La Unión Europea se ha encontrado con que no tenía los medios adecuados para afrontar una crisis que se considera ya la más grave desde la gran depresión de los años treinta.
La crisis financiera internacional que comenzó en Estados Unidos en el verano de 2007, con el pinchazo de la burbuja inmobiliaria, y alcanzó su punto culminante el pasado 15 de septiembre con la quiebra del banco de inversión Lehman Brothers, ha afectado gravemente a Europa, más incluso que al país donde se ha generado a causa de una política de dinero barato, una falta de regulación y una autoridad de supervisión excesivamente permisiva.
Las bolsas europeas más importantes han bajado en lo que va de año más que la de Nueva York, y los índices de crecimiento del PIB de EE UU siguen superando a los de la zona euro, mientras los de desempleo son aún más bajos al otro lado del Atlántico que en muchos países del Viejo Continente. El cambio del euro respecto al dólar ha pasado de 1,59 en abril a 1,34 en octubre, un 16 por cien menos. El conocido axioma de que las crisis de EE UU las pagan otros –preferiblemente los europeos– puede tener aquí un nuevo corolario.
La Unión Europea se ha encontrado –sin sorpresas– con que no tenía los medios adecuados para afrontar una crisis que se considera ya la más grave desde la gran depresión de los años treinta, pues frente a la transnacionalidad de las instituciones financieras, las decisiones políticas continúan siendo nacionales y las regulaciones son diferentes en cada Estado miembro. Incluso en la zona euro, con una moneda común y un Banco Central europeo (BCE) que marca de forma independiente el interés de referencia del euro, la supervisión de las entidades sigue siendo responsabilidad de los…

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