Con esa doble intención, Tel Aviv se ha atrevido finalmente a dar el paso que llevaba años anunciando contra Irán, la mayor amenaza a su seguridad desde hace más de 40 años. Benjamin Netanyahu pretende redibujar el mapa regional aprovechando la debilidad del régimen de Ali Jamenei y Masoud Pezeshkian y el notorio malestar social derivado de la represión gubernamental y las sanciones internacionales.
Israel ha vuelto a demostrar la extraordinaria capacidad de infiltración del Mossad para golpear desde el propio territorio iraní y para eliminar con precisión a altos mandos militares y a científicos implicados en el programa nuclear.
Las Fuerzas de Defensa Israelíes (FDI) han alcanzado ya un nivel de operatividad que les permite llevar a cabo acciones aéreas y lanzamiento de misiles a más de 1.500km de sus bases, así como interceptar la mayoría de los drones y misiles con los que Teherán ha atacado objetivos israelíes. A estos factores se suman la acusada debilidad de los peones regionales que Irán lleva apoyando desde hace años, como Hamás, Hezbolá y Ansar Allah.
En todo caso, no cabe subestimar la capacidad militar iraní ni las respuestas de sus gobernantes. Más allá de su arsenal misilístico –que ha logrado penetrar en varias ocasiones las defensas antiaéreas israelíes– la principal baza a corto plazo de Teherán era la cautela con la que gestiona su programa nuclear. Disperso en decenas de instalaciones con una protección capaz de resistir en muchos casos los golpes de la aviación israelí.
Aunque las instalaciones de Isfahan, Natanz y Arak, entre otras, hayan sufrido daños (todavía no conocidos en detalle), seguía habiendo otras, como la planta de enriquecimiento de Fordó, que alberga las centrifugadoras más avanzadas.
Y es ahí donde Estados Unidos resultaba determinante. En un primer momento Washington dio a entender que estaba al margen…

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