siglo soviético
Autor: Karl Schlögel
Editorial: Galaxia Gutenberg
Fecha: 2021
Páginas: 928
Lugar: Barcelona

Consejos para vivir en la Unión Soviética

'El siglo soviético' parece, por su gran tamaño y estructura fragmentaria y casi enciclopédica, una obra de consulta. En cierto modo lo es. Pero pocas enciclopedias son capaces de combinar tan bien la amplitud y el rigor con el entretenimiento y la ligereza como hace este libro.
Ricardo Dudda
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Es sorprendente que un libro tan brillante tenga un comienzo tan inane. El siglo soviético. Arqueología de un mundo perdido empieza con un capítulo más o menos colorido sobre los mercadillos en la URSS y otro soporífero sobre la museística soviética, que gustará solo a teóricos culturales y a los más fanáticos de Walter Benjamin. Pero inmediatamente después, se convierte en una obra adictiva, rigurosa y heterodoxa de historia cultural y de las ideas. No es un libro sobre los cambios políticos, las conspiraciones en el Politburó, las altas esferas (y si a veces lo es, llega a esas cuestiones de manera lateral). Tampoco es una historia lineal ni cronológica sobre las eras o fases de la URSS. Es una obra académica y pop al mismo tiempo, llena de pequeños retratos y escenas sociológicas, de perfiles de individuos, pero también de objetos, costumbres, edificios, libros, películas, cuadros… Los hilos conductores son exclusivamente la curiosidad y erudición del autor.

En breves capítulos sobre la enciclopedia soviética, el libro de cocina de Stalin, la vida en común en las kommunalkas, el perfume y la moda, las colas, el atletismo y el culto al cuerpo, la burocracia, la vida en los campos de trabajo y las purgas de los años treinta, los grandes proyectos de infraestructuras en Siberia, los desfiles e incluso la palmera como planta ornamental favorita de las élites, Schlögel describe la URSS no simplemente como un sistema político, sino como una “civilización”: “un modo de vida con su propio desarrollo, su madurez, su decadencia y su disolución”.

La tentación de caer en enfoques excesivamente culturalistas o esencialistas es grande. Schlögel, historiador alemán cuyo Terror y utopía. Moscú en 1937 fue traducido por la editorial Acantilado en 2014, compensa esto con rigor y sobre todo huyendo de grandes teorías universales. Al contrario que otras obras recientes sobre la Unión Soviética y Rusia, no es esclavo de la gran idea según la cual, se dice a menudo, el pueblo ruso no está preparado para la democracia. Pero Schlögel no intenta encajarlo todo, al estilo de autores como Daron Acemoglu o Jared Diamond (o en el caso ruso, Masha Gessen en El futuro es historia, por ejemplo, pero también otros halcones que siguen viendo Rusia como en la guerra fría), en una gran teoría que lo abarca y explica todo. Schlögel tiene intuiciones y aproximaciones más que teorías duras, precisamente porque es experto en el tema.

 

Comunismo de clase media

Esta obra es el fruto de toda una vida de estudio de la Unión Soviética (el autor ha vivido años en el país y está casado con la periodista rusa Sonja Margolina). Por eso es global, amplia y a la vez comprensiblemente incompleta. No hay descripciones de los grandes líderes ni de los grandes acontecimientos. Aparecen de pasada o ni siquiera tienen presencia sucesos históricos como el viaje de Yuri Gagarin al espacio, la crisis de los misiles de Cuba, la Segunda Guerra Mundial. Incluso la Guerra Civil y la Revolución ocupan apenas un breve capítulo.

Sin embargo, su profundidad es mucho mayor que si abordara de frente esos asuntos. La descripción de algo aparentemente banal acaba iluminando una cuestión central de la cultura soviética. ¿Por qué, por ejemplo, el liderazgo soviético estaba en contra de los cementerios, que se convirtieron en museos o parques? Porque la muerte más igualitaria era la del crematorio: nadie tendría un panteón más ostentoso que el vecino. ¿Por qué las escaleras de los pisos comunitarios estaban tan descuidadas? Porque “un espacio que pertenece a todos no le pertenece a nadie.” Uno asume la responsabilidad de lo propio, “pero nadie se siente responsable de lo común. Todos se refugian entre sus cuatro paredes y ceden el espacio semipúblico a la comunidad, sobre la que no tienen influencia alguna”.

A partir de este análisis cultural y sociológico sobre las escaleras, por ejemplo, Schlögel explica la crisis de vivienda en los últimos años de Stalin. Para el autor, la verdadera ruptura que hizo Nikita Jruschov con el estalinismo no se produjo en 1956 con su discurso contra el “culto a la personalidad” de Stalin, sino con su política de vivienda nada más llegar al poder. Tras años de vida comunitaria, de movilización y represión excesiva durante la colectivización, la industrialización y la Gran Guerra Patriótica, Jruschov ofreció a los soviéticos una vida de clase media (con sus enormes carencias y manteniendo el control férreo).

Siempre hubo una constante negociación dentro del sistema sobre qué conservar del antiguo régimen y qué rechazar, cuánto abrirse al mercado y al mundo y qué nivel de dirigismo era necesario. A veces no estaba claro por qué unas cosas eran burguesas y otras no. ¿Por qué el ficus era una planta burguesa pero la palmera no? ¿Por qué un perfume zarista creado en 1913 por un diseñador francés (y supuestamente el germen de Chanel Nº5), icono del antiguo régimen, tuvo continuidad tras la Revolución? ¿Por qué los modistos del zar pasaron de vestir aristócratas a vestir diplomáticos soviéticos? ¿Y qué hacer, por ejemplo, con los balnearios de Sochi, o con el ballet o el piano? ¿Eliminarlos como lujos burgueses o adaptarlos al nuevo régimen? ¿Y con las tiendas de lujo? ¿Y la meritocracia? ¿No merece el buen trabajador soviético ganar más que los malos empleados y permitirse caprichos, como se comenzó a defender en los años de consumismo de la década de 1950?

 

Los retretes burgueses

Un ejemplo hilarante (y dramático) es el del váter. En uno de los capítulos más interesantes, Schlögel explica lo que ocurrió cuando Moscú se “ruralizó”, que es lo que pasó tras la Revolución: no hubo una urbanización del país sino una “ruralización” de sus ciudades. Millones de ciudadanos de zonas rurales se desplazaron a las ciudades y trajeron consigo sus costumbres. Había superpoblación y falta de civismo. Además, el nuevo régimen, durante el caos de la Revolución, había proscrito determinados “lujos”. El váter fue uno de ellos. “La denuncia del retrete como símbolo de una forma de vida burguesa, combinada con la inmigración masiva en la ciudad, crearon una situación difícil de gestionar”. La crisis de salud pública que se originó obligó al régimen a frenar algunos de sus proyectos de eliminación radical con el pasado.

A veces por necesidad y a veces por inercia, hubo más continuidades entre el régimen zarista y el nuevo régimen soviético de lo que uno podría pensar. Los grandes proyectos soviéticos de urbanización y de construcción de infraestructuras en realidad eran herencia de otros planes similares durante el zarismo. Y cabe sospechar que el uso de trabajadores forzados y semiesclavos también. Y no solo hubo continuidades con el pasado sino también sinergias sorprendentes con otros países como Estados Unidos, especialmente en los años treinta. Stalin buscaba combinar “el pragmatismo americano y la pasión bolchevique”. La URSS quería crear una nueva civilización de vanguardia y sin clases y su gran ejemplo de progreso y valores antiaristocráticos eran los Estados Unidos de Franklin D. Roosevelt. Sin la influencia y la ayuda de arquitectos e ingenieros estadounidenses, el estalinismo no habría sido igual.

El siglo soviético parece, por su gran tamaño y estructura fragmentaria y casi enciclopédica, una obra de consulta. En cierto modo lo es. La mayoría de sus capítulos puede consultarse de manera aislada, aunque hay innumerables hilos invisibles y concomitancias. Al mismo tiempo, pocas enciclopedias son capaces de combinar tan bien la amplitud y el rigor con el entretenimiento y la ligereza. El siglo soviético es un libro que uno abre para consultar y acaba leyendo hasta el final.