La corrupción y la impunidad son las herramientas más eficaces que tiene el crimen organizado para defenderse de la acción del Estado. Como demuestra el caso Lava Jato, la gran corrupción política y empresarial es además una modalidad más de delincuencia compleja, tan o más siniestra que cualquier otra, donde a diferencia de aquellas que se asientan en economías criminales, el objetivo mismo del crimen es el saqueo de los recursos públicos.
La lucha contra la corrupción, y en especial la justicia anticorrupción, debe ser por tanto componente central de cualquier política pública que combata el crimen organizado, porque éste, en cualquiera de sus formas, no puede existir ni prosperar sin la connivencia y/o complicidad del poder político y judicial.
De cara a los inmensos desafíos del crimen organizado en América Latina cabe preguntarse cuán preparados estamos para combatir la gran corrupción política y empresarial, y cómo están nuestras capacidades institucionales para hacerlo con éxito y en el marco del Estado de derecho. Me propongo responder a esta pregunta a partir del caso Lava Jato, la trama de sobornos transnacional más grande y extendida de nuestra historia republicana y el mayor escándalo global de corrupción del siglo XXI, que tuvo a Odebrecht, el gigante sudamericano de la construcción, como su protagonista, y a Brasil como su epicentro, desde donde irradió al resto de América Latina y África.
El escándalo estalló en Curitiba a principios de 2014 y adquirió dimensiones continentales a fines de 2016. Todos los sistemas de justicia de los países concernidos desplegaron sus fuerzas para perseguir los delitos cometidos. Aunque en muchos casos la persecución penal aún no ha concluido, el esfuerzo amerita una evaluación, aunque sea preliminar. ¿Cómo lo hicieron? ¿Qué logros obtuvieron? ¿Cuál es el balance de esta década de justicia anticorrupción?
Adelanto algunas conclusiones.
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