POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 90

El 11-S y el orden mundial

La comunidad internacional afronta hoy una paradoja. Su principal potencia, EEUU, impulsora de las instituciones que mantuvieron la estabilidad mundial durante más de cuatro décadas, quiere hoy aparcar ese orden y crear otro con sus propias normas.
William Pfaff
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La consecuencia geopolítica de los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington ha sido la destrucción, para bien o para mal, de la estructura geopolítica internacional creada a principios de la década de los noventa tras el colapso del sistema soviético. El orden mundial existente en aquel momento, de un claro duopolio soviético-estadounidense, se transformó en un sistema de dominio americano. En términos militares, supuso prácticamente un monopolio de poder; monopolio, sin embargo, ejercido de forma suave en los años siguientes. La dominación estadounidense no causó inquietud alguna entre el resto de las principales naciones, ya que se consideraba que Estados Unidos, independientemente de sus excentricidades o excesos, era un país en quien se podía confiar, y un guardián responsable del orden mundial.

La elección de George W. Bush parecía prometer una cierta renovación del aislacionismo estadounidense y una renovada concentración en los asuntos internos. Fuera de sus fronteras se temía, sobre todo en Europa, que la nueva administración Bush desatendiera asuntos cuya solución había dejado complacientemente en manos de Washington.

El horror que se vivió el 11-S cambió todo aquello. EE UU pasó a centrarse en la llamada “defensa nacional”; defensa nacional que en realidad ha demostrado significar una guerra contra el régimen talibán en Afganistán y, según parece, una acción militar “de carácter preventivo” e incluso unilateral si fuera necesario, contra Irak, y posiblemente contra otras naciones en el futuro.

Lo que ya se conoce como “fenómeno 11-S” tuvo, sobre todo, efectos psicológicos en EE UU. Por lo demás, el mundo no pareció haber cambiado. Europa, Rusia, China, todos siguen en sus órbitas. Sin embargo, EE UU no. ¿Por qué?

Los movimientos islámicos radicales que consideraban a EE UU su enemigo –el “gran Satán”, como los radicales iraníes lo denominaron hace un cuarto de siglo– existen desde hace muchos años. Han sido los responsables de reiterados ataques contra tropas e instalaciones estadounidenses.

Las Torres Gemelas de Nueva York ya habían sido atacadas en 1993 por personas vinculadas a Al Qaeda. En 1983, 241 marines estadounidenses fueron asesinados por militantes palestinos en Beirut. En 1996, instalaciones americanas fueron bombardeadas en Arabia Saudí, probablemente por grupos relacionados con Al Qaeda, y en 1998 dos embajadas de EE UU en África oriental, Kenia y Tanzania, con el resultado de 224 muertos.

En Líbano, bajo la administración de Ronald Reagan, las bombas provocaron una abyecta retirada estadounidenses del país. En casos posteriores, con Bill Clinton, se vivieron unos primeros momentos de gran indignación que dieron paso a un amplio periodo de indiferencia. El primer ataque contra las Torres Gemelas no sirvió para que las agencias gubernamentales reflexionasen acerca del modo en que podría lanzarse ese mismo ataque con mayor éxito la próxima vez. Pero, por supuesto, los responsables del atentado sí lo hicieron, y encontraron la solución.

 

El enemigo en casa

Creo que fue Marx quien afirmaba que un cambio de escala puede convertirse en un cambio cualitativo. Hasta septiembre de 2001, los americanos ­habían insistido en considerar las relaciones y los conflictos internacionales como una especie de realidad virtual que carecía de cualquier tipo de conexión real con sus vidas… o incluso con la de cualquier ser humano. Cuando, el pasado año, las víctimas del conflicto internacional resultaron ser estadounidenses, personas que vivían en EE UU, contándose por miles, y además en el mismísimo centro de dos de sus ciudades más importantes, los americanos, por fin, reaccionaron.

En Washington, el resultado fue el afianzamiento de una determinada comunidad de pensamiento dentro del debate de la política nacional, que pretende una reestructuración radical del panorama geopolítico internacional: una modificación con implicaciones fundamentales y consecuencias potenciales para Europa occidental y la Unión Europea. Volveré sobre este punto más adelante.

 

«La influencia del Pentágono en Washington da prioridad a medidas militares en vez de políticas»

 

Las reacciones iniciales, obviamente precipitadas, de Bush incluyeron tres graves errores, provocando gran confusión intelectual en el debate y el análisis en EE UU. El primero fue identificar al enemigo con “el mal”.

Uno podría decir que lo que los terroristas hicieron fue malvado, aunque por supuesto ellos no opinarán lo mismo al respecto. De hecho, el enemigo de EE UU no fue el mal en sí, eso sería absurdo. El mal es inherente al ser humano, pero carece de existencia independiente, excepto en la formulación teológica en la que se le identifica con Satán, que se rebeló contra la inmanente bondad de Dios. Y seguro que esto no es lo que tienen en mente Bush, Dick Cheney, Ronald Rumsfeld y sus socios. El mal forma parte de la naturaleza del hombre, y ésta no puede ser vencida por medios políticos o militares. Ni siquiera EE UU tiene poder para hacerlo.

Los enemigos de EE UU son individuos asociados con otros individuos dentro de Al Qaeda y otros grupos hostiles a ese país, que están convencidos de que es el enemigo de su religión y su civilización.

El segundo error de la administración Bush fue hablar y actuar como si el “terror” fuese el enemigo, como si el terror tuviese alguna existencia material más allá de los individuos que hacen uso de él como arma de combate contra EE UU (o Is­rael). El terror no puede tratarse ni “derrotarse” sin tener en cuenta los motivos políticos y creencias religiosas que incitan a las personas a utilizarlo como arma de guerra. El terror sólo desaparecerá cuando se tengan en cuenta esos aspectos.

EE UU ha contribuido a aumentar aún más la confusión en torno a este asunto, alentando a otros gobiernos a identificar sus propias luchas contra diversos grupos separatistas o insurrectos, sea cual sea la justificación o cualidad intrínseca de estos últimos, con su guerra contra “el terrorismo”. Rusia, Israel, China y otros países se han beneficiado cínicamente de esto.

La conclusión lógica derivada de todo lo anterior es que EE UU es el aliado de Israel contra los palestinos, de Rusia contra los separatistas chechenos, del gobierno filipino contra los separatistas musulmanes, etcétera, lo cual no ha hecho bien a nadie, y mucho menos a EE UU.

El último error grave cometido por los americanos el 11-S fue interpretar su desafío en términos de un ataque militar, que le llevó a buscar y supuestamente encontrar una solución militar. Esto se debió a lo que podríamos llamar “tiranía de los medios”. EE UU dispone de enormes medios militares. Este poderío, junto con la influencia intelectual y política que el Pentágono ejerce en los círculos políticos de Washington, tiene como resultado que se otorgue prioridad a las medidas militares en la búsqueda de soluciones políticas. Las acciones militares aparentemente proporcionan respuestas simples y directas que suelen ser además satisfactorias desde un punto de vista político y emocional, aunque por lo general acaben siendo un fracaso a la hora de resolver las cuestiones fundamentales.

Si un problema se define como militar, es necesario seleccionar un objetivo militar que atacar. En este caso, se contaba con el régimen talibán de Afganistán. Sin embargo, el derrocamiento de dicho régimen, por muy positivo que haya podido ser en muchos aspectos, no ha conseguido, tal como hemos visto, acabar con la amenaza del terrorismo. Washington asegura que ésta es mayor que nunca.

Con la derrota del régimen talibán no se ha logrado detener a Osama bin Laden ni tampoco, hasta donde sabemos, a sus principales colaboradores. Se ha dejado a Afganistán en una situación inestable, al igual que a Pakistán, y se ha agravado el conflicto indo-paquistaní. Así, uno podría preguntarse si la guerra en Afganistán ha supuesto realmente un éxito para Washington. Esperemos que acabe siendo un éxito duradero para los afganos. Aunque eso está por ver. Nos encontramos al principio, no al final, de esta historia, y las previsiones no son especialmente buenas.

Los atentados de Nueva York y Washington no fueron ataques militares. Los terroristas, por lo que hoy sabemos, constituían una asociación de militantes de generación espontánea y sin excesiva organización, movida por ideales religiosos e ideológicos. Probablemente no esperasen “derrotar” a EE UU ni obtener de este país ninguna ventaja o concesión política. Su propósito fue administrar un castigo ejemplar a EE UU por lo que ellos consideraban ofensas a su pueblo, a la sociedad musulmana y al islam.

Deberíamos señalar, no obstante, que el propósito declarado de Bin Laden fue desde el principio expulsar a las tropas de “infieles” americanos de Arabia Saudí y de las proximidades de los Santos Lugares, donde tras la guerra del Golfo, en un acto de fatídico orgullo desmedido, EE UU se empeñó en permanecer, a pesar de las objeciones de los saudíes.

Actualmente esas tropas se están retirando. Arabia Saudí ha prohibido el uso de sus bases durante la guerra en Afganistán y ha dejado en suspenso ese uso para un ataque a Irak si no se cuenta con el mandato de las Naciones Unidas. De este modo, Bin Laden ha conseguido su objetivo en el plazo de un año a contar desde el día de los atentados. Pocos en EE UU, y desde luego nadie en la administración Bush o en el Pentágono, han sido tan imprudentes como para admitir esta “victoria” enemiga.

 

¿Terrorismo anarquista?

Los responsables de los atentados del 11-S pertenecen a una organización conspiradora no estatal que se puede llegar a comparar con una organización criminal internacional, aunque esta comparación tampoco es exacta, ya que las organizaciones criminales tienen objetivos materiales, sobreviven gracias a los beneficios que obtienen a través de actividades ilícitas y, por lo general, limitan el uso de la violencia para minimizar su exposición a la atención policial y evitar provocar la indignación pública.

Una analogía más acertada sería comparar a esta organización con los movimientos anarquistas del siglo XIX y principios del XX. Tanto Bin Laden como los anarquistas practican, o han practicado, lo que el experto estadounidense Richard Falk ha denominado “terrorismo visionario”. Su objetivo es apocalíptico más que pragmático: desencadenar algún tipo de cataclismo político que transforme el mundo entero.

En el caso de los anarquistas, el ideal era alcanzar un mundo sin gobiernos, leyes, religión ni autoridad, en el que las personas recién liberadas de la opresión se gobernasen a sí mismas de forma espontánea en armonía y altruismo. En el de los militantes fundamentalistas, su objetivo es acabar con los Estados islámicos corruptos y regresar a la ley islámica fundamental y su práctica, lo que se supone hará recuperar al islam la gloria y el prestigio de su edad de oro.

Uno puede bombardear a este tipo de personas desde los B-52, o capturarlas y encarcelarlas, pero ninguna de estas dos acciones resuelve el problema que representan. Neutralizarlas es sobre todo una labor policial y de inteligencia, y sólo podrán hallarse soluciones adecuadas en el ámbito de la política.

 

La política exterior de los republicanos

Diez meses antes del 11-S, Bush había sido elegido presidente con la agenda de política exterior del ala derecha del Partido Republicano. Los puntos básicos de dicha agenda incluían el rechazo del internacionalismo convencional, lo cual reflejaba una actitud desdeñosa hacia las Naciones Unidas y otras instituciones internacionales, y una hostilidad general contra los acuerdos de control armamentístico y las convenciones o tratados internacionales que pudiesen limitar la libertad de acción de EE UU. Se consideraba que dichas medidas estaban impregnadas de sentimentalismo liberal, hostil al saludable ejercicio de poder contra lo que estaba mal hecho, y dominadas por la izquierda política.

Un segundo punto significativo de dicha agenda era insistir en la importancia y la amenaza que suponían los supuestos Estados delincuentes. Éstos han sido una obsesión del gobierno estadounidense bajo los mandatos tanto de los demócratas como de los republicanos, pero con la elección de Bush pasaron a un primer plano en la política internacional. A esos Estados delincuentes se les considera factores incontrolables y amenazadores de la escena internacional, hostiles a EE UU, y generalmente a Israel. La mayor parte de ellos son islámicos y apoyan la causa palestina.

La identificación de Al Qaeda como una amenaza militar permitió a la administración Bush entremezclar el terrorismo con estos países. Así, la calificación por parte de Bush de Irán, Irak y Corea del Norte como un “eje del mal” vinculado o de alguna forma responsable de Al Qaeda, ha conducido a presentar la campaña actual a favor de atacar Irak para destruir y reemplazar el régimen de Sadam Husein. Ésta parece ser ahora mismo la prioridad de la administración Bush, aun cuando no se haya establecido ningún vínculo probado entre el gobierno iraquí y Al Qaeda. Si tal vínculo no existe, puede deducirse que una guerra contra Irak lógicamente no servirá para resolver el problema del terrorismo, sino que incluso podría empeorarlo, inspirando un mayor antiamericanismo en el mundo musulmán.

 

«Bush desea un nuevo sistema internacional con alianzas afines a Estados Unidos y a sus normas»

 

No obstante, detrás de esta aparente contradicción existe un proyecto mucho más amplio, que sólo ahora empieza a articularse en esos mismos círculos políticos de Washington, postulado por una facción de la comunidad neoconservadora y proisraelí de activistas políticos.

Este proyecto más amplio es radical. Prevé un programa de varias décadas para reemplazar prácticamente a todos los gobiernos de Oriente Próximo, estableciendo reformas sociales y políticas por toda la zona, más Asia central, Afganistán y Pakistán, todo bajo tutela americana. Los autores de este programa político lo comparan con la reconstrucción de Europa tras la Segunda Guerra mundial “por América”, según ellos, como si los europeos hubiesen tenido poco que ver con la “reconstrucción” de Europa.

Su programa incluye la reconstrucción del Afganistán postalibán, la elaboración de un acuerdo árabe-israelí conforme a las condiciones israelíes, (posiblemente, si la extrema derecha israelí logra sus objetivos, todo hay que decirlo, con la anexión por parte de Israel de los territorios ocupados y la expulsión de los palestinos o su reagrupamiento en lo que los críticos israelíes de estos propósitos describen como “Bantustans”), un “cambio de régimen” en Irán y tal vez en Arabia Saudí, y un programa que respalde a la sociedad civil en toda la región. Dichos analistas consideran que es un proyecto estratégico que llevará décadas, pero confían en que triunfe.

Aseguran que si ponen en marcha este programa con la eliminación de Sadam Husein, se liberarían fuerzas democráticas que cambiarían radicalmente Oriente Próximo. Como escribió el eminente historiador militar británico, sir Michael Howard, creerse esto “requiere una suspensión de incredulidad considerable”. Yo añadiría que afirmar que hoy EE UU podría o debería intentar establecer un protectorado hegemónico sobre Asia central y el Oriente Próximo musulmán tiene algo de delirio, por no decir de perturbación mental.

El optimismo sin límites, casi fantástico, de dicho programa reside en el mito americano de que la humanidad sería pacífica y democrática si no hubiese sido, como Howard lo resume, “inducida a error por ideologías equívocas o gobernada por dictadores corruptos y diabólicos. Puede que sean necesarias intervenciones quirúrgicas para eliminar esos cánceres, pero después la libertad y la democracia seguirán su camino. La intervención, por tanto, no es una conquista sino una liberación”.

La versión pesimista de la misma teoría, articulada por el escritor americano Philip Bobbitt expresa la visión hobbesiana de que sólo se instaurará el nuevo orden tras una serie de “guerras que marquen el fin de una época y el comienzo de otra” comparables a las que siguieron a la decadencia del sacro imperio romano. Con todo, el autor considera que es una responsabilidad histórica de EE UU hacer todos los sacrificios necesarios para forjar el nuevo orden.

Un política tan ambiciosa como ésta, hay que añadir, coincide con un antiguo sentimiento americano de misión nacional, o incluso de “destino manifiesto”, donde se sostiene que la reforma de la sociedad internacional basándose en las normas americanas, con una cierta asimilación de la comunidad mundial a los valores de EE UU, es el desarrollo natural de la historia, ya que, como el mismo presidente Bush dijo recientemente en West Point, EE UU es el “único modelo de progreso humano que ha sobrevivido”.

Los predecesores de Bush –incluido, creo, su propio padre– pensaban que si esto sucediese sería por una evolución natural, mediante la cual los aliados occidentales estrecharían voluntariamente su relación con EE UU, que en un momento dado asumirían una forma orgánica con economías integradas e instituciones políticas. Esto constituiría el núcleo de un nuevo orden mundial más amplio y grandioso que se daría a partir de entonces.

Los teóricos neoconservadores de la administración Bush creen que es necesario el poderío estadounidense para instaurar el nuevo orden mundial, y las dramáticas circunstancias que han seguido a los atentados del 11-S les han animado a actuar de acuerdo con sus creencias.

En la práctica, su intención es neutralizar a los Estados delincuentes y a los “Estados fracasados” utilizando los medios militares, siempre que sea necesario, y organizar un sistema internacional afín a EE UU mediante la superposición de alianzas militares y asociaciones comerciales, mercantiles y financieras, todas ellas siguiendo las normas estadounidenses. Pretenden que EE UU domine la alta tecnología militar, justificando esto mediante consideraciones de no proliferación e interoperabilidad de las alianzas.

Sus autores describen esto como una versión “musculosa” del wilsonianismo, creada en interés de todos. Quieren explotar el poder supremo del que goza su nación tras 1990 para establecer una nueva versión de ese orden mundial benevolente propuesto por primera vez a los americanos por Woodrow Wilson, quien dijo que Dios había creado a EE UU “para mostrar a las naciones del mundo el modo en que debían avanzar por los caminos de la libertad”.

Una minoría dentro de la comunidad política de Washington se opone a este programa hegemónico, viendo en él esos mismos delirios de grandeza, y ese mismo mesianismo nacional autointoxicado, sobre los cuales el pasado ofrece elocuentes e instructivas lecciones. Al mismo tiempo, hasta hace poco, el electorado estadounidense también parecía, en su mayoría, poco receptivo a la idea de que su país debiese intentar imponer su liderazgo a la sociedad internacional. Hoy parece que esa mayoría ha desaparecido.

 

Indiferencia al mundo

Las relaciones con los aliados se han visto sometidas a tensiones sin precedentes a causa de la aparente indiferencia de la administración Bush ante el Derecho internacional y a su unilateralismo político, así como por la alarma europea ante la política de Washington en Israel y Palestina y su determinación a actuar “con fines preventivos” (de ser necesario) contra Sadam Husein.

La situación ha desembocado en otro drama por el documento de la estrategia de seguridad nacional presentado el 17 de septiembre, que viene a ser una renuncia implícita de los americanos al principio de soberanía absoluta y de igualdad de los Estados, base del ordenamiento internacional desde la paz de Westfalia de 1648.

Implícitamente, la nueva posición americana subordina los intereses de seguridad de cualquier otra nación a los de EE UU, al afirmar que si el gobierno de este país determina unilateralmente que otro Estado supone una futura amenaza para ellos, o si da refugio a un grupo considerado como una potencial amenaza, EE UU reivindicará el derecho a intervenir de forma preventiva en ese Estado para eliminar la amenaza, si fuera necesario llevando a cabo un “cambio de régimen”. Esta idea equivale a demandar una sustitución del principio de legitimidad nacional por el de una superior legitimidad americana por encima de los demás.

 

«EE UU sigue políticas militares y económicas destructoras del Derecho Internacional»

 

Uno podría decir que obviamente los Estados más poderosos siempre han establecido las reglas de las relaciones internacionales, y que EE UU ha intervenido muchas veces en países pequeños. Sin embargo, en el pasado Washington siempre proclamó algún tipo de justificación jurídica. Reconocía los principios de soberanía y no intervención. Su nuevo planteamiento reemplaza la reivindicación de que sus propios intereses de seguridad lo avalan todo y sirve al interés general de la comunidad internacional. A esto hay que añadir su intención de mantener una supremacía militar absoluta en el mundo, reclamando este derecho en virtud de su rectitud nacional y liderazgo entre las democracias. Todo esto, por supuesto, supone una dramática reivindicación para reordenar el sistema internacional, algo que ya está generando controversia en el propio EE UU.

Esto, junto con los conflictos comerciales transatlánticos y un clima de discordia intelectual cada vez mayor ha producido un cambio en la estructura de la relación transatlántica difícilmente reparable incluso bajo una nueva presidencia en 2004 o 2008. La confianza ha sido gravemente dañada.

Pase lo que pase con Irak, o después de Irak, EE UU y Europa occidental parecen seguir trayectorias claramente divergentes. Esta afirmación no sorprende a nadie. Tras la guerra fría, las relaciones son cada vez más frágiles y, aunque mantienen compromisos sobre unos valores compartidos e intereses comunes, la impresión de que siguen caminos separados es cada vez mayor.

EE UU está preocupado por que la gran fortaleza económica que posee la UE pueda encontrar su expresión política en una rivalidad. Los americanos no han entendido nunca el proyecto de la UE; los gobernantes americanos, y en gran medida también otros responsables de formular las políticas de dicho país, supusieron que la UE estaba destinada a convertirse en un momento dado en una especie de organismo regional inmerso en un nuevo orden internacional organizado en torno a la OTAN y al liderazgo estadounidense.

Según un alto cargo de la UE cuando Bush visitó Europa a principios de este año, su único interés pareció ser que el viaje incluyese a Ucrania y Geor­gia, resolviendo así dos problemas para Washington de una sola vez: el problema Ucrania/Georgia y el problema de la UE.

La creciente percepción por parte de Washington de los europeos como rivales políticos además de económicos ha hecho que EE UU interviniese en el proceso de ampliación de la UE redefiniendo de forma implícita la pertenencia a la OTAN para los antiguos Estados comunistas como una alternativa a ser miembros de la UE, llegando a insinuar que los Estados candidatos a ambas organizaciones tendrían que optar entre la amistad estadounidense, con la seguridad que eso parece conllevar, junto con una promesa de futuras ventajas comerciales, y la pertenencia a la UE, que supondría compromisos a los que se opone Washington (la Corte Penal Internacional, entre otros).

Los políticos americanos asumen, por lo general, que la historia contemporánea es una progresión natural, aunque agitada, desde el desorden internacional hasta el orden iluminado, y por tanto favorable a EE UU como encarnación de las fuerzas progresistas. El pesimismo histórico –postura claramente minoritaria entre los estadounidenses– defendería lo contrario, es decir, que las intervenciones y las políticas actuales han tendido a crear más desorden que orden.

Ese pesimismo sugeriría que EE UU, por ser la única superpotencia y la economía mundial más poderosa, socava el orden establecido, que no es un sistema de unidad y que de forma natural se resiste al poder hegemónico, como ha ocurrido de manera sistemática a lo largo de la historia.

Hoy, la comunidad internacional se enfrenta a una paradoja. Su miembro más poderoso, EE UU, considerándose a sí mismo modelo de la civilización occidental, responsable del orden y el progreso internacional, practica políticas económicas y político-militares que son intrínsecamente destructoras de los elementos centrales del sistema actual de control armamentístico y el Derecho internacional, y de las normas existentes de orden y cooperación internacional, que considera anticuadas en gran medida.

Y lo hace con una visión mesiánica al decidir qué es lo que debe tomar el relevo del orden existente, descrito por un influyente teórico de Washington, Michael Ledeen, del American Enterprise Institute, como “una amplia revolución democrática para liberar a todos los pueblos de Oriente Próximo de la tiranía”, y que él justifica por el hecho de que “EE UU es el único país verdaderamente revolucionario de la Tierra”. Este autor cita al secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, al describir al pueblo de Irán y al Oriente Próximo árabe como “prisioneros, no como hombres y mujeres libres”.

Para concluir, debo destacar que este amplio programa es el de un grupo concreto de analistas políticos y teóricos que, aunque ahora dominen el gobierno de Bush, podrían perder el poder en meses o dentro de dos años, con las nuevas elecciones presidenciales, pero sus proyectos podrían tener consecuencias negativas. Los acontecimientos pueden confundirlos, puede que sea su propia ingenuidad. El pueblo americano podría rechazarlos. El sistema estadounidense es muy hábil a la hora de retroceder desde los extremos.

De lo contrario, terminará produciéndose una crisis, o una serie de crisis (que podrían haber comenzado ya) en la relación estadounidense con la sociedad internacional, lo que pondría finalmente en tela de juicio la propia interpretación que EE UU tiene del significado de su experimento nacional, algo que quizá tendría consecuencias geopolíticas imprevisibles.

Las implicaciones para los europeos y para la UE podrían parecer considerables, si bien esto deberán determinarlo los propios europeos. Creo, sin embargo, que estas implicaciones afectarán gravemente los términos según los cuales los europeos deben considerar su situación, en un momento en que la Convención sobre el futuro de la Unión redacta sus conclusiones sobre la estructura y el papel internacional de una UE ampliada.