La muerte de Mao el 9 de septiembre de 1976 puso fin al período más turbulento de la historia de la República Popular China desde su fundación, en 1949, proyectando oscuros presagios sobre el incierto futuro del país. La detención de la Banda de los Cuatro,
acusada de preparar un golpe de Estado, ha sido asumida por la historiografía oficial del Partido Comunista Chino (PCCh) como el último acto de la Revolución Cultural, que asoló el país desde 1966, y cuya auténtica dimensión fue sin duda incorrectamente percibida en Occidente. La Revolución Cultural fue en realidad una verdadera guerra civil que dejó al país exhausto, y al partido dividido en dos facciones enfrentadas. En palabras de Simón Leys, “la Revolución Cultural, que no tuvo de revolucionaria sino el nombre, y sólo de cultural el pretexto inicial, fue en realidad una lucha por el poder entre un puñado de dirigentes, detrás de la cortina de humo de un falso movimiento de masas”. En la práctica, no fue otra cosa que un audaz golpe de mano, planeado por Mao y sus leales con objeto de recuperar el poder, del que había sido apartado en 1958, como
consecuencia de los errores cometidos durante el Gran Salto Adelante. A la muerte de Mao, el país estaba extenuado y el partido dividido en dos facciones violentamente enfrentadas. La imposición sobre la estructura productiva del país –que había quedado arruinada como consecuencia de las terribles campañas “contra el liberalismo burgués”– de la utopía autárquica defendida por Mao y la Banda de los Cuatro, había precipitado la pauperización de una China rural, todavía convaleciente del Gran Salto Adelante, a consecuencia del cual, no hay que olvidarlo, treinta millones de personas habían muerto de hambre. En diciembre de 1978, tras una enconada batalla librada con ocasión del tercer…

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