"Super Moro". WIKIPEDIA

Alfombra Roja: Sérgio Moro

Política Exterior
 |  30 de junio de 2017

“Nosotros tenemos un problema en Brasil –no sé si también en la Argentina– de creer en salvadores de la Patria, no sólo personas sino también acontecimientos. Eso es muy infantil. Hay que construir las instituciones día a día”

 

En los últimos tres años, la clase política y empresarial brasileña se ha deslumbrado (y abrasado) bajo el brillante foco de la justicia, para regocijo de una ciudadanía cansada de la corrupción y el clientelismo que asuela el país. Uno de los individuos que maneja ese gran foco justiciero es Sérgio Fernando Moro (Maringá, 1976), juez encargado de la operación Lava Jato (“lavado de coches” en español), que ha llevado ante la justicia a las más altas personalidades de Brasil, desde presidentes de campeones nacionales hasta gobernadores, banqueros y políticos de primer rango.

Este juez basado en Curitiba, al sureste de Brasil, donde también da clases a estudiantes de Derecho, se especializó en casos de lavado de dinero en Estados Unidos. Lava Jato no es su primera gran operación: ya antes estuvo en el caso Mensalao. Pero su reputación ha crecido internacionalmente a raíz de esta, que comenzó en 2014, dejando una marca indeleble no solo en su persona, sino en el sistema judicial y político del país.

Inspirado por figuras incansables en la lucha por la verdad como Giovanni Falcone, Moro comenzó a desenhebrar la intrincada red de sobornos que vinculaban a una numerosas empresas con la petrolera estatal Petrobras, sus contratistas y agentes públicos. Una operación que le ha costado presiones y ser objeto de debate público, representando para algunos el cambio hacia la madurez democrática del país; para otros, una maquillada y forzada lucha anti-izquierdista, en particular en contra del Partido de los Trabajadores, sobre todo tras el arresto, juicio y registro del expresidente Luiz Inácio Lula da Silva en 2016.

Moro reconoce que esa misma implicación de la opinión pública ha salvaguardado la continuidad del proceso, una idea que ha defendido mediante el modo de llevar a cabo la investigación y el enjuiciamiento de los acusados, sin atender a la posición social de los mismos. A lo largo de estos años, el juez ha hecho públicas todas las audiencias, e incluso destapó la conversación telefónica entre Lula y Dilma Rousseff, gracias a la cual se supo de la estrategia política para nombrar ministro a Lula y evitar así su juicio.

Su presencia en el sistema no solo lo ha hecho más transparente, sino más ágil. Desde Lava Jato ya no hay que esperar hasta que no se puedan presentar más recursos para ejecutar una pena; ahora puede hacerse a partir de una condena en segunda instancia –por una corte de apelación–. Gracias a pasos como este el juez se ganó el apodo “Súper Moro” en las manifestaciones antigubernamentales del año pasado.

 

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Para conseguir desentrañar la red de corrupción, Moro ha contado con dos aliados: la cooperación internacional judicial y la “delación premiada”. Gracias a ellas ha podido recorrer cuentas en Suiza, conocer los vínculos informales con empresas internacionales y no terminar las investigaciones en meros peones o cabezas de turco. La delación premiada le ha permitido llegar a los presidentes de las empresas y bancos implicados. Además, el juez, que contempla la corrupción como una lacra sistémica que daña las posibilidades de desarrollo y presencia global de Brasil, explica la utilidad de dicho método para conseguir empresas redimidas y no extintas en el tejido económico nacional.

Por sus fallos han sido condenados el expresidente de Petrobras Paulo Roberto Costa; el expresidente de la constructora Andrade Gutierrez Otávio Azevedo; el banquero Alberto Yousseff, y altos cargos como Sérgio Cabral, exgobernador del estado de Río de Janeiro, o el expresidente de la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha. El alcance de Lava Jato es inédito en un país acostumbrado a las componendas político-empresariales, elevando las expectativas de cambio y mejora.

Como explica Moro, la corrupción “es sistémica, no aislada”. El vínculo público-privado está muy arraigado en las estructuras política, económica y social de Brasil. El partido del actual presidente, Michel Tener, el PMDB, lleva formando parte del gabinete gobernante desde 1985, y el magnate de la empresa cárnica JBS con la que ha tenido relaciones corruptas, Joesley Batista, reconoció haber costeado las campañas nada menos que de un tercio de los miembros del Congreso actual. Sin una regeneración política profunda es muy difícil sortear la corrupción ya asentada, pues la culpa compartida genera un círculo de encubrimiento y, por tanto, de impunidad.

Los últimos acontecimientos corroboran esta necesidad de regeneración nacional. Rodrigo Janot, fiscal general del país, ha presentado una denuncia contra Tener, tras la cual el Congreso debe votar si alejar del cargo al presidente durante seis meses. Dada la implicación de los miembros de su gobierno en las mismas redes de corrupción –ocho de los ministros de su gabinete están siendo investigados–, se espera que la Cámara guarde silencio, obstaculizando el castigo político y judicial a Tener.

Hasta el momento, Lava Jato suma 125 condenas, 71 acuerdos de “delación premiada” y 35.000 millones de dólares en multas. Todos estos logros se traducen, a escala humana, en una serie de reconocimientos para el propio Moro, artífice principal de esta cruzada anti-corrupción. Brasileño del año en 2014 por la revista ISTOÉ y uno de los más influyentes por la revista Época ese mismo año, galardonado con el premio Faz Diferença (“marcando la diferencia”) por O Globo, y elegido en 2016 como uno de los 50 líderes más influyentes por la revista Fortune. Después de todo, no está al alcance de cualquiera el ver cómo una trama de corrupción de tal magnitud se desmorona ante los ojos de tu país gracias, en buena parte, a tu esfuerzo y dedicación.

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