la-tierra-prometida
Autor: Barack Obama
Editorial: Debate
Fecha: 2020
Páginas: 928
Lugar: Barcelona

Barack Obama: el progresista conservador

'Una tierra prometida', la primera entrega de las memorias del expresidente de Estados Unidos, parecen querer transmitir que él mismo fue consciente de que su propia retórica hizo que se esperara demasiado de él.
Ramón González Férriz
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A mediados de diciembre de 2008, cuando Barack Obama ya era el presidente electo de Estados Unidos, pero aún faltaba un mes para la toma de posesión, uno de sus asistentes inició una reunión del equipo de colaboradores más estrechos diciendo: “Señor presidente electo: este es el momento de cagarse en la puta”. Mientras los demás se reían, empezó a mostrar gráficos: más de la mitad de los 25 bancos más importantes de EEUU habían quebrado o tenido que fusionarse para evitar la bancarrota, el mercado bursátil había perdido un 40% de su valor, había expedientes de ejecución hipotecaria sobre 2,3 millones de hogares, y habían caído la productividad, el salario medio y el porcentaje de hombres con trabajo.

De acuerdo con su biografía recién publicada, Una tierra prometida, Obama miró “por la ventana de la sala de reuniones. Caía una intensa y silenciosa nevada desde el cielo gris. En mi mente vi imágenes de campamentos para personas sin hogar y gente haciendo cola para recibir un plato de comida”. Pero se recompuso enseguida, dice. Se volvió hacia su equipo y preguntó qué podían hacer para reducir las posibilidades de una nueva Gran Depresión. Se pusieron manos a la obra. Esa sería, más menos, su manera de proceder ante todas las crisis, según cuenta: tendencia a la abstracción seguida de resolución pragmática.

Obama, en efecto, recibió un país en ruinas, y ese es el mensaje que quiere transmitir en esta primera entrega de sus memorias, que recorren rápidamente su infancia y juventud, pero que en esencia abarcan desde la campaña electoral con la que logró la presidencia bajo el lema “Yes, We Can” hasta los primeros años de su primer mandato y la ejecución de Osama Bin Laden. El país no solo estaba sufriendo una salvaje crisis económica, sino que seguía empantanado en las guerras de Afganistán –que Obama había apoyado– y de Irak –a la que se había opuesto–, y sumido en una polarización que hacía difícil que los planes económicos, sanitarios o militares con los que había llegado a la Casa Blanca salieran adelante en el Congreso. Pero Obama se tomaría eso con calma, quiere transmitir, con un gran control de sí mismo pero también con cierta autoironía.

Recién llegado a la Casa Blanca, empezó a fumar más, descubrió con gran sorpresa que una parte del país le temía por ser negro y progresista, y también que los financieros de Wall Street se parecían sospechosamente al estereotipo que todo el mundo imaginaba. Su esposa, Michelle, que durante las primeras páginas del libro es la conciencia racional que intenta que su marido atenúe sus ambiciones políticas y sea realista, pero que siempre le permite hacer lo que decida a pesar del coste que supone para la familia, es también durante su presidencia una especie de elemento moderador que le obliga a mantener los pies en la tierra. La mañana del 9 de octubre de 2009, cuando apenas lleva nueve meses en el cargo, Obama recibe una llamada en su dormitorio. Tras colgar, perplejo, le dice a su mujer, aún en la cama: “Me van a dar el premio Nobel”. “Eso es maravilloso, cariño –dijo [ella]– y se dio la vuelta para dormir un rato más”.

La biografía de Obama es, en parte, una indagación un tanto vanidosa en su propio carácter. “Yo era un reformista”, dice, de temperamento “conservador”, aunque políticamente fuera progresista. Durante su presidencia, se sintió más capacitado “que algunos de mis predecesores” para entender las penurias de otras naciones porque “había pasado buena parte de mi infancia en el extranjero y tenía familia en lugares considerados desde hace mucho tiempo como ‘atrasados o ‘subdesarrollados’”; o por el hecho de ser negro y “haber experimentado lo que significaba no encajar del todo en mi propio país”. Obama se muestra como un idealista, pero acosado por las dudas: “¿Son y serán siempre los principios abstractos y los nobles ideales meras pretensiones, un paliativo, una manera de superar la desesperación que no coincide con los impulsos primarios que realmente dirigen nuestras acciones, y por eso no importa lo que digamos o hagamos, porque la historia sigue inevitablemente su curso preestablecido, el eterno círculo de miedo, hambre y conflicto, de dominación y debilidad?”. La respuesta, evidentemente, es que no. No, parece sugerir Obama con esa mezcla de moralismo encantador y simpática arrogancia que desprende todo el libro, mientras haya hombres como él.

Pero, naturalmente, el libro también es un relato de la alta política en EEUU durante unos años dominados por la resaca de la crisis financiera, las intervenciones de Obama como mediador en la crisis del euro, el intento de que su país abandonara las operaciones militares en Oriente Próximo y el creciente poder de China. Obama es un magnífico retratista: Sarkozy es “puro estallido emocional y retórica florida” sin muchas más ambiciones que figurar como el autor de grandes medidas políticas, fuera cual fuese su contenido, dice. Merkel es una astuta conservadora suspicaz con cualquier forma de arrebato emocional y reacia a los discursos grandilocuentes –“su equipo me confesó más tarde que al inicio había sido escéptica con respecto a mí precisamente por mis dotes oratorias […] Pensé que para una líder alemana la aversión a un posible demagogo era algo sano”. Medvedev, en ese momento presidente ruso, aunque siguiera las órdenes de Vladímir Putin, su primer ministro, está obsesionado con parecer un líder occidental moderno y le fascina la tecnología. Los encuentros de Obama con el entonces presidente chino Hu Jiantao son soporíferos. Hu se limita a leer notas que, cuando son traducidas al inglés, parecen aún más largas; cuando Obama intenta romper el hielo, pidiéndole en broma el número de teléfono del constructor que había reformado el Gran Salón del Pueblo en menos de un año, Hu le dedica una mirada ausente.

Hoy, el mundo de Una tierra prometida parece un tanto remoto. En parte, por la nostalgia de un líder con un discurso unificador, la creencia sincera –pero no acrítica– en los principios liberales y el multilateralismo, y dotado con viejas virtudes humanísticas como la alta oratoria, la buena escritura o la simple elegancia personal. Pero también por la rapidez real con que el mundo ha cambiado. Su centro de gravedad se ha desplazado rápidamente de Oriente Próximo a Extremo Oriente –algo que Obama intuyó– y ahora la polarización a la que ya se enfrentó Obama no es solo una táctica obstruccionista de la oposición, o un enfrentamiento cívico atenuado por las viejas instituciones, sino la posibilidad real de rupturas más graves.

Si durante el mandato de Obama el dominio del mundo digital parecía prometer una política más inspiradora, hoy vemos las redes sociales y una parte del periodismo digital como máquinas de romper consensos y generar paranoia. Pero precisamente por eso vale la pena leer el libro. Aunque este no resuelve la cuestión que, creo, debatirán los historiadores en el futuro: si la era de polarización y la presidencia de Donald Trump que siguieron a su mandato se debieron a que durante su presidencia Obama fue demasiado osado en cuestiones raciales, sanitarias o económicas o, como defiende cierta izquierda, a que fue excesivamente tímido y en realidad gobernó como un neoliberal cualquiera, aunque sus discursos fueran mejores. Obama parece querer transmitir que fue consciente de que su propia retórica hizo que se esperara demasiado de él, y que, como todo político, se movió dentro de los estrechos márgenes que su percepción de la sociedad le marcaba.

Obama fue un progresista político de temperamento conservador. Está por ver, con la presidencia de su vicepresidente, si esa fórmula es viable menos de una década después del momento en el que acaba este primer tomo.