Autor: Varios
Editorial: Varias

Contra el imperio

Cuatro libros publicados durante el año de guerra abordan la historia de Ucrania y la naturaleza del conflicto desde puntos de vista distintos: la construcción de Zelenski como líder a través de sus discursos; el día a día de la guerra contado por uno de los más respetados escritores ucranianos; el valor geopolítico de Ucrania para Rusia y Occidente, y la vida de los ucranianos comunes y sus visiones políticas antes de que estallara el conflicto.
Ricardo Dudda
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Hace un año, el 24 de febrero de 2022, un antiguo imperio colonial en decadencia invadió una de sus antiguas colonias, una democracia que se independizó de su metrópoli hace poco más de 30 años. La justificación de la guerra fue muy pobre y nada original: la excolonia estaba supuestamente oprimiendo minorías lingüísticas, estaba en una deriva autoritaria y el imperio debía acudir para salvarla. El motivo real era una combinación de intereses geopolíticos (la excolonia estaba cada vez alejada del área de influencia cultural y económica de su exmetrópolis, y cada vez más cerca de Occidente y de la OTAN) y argumentos nacionalistas (realmente la nación de la excolonia no existía, sostenía el emperador, era una construcción artificial). El resultado fue el inicio de una guerra entre dos países que llevaban casi diez años con un conflicto armado en barbecho, que había provocado 10.000 muertes, pero no había alcanzado el estatus de guerra total.

El conflicto puso a Ucrania en el centro del relato global. Demostró que era un país que se negaba a ser títere de otras potencias. En ese relato contribuyó especialmente su presidente, Volodímir Zelenski, que en 2019 ganó las elecciones con una plataforma populista y obtuvo el 73% de los votos. Con los años fue perdiendo popularidad, pero la recuperó cuando comenzó el conflicto. El presidente no abandonó la capital, a pesar de que estaba siendo atacada, y se convirtió rápidamente, como escribe el periodista de The Economist Arkady Ostrovsky en el prólogo de Un mensaje desde Ucrania (Debate, 2022), que reúne los mejores discursos de Zelenski, en el “voluntario en jefe” en una “nación de voluntarios”. No hace falta indagar mucho en Zelenski, una figura que ha alcanzado tal notoriedad que la revista Time (un termómetro ya no tan fiable del estado del mundo, pero con cierta relevancia) lo nombró personaje del año. Su popularidad doméstica era alta, pero en el resto de Occidente era mesiánica. Su estrategia comunicativa en el exterior fue desde el principio brillante. En los seis meses posteriores a la invasión, dio 100 discursos en todo el mundo. Intentó convertir la guerra en algo que no solo afectaba a Ucrania, sino a Occidente. Un día después del inicio de la invasión, dio un discurso en el que dijo: “La cuestión no es simplemente que Rusia haya invadido Ucrania. La cuestión es que es el inicio de una guerra contra Europa. Una guerra contra la unidad en Europa, contra los derechos humanos fundamentales en Europa, contra la coexistencia pacífica de los países de Europa y contra la negativa de los Estados europeos a emplear la fuerza para resolver los conflictos fronterizos”. En su gira por todo el mundo, al menos el mundo favorable a su causa (que es casi sinónimo del mundo entero; solo Eritrea, Corea del Norte, Bielorrusia y Siria votaron en la ONU en contra de denunciar la invasión rusa), apeló a la historia y sensibilidad de cada país. En España, por ejemplo, mencionó el bombardeo de Guernica. En Alemania, mencionó el muro de Berlín. En Israel citó a Golda Meir, la primera ministra de Israel entre 1969 y 1974, que nació en Kiev: “Tenemos la intención de seguir vivos. Nuestros vecinos quieren vernos muertos. No es una cuestión que deje demasiado espacio para los acuerdos”. Este último mensaje es un claro ejemplo de la postura actual de Zelenski. Fue elegido en 2019 con la promesa de la paz; en poco tiempo pasó a defender la victoria. En el prólogo a sus discursos, escrito en octubre de 2022, dijo: “¿Qué será lo que traiga el fin de la guerra? Antes decíamos: ‘La paz’. Ahora decimos: ‘La victoria’”.

 

Crónicas de una invasión

Un par de meses antes de la invasión, los ucranianos no estaban muy preocupados por la guerra. Al fin y al cabo, llevaban conviviendo con ella casi una década. “No parece que la mayoría de los ucranianos tengan mucho miedo de nada”, escribió el escritor Andréi Kurkov en su diario el 3 de enero de 2022, “ni de Rusia ni de la COVID. A juzgar por las encuestas de opinión, a lo que más teme la mayor parte de la ciudadanía ucraniana es a la pobreza. Por eso, más de un millón de personas se han ido a vivir y trabajar a Polonia”. Un mes más tarde, apenas diez días después de la invasión, Kurkov escribió: “Pese a la constante amenaza de guerra, en este país las cosas deben estar yendo sobre ruedas. ¿Cómo si no podría el presidente Zelenski haber prometido entregar a todas y cada una de las personas vacunadas mayores de sesenta años un smartphone?”

Los diarios de Kurkov, publicados por la editorial Debate bajo el título Diario de una invasión, son un ejemplo de literatura inmediata: incluso un año después de la invasión siguen siendo una lectura imprescindible sobre Ucrania. Kurkov está atento a la política de su país, narra con brío su historia (que entremezcla con la biografía de su familia), es crítico con sus defectos (la corrupción, la pobreza), y sobre todo es honesto y nada propagandístico: es un ucraniano de etnia rusa y lengua rusa que ama su país no solo porque es su país, sino porque también es una promesa de libertad, prosperidad e igualdad. Ucrania, al fin y al cabo, es una democracia muy joven y con muchos fallos; al mismo tiempo, tiene una sociedad civil que ya querrían muchas democracias viejas y anquilosadas en Occidente. Es algo que se ha repetido mucho en la última década sobre Ucrania: sus deseos de acercarse a Occidente coinciden con una época de desencanto y cinismo en Occidente, y quizá son un recordatorio de que las democracias liberales siguen siendo, a pesar de sus fallos, el mal menor.

Sus diarios no solo desvelan aspectos del conflicto que quizá fueron ignorados por la prensa internacional. Son también un relato costumbrista sobre cómo es el día a día durante una guerra. Como el gobierno ha prohibido el alcohol, su consumo es clandestino. Pero en muchos lugares la prohibición no se aplica; ¿qué hay de malo en tomarse una copa cuando tu vida está en constante amenaza? Llega la temporada de siembra y los agricultores ucranianos no solo tienen miedo de las bombas sino que a veces en sus campos hay restos de artillería y tanques abandonados. Unos granjeros se quedaron con varios de ellos y no lo notificaron al ejército; el Estado los multará en cuanto termine la guerra. “Los grandes camiones de mudanzas se ven más que nunca en las calles de Kiev. Tienen el cometido de vaciar el contenido de las casas de las personas que han huido de la ciudad y que no tienen planes realistas de regresar. También recogen y se llevan los coches caros que han sobrevivido al comienzo de la guerra en aparcamientos o garajes subterráneos”. “El número de ciudadanos ucranianos que se han marchado al extranjero supera ya los cuatro millones, en su mayoría madres con sus hijos. De los dieciséis millones de personas desplazadas internas, más de la mitad son niños, y ahora los padres tienen que decidir a qué escuela de qué pueblo, de qué ciudad o incluso de qué país van a enviar a sus hijos”. Hay situaciones surrealistas: ciudadanos que siguen teniendo que pagar la factura del gas a pesar de que su edificio ha sido destruido, miles de personas están comprando entradas para un zoo en Mikoláiv que ha sido bombardeado, así ayudan a mantener con vida a los animales. Sus reflexiones nunca caen en el cliché ni los lugares comunes, y muestran una honda preocupación por el destino de su país: “Antes de la guerra, la edad promedio de la población rusa estaba un poco por encima de los cuarenta y dos años y la de la población ucraniana, un poco por debajo de los cuarenta y uno. Después de la guerra, dada la pérdida de soldados rusos, es probable que la media de edad de la población rusa suba un poco, pero la media de la población ucraniana aumentará mucho más debido a la cantidad de niños que se han marchado al extranjero como refugiados”. Como presidente de PEN Ucrania (la asociación internacional de escritores), Kurkov está preocupado por el destino de los escritores ucranianos, por la falta de papel, por la importancia de dejar de lado la ficción para explicar al mundo lo que está ocurriendo (“Por ahora, todo escritor, todo artista o todo representante de cualquier profesión creativa ha de trabajar por su país y por la victoria en esta guerra”, una afirmación que puede parecer problemática, pero que al mismo resulta comprensible en el calor de la guerra).

 

Ucrania como tablero geopolítico

Diario de una invasión no explica a fondo la guerra. Son los diarios de un intelectual comprometido con una causa noble. Es una historia íntima de Ucrania. En Ucrania 22, en cambio, el historiador Francisco Veiga aborda el conflicto desde un prisma completamente opuesto: Ucrania como gran conflicto geopolítico, escenario de una batalla entre potencias. Su análisis es de largo plazo.

Cree, y es una idea en la que coincide con otros analistas como Serhii Plokhy, que lo que realmente hundió a la URSS, lo que puso el último clavo en su ataúd y provocó un efecto contagio, fue la independencia de Ucrania. Si se hubieran independizado solo las repúblicas bálticas y del Cáucaso, pero hubiera permanecido Ucrania, quizá la URSS no habría caído tan rápidamente. Quizá incluso habría sobrevivido. Pero al caer Ucrania, se cayó el castillo de naipes. Esta es una de las raíces del resentimiento ruso que ha llevado a esta guerra: el imperio cayó por culpa de Ucrania. Para recuperar la gloria del pasado, lo que había que hacer era recuperarla.

Veiga habla de otros dos resentimientos rusos importantes en los años noventa. Ambos tienen que ver con Estados Unidos. Aunque Rusia siguió las recetas neoliberales de EEUU (privatizaciones, liberalizaciones, desregulación), no se ganó su respeto y siguió siendo ninguneada (por ejemplo, durante las guerras en la antigua Yugoslavia). “Hemos hecho lo que nos pedisteis y seguís sin tratarnos con respeto”, escribe Veiga. La otra cuestión es similar. EEUU dio promesas a Rusia de que la OTAN no se expandiría más hacia el este, pero siempre fueron muy ambiguas. “Las inciertas y atropelladas garantías se le ofrecieron a Gorbachov pero, a la vez y específicamente, a la Unión Soviética. Una vez que esta entidad dejó de existir y fue sustituida por Rusia, con un nuevo estadista en Moscú, se podía alegar que incluso aquellos velados cantos de sirena habían caducado”. Ambas son tesis interesantes. Al mismo tiempo, el análisis que hace Veiga de los precedentes que llevaron a la guerra de Ucrania está demasiado centrado en Ucrania como tablero geopolítico, una postura bastante común en algunos analistas de esta guerra: según sus análisis, Ucrania parece que no posee agencia ni capacidad de voluntad, es un escenario donde se disputan batallas más importantes entre potencias. Es una postura cuestionable. La guerra no se está produciendo en una buffer zone, sino en el país con mayor superficie de Europa, con una población de 44 millones de habitantes. Es una democracia muy imperfecta, débil, con grandes problemas de corrupción y pobreza, pero también con un rumbo claro hacia la democracia liberal: su occidentalización y acercamiento al Oeste tienen más que ver con su rechazo al modelo autoritario que propone Putin que con un rechazo a Rusia. Y que la UE y Estados Unidos estén interesados en ese acercamiento no significa que Ucrania sea un “Estado clientelar” (un concepto que usa Veiga) capturado por los intereses occidentales. El autor, por ejemplo, analiza las revoluciones naranja y la de Maidán desde el prisma de la involucración estadounidense y europea en ellas, sin tener en cuenta otros factores domésticos importantes. Al explorar solamente el país desde esta perspectiva, Veiga no cuenta la historia completa, y olvida a los millones de ucranianos que salieron a las plazas en busca de una mejor vida. No lo hicieron porque quisieran entrar en la UE o porque Bruselas se lo dijera; simplemente salieron cansados de la corrupción y la pobreza. Como escribe Borja Lasheras en Estación Ucrania. El país que fue (Libros del K.O., 2022), “muchos manifestantes vivieron el Maidán como el 1989 que Ucrania no tuvo.”

 

Ucranianos de a pie

En su libro, Lasheras, que es Senior Fellow del Center for European Policy Analysis (CEPA), cubre los huecos que deja Veiga en su libro. Es un viaje lírico y riguroso por la Ucrania previa a la guerra. Es un retrato de un país complejo y tremendamente diverso. Es también un intento de mostrar que los ucranianos tienen cara, aspiraciones y sueños, y no son simples peones en una batalla geopolítica. El enfoque de Lasheras y el de Kurkov son parecidos. Ambos hablan de las diferencias entre ucranianos sin fetichizarlas, sin considerar que esas diferencias llevarán al país a una guerra civil, al contrario que hace Veiga, que cae en el error de considerar que las divisiones en el país (étnicas y lingüísticas) han sido durante años una bomba de relojería que ha explotado con la guerra del 2022. Como si lo que estuviéramos viviendo ahora fuera una guerra civil (el concepto aparece muchísimas veces) y no una invasión por parte de una potencia extranjera.

En Estación Ucrania, Lasheras viaja por todo el país. Habla con gente en trenes, en bares, en plazas. Intenta demostrar que Ucrania no es una caricatura post-soviética, un país de antiguos trabajadores soviéticos y babushkas que huelen a col hervida. Siente especial fascinación por los jóvenes hipsters, locales clandestinos, poetas malditos, diseñadores que estudiaron en Berlín, activistas y hackers… No es, obviamente, una visión completa del país, que en algunas regiones sigue siendo esa caricatura. Y es verdad que su postura coincide con la propaganda ucraniana durante años (quien escribe esto fue invitado en un par de ocasiones a Kiev y se le mostró una Ucrania guay donde uno puede pedir cafés de especialidad y la gente viste de Zara). Pero su postura es honesta, no propagandística. Surge de un amor genuino por el país.

Lasheras también conoce la historia de Ucrania. Busca desafiar algunos lugares comunes sobre las “dos Ucranias”, irreconciliables: el este prorruso y el oeste pro-occidental. “De entre los muchos lugares comunes sobre Ucrania, hay uno que suele presentar a Járkiv como una de las ciudades más ‘rusas’ de este país y Lviv, al oeste, como origen del nacionalismo ucraniano. Eso es inexacto”. Por ejemplo, prosigue Lasheras, “fue Járkiv […] el lugar en el que se imprimieron los primeros periódicos con textos en ucraniano, como el Heraldo Ucraniano. En las postrimerías del siglo XVIII, un tal Iván Kotliarevsky, de Poltava [una ciudad a 150 km de Járkiv], que había luchado contra los turcos y Napoleón, escribió el poema Eneida, parodia de la obra de Virgilio. A Kotliarevsky se le considera el creador del lenguaje ucraniano moderno”. Y Poltava, una ciudad en la Ucrania supuestamente rusófona, se llamó durante el siglo XX el “centro espiritual de Ucrania”. Lasheras analiza el pasado ucraniano para comprender mejor el país, no como ariete para los debates contemporáneos. Pero también bucea en la historia de Ucrania para luchar contra malentendidos o manipulaciones. “El lema ‘Slava Ukrayini, heróyam sláva’ (¡Gloria a Ucrania y a los héroes!) usado en el Maidán no lo es solo de la UPA y la OUN [organizaciones ultranacionalistas y de extrema derecha durante la Segunda Guerra Mundial], que lo hicieron oficial, añadiendo la segunda parte: tiene su origen en estudiantes de Járkiv de fines del siglo XIX, con un poema de Shevchenko que menciona ‘¡Gloria a Ucrania!’, y se generalizó en la lucha por la independencia de 1917-1921”. La combinación de análisis histórico, periodismo de viajes y política contemporánea recuerda al excelente In Wartime: Stories from Ukraine, del periodista de The Economist Tim Judah. Pero las escenas costumbristas y las conversaciones con ucranianos de a pie recuerdan más a Diario de una invasión o a un periodismo más literario. El libro está lleno de escenas emocionantes y se cierra con varios fragmentos en formato diario sobre la guerra. Por ejemplo, una conversación con su colega Denys: “Estoy bien, haciendo cosas ilegales por el código penal en los tiempos de paz 🙂 ¿Podrías relatarme algo sobre Madrid? Como visualización de una ciudad sin guerra, con vida normal”.

 

La mente colonial

¿Cómo acabará esta guerra? En sus diarios, Kurkov fantasea con la posibilidad de una victoria. Es la postura de Zelenski; antes paz y hoy victoria. Pero no parece tan fácil. Como escribe Timothy Garton Ash en un artículo en The New York Review of Books, “los imperios no suelen rendirse sin luchar. Es una ilusión peligrosa creer que uno de los mayores imperios terrestres de Europa, el imperio ruso (posteriormente soviético) que duró siglos, simplemente se disolvió pacíficamente en tres milagrosos años, 1989-1991, y que ahí terminó la historia”. Los ucranianos son conscientes de esto. Como continúa Garton Ash, “cuando consiguieron viajar sin visado a la UE en 2017, el predecesor de Zelenski, Petro Poroshenko, dijo que se trataba de ‘una salida definitiva de nuestro país del Imperio ruso’. Putin está librando una guerra neocolonial para tratar de revertir esa salida, y los ucranianos están inmersos en una guerra anticolonial de liberación nacional, como en su día lo estuvieron los indios contra Gran Bretaña y los argelinos contra Francia.”

El problema es que en Occidente aún hay muchos que no lo ven así. En cierto modo, ven a Ucrania como los rusos nacionalistas, como “Rusia menor” o “Pequeña Rusia”, el concepto con el que se definió Ucrania durante siglos en el Imperio Ruso. Es decir, sí, está mal que Rusia haya invadido Ucrania. Pero, al fin y al cabo, ¿no son también rusos, o casi rusos? ¿No son hermanos? ¿Por qué no se reconcilian? Como dice la politóloga Gwendolyn Sasse, “muchos en Occidente aún no han descolonizado su propia visión de Ucrania, y más ampliamente de los países que una vez formaron parte de la Unión Soviética”. Los ucranianos luchan para liberarse de un tirano, pero también contra los clichés de la mentalidad neocolonial que los considera figurantes y no protagonistas de su propia historia.