como un éxito. En esa impostura, políticamente incorrecta, hasta las copas de champán se chocaban para brindar por el dudoso logro.

La historia reciente, principalmente por responsabilidad de la propia Argentina, no augura una salida airosa de este compromiso. El camino de la disciplina fiscal se torna inevitable, pero no parece viable sin revisar y rectificar medidas como por ejemplo la eliminación, impulsada desde 2015, de las cargas sobre los sectores que concentran la mayor rentabilidad. El costo del ajuste será imposible de sobrellevar si esa carga se vuelca nuevamente sobre los estratos más vulnerables de la sociedad y si la gestión política es entendida como un mecanismo para asegurar rentabilidad a ciertos sectores a expensas de un desarrollo sostenible. El físico Albert Einstein decía que “locura es hacer la misma cosa una y otra vez y esperar resultados diferentes”. ¿Será capaz Argentina de salir de esta historia circular de locura que la agobia hace tanto tiempo?

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