Una nueva identidad Alemana es esencial para hacer frente a los desafíos y responsabilidades derivados de la anexión de la ex RDA, del fin de la guerra fría y de los cambios en Europa. La euforia duró poco y todavía no se afronta el reto de la unificación con el realismo necesario. La recesión económica internacional, las vacilaciones de muchos europeos en el debate de ratificación del Tratado de Maastricht y la incertidumbre sobre el futuro de la antigua URSS complican el ya enrevesado laberinto alemán.
El compromiso adquirido de equilibrar antes de fin de siglo el nivel de vida de los 16 lánder, que forman la nueva Alemania unida y las presiones crecientes, internas y externas, a favor de una presencia internacional alemana más activa se ven limitados por el altísimo precio de la unificación, la carga –sobre todo cultural y psicológica– del pasado, fuertes ataduras constitucionales y el temor creciente de los dirigentes a reconocer las contradicciones inherentes al proceso.
Como en cualquier etapa de cambios bruscos, cuando el destino final es todavía incierto pero los sacrificios necesarios para llegar a él empiezan a dejarse sentir con toda su crudeza, la población reacciona con lo que, en el caso alemán, se ha dado en llamar angst: una mezcla de desesperación, frustración, malestar y desencanto. Es producto de la inseguridad, que puede estar justificada o, como mantienen muchos observadores de la realidad alemana de hoy, exagerada. En cualquier caso, sea real o ficticio, el miedo al futuro y a sus nuevas responsabilidades que se ha apoderado de buena parte de los alemanes se refleja en las huelgas de la primavera del 92, en los resultados de todas las elecciones parciales de los últimos meses, en el intenso debate nacional sobre posibles reformas políticas y constitucionales, y en la percepción…

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