la quiebra de las democracias
Autor: Juan J. Linz
Editorial: Alianza Editorial
Fecha: 2021
Páginas: 280

Democracia por oposición

La reedición de ‘La quiebra de las democracias’, de Juan J. Linz, el politólogo más influyente de nuestro país, resulta más que oportuna en nuestros días, ya que sus reflexiones tienen plena vigencia para ilustrar debates contemporáneos. A su juicio, la democracia tiene mucho que ver con la gestión de los límites del disenso.
Pablo Simón
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La reedición de La quiebra de las democracias de Juan J. Linz no puede ser más pertinente. Primero, por el claro proceso de contra-ola democrática (parafraseando a Huntington) que estamos viviendo desde la primera década del siglo XXI. Normal que esto haya acrecentado el interés de periodistas y académicos en la materia, algo palpable en el creciente número de publicaciones al respecto, y que apunta muy bien la muerte del “optimismo democrático” tras la Guerra Fría. Pero, además, el libro tiene valor no solo por rescatar el pensamiento de Linz, el politólogo más influyente que ha dado jamás nuestro país, sino también porque demuestra hasta qué punto se trata de un clásico. Sus reflexiones e intuiciones intelectuales tienen plena vigencia para iluminar debates contemporáneos como el que nos ocupa.

Linz tiene dos premisas de partida. La primera es que no existe determinismo histórico para las quiebras democráticas. Antes bien, la estructura (desigualdades sociales, distribución de la tierra, dependencia exterior…), las instituciones (el sistema electoral, la forma presidencial o parlamentaria…) y las propias decisiones que adoptan los actores están interrelacionadas. La estructura e instituciones pueden ampliar o limitar el campo de actuación de las élites, en especial ante crisis, pero se trata de un proceso dinámico y contingente. La segunda premisa del autor es el valor intrínseco que tiene lo democrático. Desde una definición minimalista, muy en la línea de Przeworski o Dahl, el politólogo distingue de manera analítica el tipo de régimen de los resultados que produce, en especial, por lo que toca al orden socioeconómico.

Ahora bien, estos mismos resultados sí que pueden tener un efecto sobre la legitimidad del sistema democrático. Esta discusión es inevitable que emerja cuando Linz está enormemente influido, tanto en este libro como en toda su obra, por el colapso de las democracias europeas en el periodo de entreguerras y, muy en particular, de la Segunda República española. La ciencia política clásica distingue entre legitimidad específica (la asociada a rendimientos) y la difusa (por el valor de sus reglas en sí mismas) de un régimen político. Sin embargo, en qué momento la primera y la segunda se deslindan no es algo evidente. Parecería que la democracia, por ese valor intrínseco que posee, debería estar más blindada contra malos resultados, pero Linz alerta contra esto último.

 

«La ciencia política clásica distingue entre legitimidad específica (asociada a rendimientos) y la difusa (por el valor de sus reglas en sí mismas) de un régimen político».

 

A juicio del politólogo, tanto eficacia como efectividad son relevantes para la legitimidad. La eficacia se refiere a la capacidad del régimen para solucionar problemas básicos e intereses colectivos en su conjunto. Para ello se necesita jerarquizar e identificar prioridades, neutralizar enemigos… y refiere a cosas tan básicas como el orden público o la previsibilidad de las normas. La efectividad menciona la capacidad del sistema para poner en práctica las medidas que se adoptan pues, habiendo acuerdo político en medios y fines, podría ser que no se los pueda llevar al efecto. Justo aquí, alerta Linz, es donde puede aflorar la diferencia entre las expectativas de la población y la satisfacción de los resultados, lo que se promete y lo que se da, algo que arrastraría al descontento y a la pérdida de legitimidad de todo el sistema.

Desde la perspectiva de los agentes la incapacidad para generar gobiernos estables y el multipartidismo polarizado puede favorecer la quiebra democrática. Ahora bien, lo que obsesiona a Linz a lo largo de todo el libro es el posicionamiento de los actores ante el régimen y, muy en particular, si la oposición es “desleal” o “semileal”. Pese a escribir sobre un contexto de brutalidad de la política y de extremismos antidemocráticos (comunismo y, sobre todo, fascismo), esta reflexión recupera su vigencia cuando recuerda como estos actores participan del juego político legal para optar al poder, pero haciéndolo compatible con la movilización callejera, la violencia, la retórica contraria al sistema o partidaria de la restricción de libertades.

 

Democracia y límites

La democracia, por tanto, tiene mucho que ver con la gestión de los límites del disenso. Incorporar a la oposición como parte del régimen es importante para apuntalar su supervivencia (“hace falta sensibilidad en la fase inicial” dice Linz hablando implícitamente de la Transición Española frente a la Segunda República). Algo que, además, puede ser factible si se le deja que ocupe parcelas de poder a nivel regional y local. Ahora bien, al mismo tiempo, aislar a la oposición “desleal” sin normalizarla como un actor más del sistema es tan importante como asegurarse de que los partidos “semileales” terminen ensanchando la coalición que trajo la democracia en primer lugar. Por eso su discusión también se extiende a la instauración y consolidación de las democracias ya que esos momentos fundantes generan fuertes “dependencias de la senda” ante crisis futuras.

Retrospectivamente es fácil culpar a instituciones o sistemas electorales de traer el colapso democrático, pero Linz apunta cómo las expectativas de la población ante un nuevo régimen pueden verse rápidamente frustradas si se meten muchos asuntos en el orden del día sin efectividad para resolverlos, sobre todo cuando se está en un contexto de perturbaciones económicas (de nuevo mirando a 1931). Por eso, dice, mejor que las primeras reformas sean limitadas, pero rápidas en llegar a grupos pequeños y visibles.  Previene, por el contrario, de incidir demasiado en lo simbólico; es verdad que es más factible de llevar a efecto, pero enajena a una oposición que podría ser leal y termina generando pérdida de legitimidad.

Particularmente deliciosa es la diatriba de Linz contra los intelectuales y su capacidad de arrastre a clases medias educadas en contra de la democracia. La ambivalencia de quien opera en el “deber ser”, su desprecio por el hombre corriente o al político profesional pueden estar detrás de este proceder. Quizá, dice el autor, su pulsión contra la democracia tenga que ver con que no pueden tolerar un sistema compatible con un orden que les indigna y cuyo cambio solo es posible a través de la voluntad del electorado y no de su poderosa providencia. Con todo, no minusvalora el daño que hacen al mover el campo de las ideas por la pendiente antidemocrática.

En La quiebra de las democracias siempre es una crisis la que pone a prueba el sistema y, si se fracasa en su resolución, la que acaba generando una transferencia de poder a fuerzas autoritarias. Crisis que nacen de problemas que acaban siendo vistos como irresolubles dentro del régimen, pero que Linz señala que vienen dados por unas élites cuyas decisiones pasadas les abocan a tal dilema. Y aunque, en términos de Hirschman, la lealtad hacia la democracia puede tener una inercia (lo que explica que las democracias más longevas estén menos amenazadas), en muchos casos se genera un momento crítico en el que o el régimen recompone sus apoyos (reequilibrio) o viene el colapso.

Linz hace mucho hincapié, en este punto, en el papel desempeñado por la violencia política, en la época poco estudiada, pero decisiva para un colapso revolucionario. Arrojado al pretorianismo de depender de las fuerzas armadas para sobrevivir o apoyado en las milicias de organizaciones semi-leales, para el régimen se trata de una senda de no retorno. El acceso al poder por vías legales combinadas con el uso de violencia es la tónica dominante que ilustra Linz en todas las jóvenes democracias nacidas tras la descomposición del Imperio austro-húngaro o la Italia y Alemania de entreguerras. Por eso Linz también comenta como, aunque la mayoría de las quiebras democráticas vienen desde la derecha, la izquierda también desempeña un papel clave debilitando la legitimidad democrática con sus acciones de oposición al régimen.

 

«Aunque la mayoría de las quiebras democráticas vienen desde la derecha, la izquierda también desempeña un papel clave debilitando la legitimidad democrática con sus acciones de oposición al régimen»

 

Dos asuntos afloran con frecuencia en la obra de Linz y aquí no es una excepción. El primero es el peligro del presidencialismo como institución que erosiona la estabilidad democrática. La indivisibilidad del ejecutivo, la falta de un poder moderador neutral (un jefe de Estado que no sea de gobierno) y los bloqueos entre poderes terminan llevando a que la intervención de los militares sea más probable. Es decir, que mientras que en el modelo parlamentario una crisis hace caer al gobierno, en el presidencial a quien tumba es al régimen. Llega incluso a defender que estos factores endógenos son más importantes en la caída de Salvador Allende, por ejemplo, que la acción de un golpe exterior.

El segundo asunto es la difícil compatibilidad de la democracia con los Estados multinacionales. Dado que el Estado-nación es el lugar natural de nacimiento del gobierno representativo, su ausencia hace que la gestión de las minorías nacionales, la crítica a las fronteras del Estado o su potencial solapamiento con otros conflictos (como el religioso o ideológico), sean fuente permanente de disputa. Incluso en contextos descentralizados esta realidad diversa genera una inestabilidad que se filtra hacia el régimen, incrementando asimismo lo sugerente de una solución autoritaria. Pese a sus simpatías por el modelo consociativo de Lijphart, que reparte y comparte el poder entre diferentes grupos sociales y culturales, Linz siempre ha sido aquí bastante pesimista.

Por último, Juan Linz también trata el reequilibrio democrático como una posibilidad de sortear las crisis. En situaciones muy específicas se puede dar una relegitimación del sistema facilitando una transición de poder a un agente no manchado, con compromiso democrático, aunque este cambio suponga violentar la legalidad. Así se refiere a la transición de la IV a la V República de manos del general De Gaulle. Sin embargo, Linz choca con sus contradicciones cuando comenta que, aunque esta vía tensiona el sistema, quizá sea mejor “una democracia menos democrática que el riesgo de una guerra civil y un sistema autoritario” (pág. 258). Incluso menciona la posibilidad de una dictadura republicana de Manuel Azaña para haber evitado el colapso de la guerra civil española. Su apelación a un hombre fuerte en situaciones de excepción para preservar la autenticidad democrática tiene un encaje difícil con la experiencia que él mismo dibuja en el resto del texto.

En resumen, el libro de Linz nos sigue ofreciendo una guía muy útil sobre una cuestión tan candente como son los retrocesos autoritarios. Su obra no se puede desligar de sus influencias y contexto; mirando a entreguerras y, de reojo, a las jóvenes democracias de los años 70. Con todo, si a este texto se lo hace dialogar con otras obras contemporáneas, mismamente la de Levitski y Ziblatt, se percibe con claridad su vigencia. Linz identifica a la perfección cómo decisiones y acuerdos entre las élites sobre el valor intrínseco de la democracia cobran tanto valor como el marco socioeconómico e institucional para asegurar su supervivencia en tiempos de crisis.