Arabia Saudita en la encrucijada

 |  29 de octubre de 2013

El 18 de octubre, Arabia Saudita rechazó su asiento en el Consejo de Seguridad apenas horas después de recibirlo. Ante una decisión tan inusitada como sorprendente –el país accedía por primera vez a esta posición, que en el pasado persiguió con interés– su Ministro de Exteriores alegó que el “doble rasero” de la ONU en el conflicto entre Israel y Palestina, la guerra civil siria, y el programa nuclear iraní impide a su país participar en el Consejo de Seguridad.

Es posible que con este gesto Riyadh pretendiese presionar a la comunidad internacional para intervenir militarmente en Siria. En ese caso constituye ya un fracaso sin paliativos: Serguéi Lavrov, Ministro de Exteriores ruso, se limitó a criticar la extrañeza de la decisión. Al rechazar el asiento en el Consejo de Seguridad, Arabia Saudita deja pasar una importante oportunidad de adquirir peso a nivel internacional.  Y esto resulta especialmente arriesgado en un momento en que la coyuntura del país, tanto fuera como dentro de sus fronteras, es sumamente delicada.

Controlando el 25% de las reservas mundiales de petróleo y con una producción de 10 millones de barriles de crudo al día, Arabia Saudita es el miembro con mayor peso Consejo de Cooperación para los Estados Árabes del Golfo (CCEAG). Riyadh pretende unificar las fuerzas armadas de los Estados del Golfo bajo un solo mando militar y así consolidar su hegemonía en la región. Desde hace décadas financia generosamente a grupos islamistas de corte wahhabista con el fin de colocar en poder a gobiernos ideológicamente afines: Afganistán en la década de los ochenta y la Siria actual se cuentan entre los casos más conocidos. Por último la Casa de Saud, que gobierna el país desde 1932, goza del prestigio que conlleva ser la guardiana de Meca y Medina, las ciudades santas del Islam junto a Jerusalén.

A pesar de este arsenal de poder duro y blando, el país se enfrenta a un abanico de problemas regionales que amenazan su posición. La ausencia de progreso en Palestina erosiona la legitimidad de la Casa de Saud, que desde 1945 ha mantenido una “relación especial” de cercanía con Estados Unidos. El estancamiento de la guerra civil siria, en la que Riyadh ha apostado fuertemente por facciones islamistas entre los rebeldes, supone otro motivo de inquietud. También lo es la autonomía que Qatar defiende celosamente en la arena internacional, impidiendo a Arabia Saudita monopolizar la política exterior de la península arábica. Por último, el despegue del fracking ha disminuido la dependencia energética de EE UU, y con ella la capacidad de Riyadh de ejercer presión sobre Washington.

No son estos problemas los que más preocupan a Abdalá bin Abdelaziz, monarca absoluto de Arabia, sino los que presenta la frontera norte de su reino. A principios de los 90 el establishment saudí identificó a Irán e Irak como las principales amenazas regionales. Desde entonces el ascenso en Bagdad de un gobierno relativamente afín a Teherán tras la desastrosa invasión estadounidense, la incapacidad de los rebeldes sirios de derrocar a Bashar al-Asad y la beligerancia de Hezbolá han formado lo que desde Riyadh se percibe como un amenazador frente común. Arabia Saudita permanece en estado de alerta, manteniéndose entre los diez mayores importadores de armas del mundo. En marzo de 2011 intervino militarmente en Bahrein para evitar que una mayoría chiíta se hiciese con el poder en el contexto de la primavera árabe.

La rivalidad política tiene, además, un importante componente religioso. En tanto que Arabia es un régimen férreamente sunita, Irán e Iraq son países mayoritariamente chiítas, al igual que la familia Assad y los milicianos de Hezbolá. Este hecho tiene ramificaciones domésticas: en el reino viven algo menos de tres millones de chiítas, un 10% de la población. Además de sentirse discriminada por un régimen fundamentalista, esta minoría religiosa está concentrada en la provincia que más petróleo produce. Por eso la rivalidad con Irán, principal potencia chiíta, puede desestabilizar internamente a Arabia Saudita, que se encuentra entre los más férreos enemigos del programa nuclear iraní.

Acomodar a la población chiíta no es el único problema doméstico que el país parece incapaz de encauzar. El apartheid al que se ve sometida la mitad femenina de su población es insostenible: las mujeres saudís son las únicas del mundo que no tienen derecho a conducir, pero la última ronda de reivindicaciones al respecto fue contestada con un vídeo satírico y no una respuesta oficial. Igual de problemática es la ilegalización de partidos políticos en una régimen al que EE UU y Europa apoyan sin miramientos. A pesar de esto el auge del islamismo radical, en gran medida fomentado por la Casa de Saud, impide cualquier reforma e incluso amenaza a la clase dirigente saudí, percibida como occidentalizada e indigna de su cargo. El propio Osama bin Laden fue armado y entrenado por los saudíes, pero se volvió contra ellos cuando Riyadh aceptó la presencia de tropas americanas en suelo saudí durante la Guerra del Golfo.

La situación de Arabia Saudí, por lo tanto, es precaria. Y la renuncia al asiento rotativo no solucionará ninguna de las múltiples encrucijadas en las que se encuentra el reino.

 

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