La definición de los factores que explican la formación de la política exterior sigue provocando una permanente y a menudo intensa discusión, tanto en el plano de la teoría como de la práctica. En ese debate, en raras ocasiones se apela ya, en la lógica del realismo político, a unos intereses nacionales superiores y supuestamente inmutables –en particular, la seguridad nacional, entendida como supervivencia del Estado–, citando en ocasiones como argumento de autoridad a lord Palmerston y su conocido discurso en los Comunes sobre los eternos y perpetuos intereses de Reino Unido frente a unos aliados y enemigos cambiantes.
La primacía de los intereses nacionales también fundamenta explicaciones basadas en la elección racional, con sus conocidos modelos de teoría de juegos. Sin embargo, frente a esas explicaciones monocausales, insuficientes y a veces erradas, se ha reivindicado la importancia de ideas y valores, y cómo chocan con los intereses. Ello supone reconocer que los valores también importan, en la medida que dan forma a las normas e instituciones que rigen en cada sociedad y se proyectan en su política exterior. Por citar un ejemplo, la Estrategia Global y de Seguridad de 2016 propone el “pragmatismo basado en principios” para que la UE sea a la vez actor geopolítico y potencia normativa, tratando de armonizar los valores con sus intereses estratégicos.
Finalmente, en esos modelos explicativos de la política exterior no encaja bien la existencia de comunidades fundamentadas en la historia y la relación colonial, la cultura, la lengua y otros elementos que conforman identidades compartidas. Incapaces de reconocer el papel de las identidades como variable causal, los modelos anteriores –y también el debate público– encallan al reducir dicho factor a meros intereses materiales, en términos de prosperidad, neocolonialismo o geopolítica. En un trabajo ya clásico con enfoque social-constructivista, After Empire: National…

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