antimonopolio-libros
Autor: Tim Wu / Jonathan B. Baker / Maurice E. Stucke y Ariel Ezrachi
Editorial: Atlantic Books / Harvard University Press / Harper Business
Fecha: 2019 / 2020

El anti-consenso antimonopolio

¿Cómo adaptar las viejas leyes antimonopolio a los nuevos mercados del siglo XXI, sobre todo en el ámbito digital?
Niamh Dunne
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Hace 15 años, Herbert Hovenkamp, profesor de la facultad de Derecho y de la Wharton School de la Universidad de Pennsylvania, quizá el académico más venerado en el campo de las leyes de competencia de Estados Unidos, escribió que “hoy gozamos de un mayor consenso sobre los objetivos de las leyes antimonopolio que en cualquier otro momento de los últimos 50 años”. El supuesto objetivo común de una ley antimonopolio (leyes de competencia en el contexto europeo) era muy claro: maximizar el bienestar del consumidor, medido en términos económicos.

Cierto, juristas y economistas objetarían el significado preciso de un concepto –el bienestar del consumidor–bastante técnico. Su estrechez parecía ser, al mismo tiempo, una fortaleza y una potencial debilidad. Aunque el bienestar del consumidor ayuda a orientar las leyes antimonopolio hacia lo más adecuado a lograr, también refleja una visión decepcionante del papel apropiado de dichas leyes. Sin embargo, en 2005, la transformación de las leyes antimonopolio en lo que Hovenkamp llamó “una empresa económica, no moral”, era un hecho consumado.

No es el caso a finales de 2020. En tanto las leyes antimonopolio ha cobrado prominencia en la conciencia pública –debido a cuestiones vinculadas a la desigualdad, la sostenibilidad, la escala y la influencia de las grandes tecnológicas, sumado esto al escepticismo persistente en el mercado después de la crisis financiera global de 2008–, muchos han llegado a cuestionar el marco existente. La mayoría de las nuevas preocupaciones giran en torno a la economía digital, donde los mercados exhiben características –productos de precio nulo, efectos de red, innovación donde el ganador se lo lleva todo– que son difíciles de aceptar en el marco del bienestar del consumidor desarrollado en los últimos 50 años.

Al ser uno de los pocos instrumentos regulatorios disponibles dentro de una esfera digital crónicamente infra-regulada, las leyes antimonopolio son ampliamente consideradas como la solución más a mano para estos problemas, pese a que estos se extiendan mucho más allá de los confines estrechos del bienestar del consumidor. En un momento en que se apunta cada vez más a las noticias falsas, el lenguaje del odio, la seguridad de los datos personales, las prácticas laborales injustas y la tributación corporativa inadecuada como blancos de la normativa antimonopolio, el estrecho margen de la ley es cada vez más criticado al ser considerado injustificado e inútil.

La preocupación pública también se traduce en acción política a ambos lados del Atlántico, con demandas en curso contra todos los miembros de la banda GAFA: Google, Amazon, Facebook y Apple. Apenas dos meses después de que el departamento de Justicia de EEUU presentara cargos relacionados con prácticas monopólicas contra Google, ahora una demanda legal de la Comisión Federal de Comercio (FTC, por su siglas en inglés) y 46 Estados norteamericanos pretende dividir Facebook.

Obviamente, las consecuencias de las políticas de competencia se extienden mucho más allá de los artículos sobre Derecho y de las publicaciones económicas. Y ahora los debates en torno a ella también. En los tres libros que reseño a continuación, investigadores progresistas del campo de la competencia defienden revisar nuestro enfoque de las leyes antimonopolio con argumentos dirigidos a una audiencia amplia y cada vez más global.

 

La Escuela de Chicago

En la mayoría de las críticas sobre las leyes antimonopolio contemporáneas, se señala la influencia del departamento de Economía y de la facultad de Derecho de la Universidad de Chicago, desde los años setenta en adelante, como culpable de lo que muchos perciben como el marco indebidamente neutro de la actualidad. Los académicos de la Escuela de Chicago veían el antimonopolio como parte de las leyes que rigen el mercado y, en consecuencia, creían que debía estar informado por la disciplina destinada a estudiar y predecir el comportamiento del mercado: la economía. Desde este punto de partida, el pensamiento de la Escuela de Chicago desafiaba las presunciones subyacentes de la vieja tradición antimonopolística de que “lo grande es malo”.

Por ejemplo, los profesores de la Escuela de Chicago insistían en que, según la teoría económica, la competencia estructural no era ni un prerrequisito ni una garantía del buen funcionamiento del mercado, porque se supone que los mercados se autocorrigen frente a los monopolios. Sobre la base de esta presunción, toda intervención antimonopolística debía limitarse a las circunstancias donde se puede demostrar que el comportamiento de una empresa afecta al bienestar del consumidor.

En aquel entonces, el bienestar del consumidor se interpretó de una manera amplia y ligeramente perversa para comprender precios más altos para los consumidores y pérdidas de ganancias para los productores, de modo que mayores ganancias del lado del productor podían “compensar” el perjuicio nominal de los consumidores. Pero la definición ha cambiado y hoy el bienestar del consumidor tiende a ser visto, principalmente, en términos genuinamente centrados en los consumidores.

Los académicos de la Escuela de Chicago también sostenían que una aplicación mal ejecutada de la normativa antimonopolio en realidad genera resultados para los consumidores incluso peores que los de los monopolios. No sorprende que esta perspectiva diera lugar a un miedo casi patológico de “falsos positivos”. La regla de oro antimonopolio por tanto era simple: a menos que la justicia y los reguladores puedan garantizar que una intervención mejorará la eficiencia dentro del mercado en general, lo mejor es no entrometerse.

Asimismo, durante muchos años la Escuela de Chicago tuvo una ventaja: muchos de sus principales defensores –entre ellos Robert Bork, Frank Easterbrook y Richard Posner– acabaron ejerciendo de jueces federales, dispuestos a poner en práctica en los tribunales lo que pregonaban en las aulas. Así, durante las últimas décadas del siglo XX y primeros años del siglo XXI, las leyes antimonopolio de EEUU sufrieron un cambio de paradigma.

Los antecedentes previos en la “tradición de inhospitalidad” –que condenaba tanto las restricciones gubernamentales a la competencia como la acumulación de poder del mercado– fueron eliminados. En su lugar, los tribunales estadounidenses, de manera entusiasta, promovieron reglas legales que bebían profusamente de la economía. Si bien esta estrategia nominalmente tenía el mérito de eliminar falsos positivos, muchos observadores señalaron que también tornaba casi imposible detectar los verdaderos positivos. De todos modos, las leyes antimonopolio llegaron a ser vistas como parte del problema más que de la solución. Y es esta propensión lo que los defensores de la reforma esperan ahora revocar.

 

Vuelta a los principios básicos antimonopolio

En The Curse of Bigness, Tim Wu, profesor de la facultad de Derecho de la Universidad de Columbia, ofrece una solución simple para la problemática docilidad de las leyes antimonopolio modernas: en concreto, restablecer su foco inicial en la grandeza como tal. Su libro pertenece a lo que se ha dado en llamar el movimiento New Brandeis –o, más coloquialmente, “antimonopolio hípster”–, llamado así por el juez del Tribunal Supremo de EEUU y pionero antimonopolio de principios del siglo XX Luois Brandeis.

 

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The Curse of Bigness: How Corporate Giants Came to Rule the World
Tim Wu
Atlantic Books, 2020

 

En un esfuerzo ostensiblemente progresista, los nuevos brandeisianos se encuentran en la contradictoria posición de proponer una perspectiva originalista, por lo común asociada con juristas conservadores, por lo menos en EEUU. En esencia, el argumento es que cuando se introdujo la normativa antimonopolio a través de la Ley Antimonopolio Sherman de 1890, incluía una pluralidad de objetivos sociales y no estaba afectada por el pensamiento económico neoclásico (todavía embrionario en aquel momento); para revertir el daño que sufrió en Chicago, la ley antimonopolio debe regresar plenamente a su encarnación original.

The Curse of Bigness es un libro idiosincrático. Está plagado de ejemplos históricos sobre dónde el monopolio estuvo asociado con resultados sociales indeseables, pero no contiene argumentos demasiado sólidos destinados a persuadir al lector de que la correlación coincidía con la causalidad en dichos casos. No se le presta demasiada atención al detalle legal, aunque esto tal vez sea inevitable en el caso de un trabajo breve orientado hacia una audiencia no experta. Asimismo, las prescripciones de Wu son ambiciosas pero vagas. Podrían resumirse en dos recomendaciones clave: aplicar las reglas de competencia con vigor contra los gigantes actuales y, al hacerlo, no distraerse demasiado con consideraciones económicas.

Un pilar central y convincente de la crítica del New Brandeis al enfoque de la Escuela de Chicago sobre las leyes antimonopolio es que, en su núcleo, era un movimiento ideológico más que estrictamente legal. Su objetivo final era minimizar las oportunidades de intervención contra las empresas. De todos modos, Wu atribuye el éxito de la Escuela de Chicago en las últimas décadas al deseo por parte de la comunidad antimonopolio de ganarse la “respetabilidad” ofrecida por la economía. Pero las implicancias ambiguas de la respetabilidad en este contexto en general no son exploradas.

Sin duda, la economía le dio un aire más científico a las leyes de competencia y su cumplimiento. (De hecho, la economía y su pensamiento centrado en el mercado estuvieron en auge en muchos campos a finales del siglo XX, una evolución rastreada por Binyamin Appelbaum, periodista de The New York Times, en el libro The Economists’ Hour). Pero The Curse of Bigness no le hace justicia a la crítica legítima que ofrecía la Escuela de Chicago cuando advertía de que un enfoque estructuralista inflexible para la competencia en el mercado podía generar desenlaces potencialmente contraproducentes.

Este punto se sostiene, aunque los propios académicos de Chicago “se extralimitaron” con sus prescripciones incisivas y poco matizadas. Prohibir estructuras de mercado eficientes simplemente porque dificultan a los competidores ineficientes obtener una ganancia crea sus propios riesgos de políticas públicas. Como sostuvo Hovenkamp recientemente, los más vulnerables de la sociedad son los más perjudicados cuando los bienes y servicios necesarios se vuelven más costosos.

“Simplemente” garantizar precios más bajos para los consumidores podría ser visto como un objetivo relativamente superficial; pero al menos sabemos que las leyes antimonopolio son capaces de lograrlo. En cambio, al atribuir un conjunto amplio de problemas a una aplicación laxa del antimonopolio –desde la corrupción política y la degradación ambiental hasta el ascenso del antiliberalismo–, la visión promovida en The Curse of Bigness crea el riesgo real de que las leyes antimonopolio nunca cumplan con sus supuestos objetivos, con independencia de lo enérgicamente que se apliquen.

Al igual que otros trabajos de los nuevos brandeisianos, el libro de Wu es en esencia de naturaleza crítica. Ofrece un relato vívido de por qué el estado actual de las leyes de competencia y antimonopolio es insatisfactorio, pero no profundiza sobre cómo se podría mejorar la situación. Su crítica del antimonopolio estadounidense contemporáneo está bien fundamentada. Pero como se niega a abordar el interrogante de si la economía puede mejorar los esfuerzos de cumplimiento de la ley, y cómo puede lograrlo, sin subsumir por completo la ley, termina traicionando su calidad ideológica.

Para los que trabajamos en el campo de la competencia y el antimonopolio, esta polarización extrema hoy resulta demasiado familiar. Pero si buscamos una manera de mejorar las cosas, en lugar de que sean simplemente diferentes, no podemos evitar poner las preguntas difíciles en el centro del debate.

 

Recalibrar el antimonopolio del siglo XXI

The Antitrust Paradigm, de Jonathan B. Baker, profesor de la American University, es un trabajo más medido y académico que el de Wu, aunque eso probablemente lo convierta en una lectura menos emocionante para el experto antimonopolio de sillón. El libro desarrolla dos argumentos principales que en conjunto sustentan el objetivo manifiesto de Baker de “restaurar una economía competitiva”. Su primer argumento es que el análisis del costo del error debería recalibrarse para superar la idea predominante de que la intervención siempre debería evitarse a menos que el éxito se pueda garantizar de antemano. Con ese objetivo, explora la naturaleza política del giro ostensiblemente legal hacia estándares antimonopolio más permisivos desde los años setenta.

 

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The Antitrust Paradigm: Restoring a Competitive Economy
Jonathan B. Baker
Harvard University Press, 2019

 

El libro de Baker también refuta varios mitos comunes, entre ellos las presunciones de que los monopolios tienen una propensión a la autodestrucción, que los tribunales no pueden distinguir de manera efectiva entre prácticas comerciales pro y anti-competitivas, y que el cumplimiento de la ley puede ser fácilmente tergiversado por competidores astutos o demandantes sedientos de acuerdos.

Como era de esperar en el caso de un economista de alto rango en la Comisión Federal de Comercio de EEUU, Baker no busca despojar a la economía de su papel clave en el cumplimiento de la ley. Aun así, el segundo argumento del libro es que el papel apropiado de las leyes antimonopolio es más matizado y quizá pluralista que el previsto por la Escuela de Chicago y sus herederos intelectuales.

Si bien el análisis económico, a ojos de Baker, tiene un potencial significativo para mejorar tanto la eficiencia como la efectividad del cumplimiento de la competencia, depender de él no significa abrazar la fe neoliberal en mercados libres completamente destrabados. Tampoco significa ver a la economía como un freno de mano inconveniente para la aplicación sin trabas de las reglas antimonopolio. Baker no pertenece en absoluto a la Escuela de Chicago, pero no se siente impresionado por la iconoclasia y el anti-intelectualismo aparentemente deliberado de los nuevos brandeisianos.

La última mitad de The Antitrust Paradigm contiene una exploración meticulosa de las teorías más comunes del perjuicio del antimonopolio, que van desde las reglas sobre acuerdos, monopolios y fusiones. Baker se centra en estos problemas dentro de la economía digital, intentando defender el argumento de que, a pesar de sus orígenes del siglo XIX, el marco antimonopolio actual de EEUU es lo suficiente ágil como para afrontar los desafíos contemporáneos.

Al dar poco espacio a discusiones abstractas sobre el bienestar del consumidor, o a sus beneficios o limitaciones como estándar legal, el libro se concentra en cómo los progresos modernos en el pensamiento económico y la metodología pueden respaldar mejoras incrementales del marco antimonopolio existente. Baker identifica situaciones donde las actuales presunciones contra la intervención son injustificables, y esboza los parámetros óptimos para una agenda de cumplimiento mejorada. También explica cómo las evoluciones pos-Chicago en la economía pueden ayudar a los encargados de aplicar la ley y a los demandantes a eliminar cargas legales que, de otra manera, podrían ser consideradas insalvables si son vistas en exclusiva a través de una lente neoclásica.

En definitiva, el mensaje de The Antitrust Paradigm podría reducirse a una sola recomendación central, que no está para nada alejada de la promovida por Wu: las reglas de competencia deberían aplicarse con vigor para abordar los problemas antimonopolio existentes y aquellos que puedan surgir. Que este argumento pueda ser percibido como una sugerencia radical en ciertos sectores indica con claridad que, en efecto, hace mucho tiempo que hace falta recalibrar de algún modo nuestro paradigma de cumplimiento de la ley.

 

¿Convergencia o divergencia transatlántica?

Las leyes de competencia son hoy una empresa enfáticamente global, con regímenes distintos en 130 jurisdicciones en todo el mundo (y potencialmente más). Pero solo dos sistemas dominan la economía global, tanto en materia de cumplimiento como informando e influyendo en el desarrollo de jurisprudencia en otros lugares. Estas son las leyes antimonopolio de EEUU, con sus orígenes históricos en la Ley Sherman, y las leyes de competencia de la Unión Europea, cuyas raíces se remontan al Tratado de Roma de 1957.

Tanto Wu como Baker son académicos radicados en EEUU, y es en el contexto de ese país donde sus argumentos tendrán mayor resonancia (aunque el trabajo de Wu aspira a una aplicabilidad casi universal). Pero los debates sobre el futuro de la ley de competencia son igualmente robustos y apasionados del otro lado del Atlántico.

Durante décadas, las leyes de competencia de la UE fueron atacadas por no casar con la supuesta sensatez del enfoque económico neoclásico. Su principal organismo de aplicación, la Comisión Europea, fue criticada durante mucho tiempo por castigar a las empresas eficientes, favorecer los intereses de rivales ineficientes antes que los intereses más amplios de los consumidores, y desalentar la innovación. A comienzos de la década de los 2000, la Comisión vio con mejores ojos los postulados de la Escuela de Chicago y apoyó gradualmente un “enfoque más económico”, concepto un tanto tortuoso, en sus actividades vinculadas al cumplimiento de la ley.

Sin embargo, el sistema de la UE se rige por un entendimiento más amplio del bienestar del consumidor que el sistema estadounidense, con su definición estrecha en términos de precios más bajos. Las autoridades de la UE reconocen que los potenciales beneficios para los consumidores también implican efectos en la producción, la innovación y la variedad o calidad de los productos disponibles. Y las leyes de competencia de la UE tienen una dificultad persistente como herramientas de integración de mercado, como se puede ver en el énfasis en casos que implican barreras privadas al comercio entre los Estados miembros de la UE.

En todo caso, defender una estrategia originalista para las reglas de competencia de la UE tiene muy poco sentido en el contexto de un proyecto europeo en constante evolución. El alcance de la integración desde 1957 –reflejado en la llamada malintencionada a una “unión aún más estrecha”– vuelve ilógico, si no imposible, regresar a un visión de las leyes de competencias de la UE como si estuviesen diseñadas para monitorear la mera unión aduanera de seis países de Europa occidental.

Tampoco es del todo claro que las leyes de la UE alguna vez hayan abrazado plenamente la mentalidad de “lo grande es malo” que marcó el antimonopolio de EEUU a mediados de siglo. Wu apunta al fallo decisivo de 1966 del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) en Consten y Grundig como evidencia de una tradición de inhospitalidad equivalente en Europa. En ese caso, el TJUE condenó un acuerdo de distribución exclusiva como una violación de la competencia “por su propia naturaleza”.

Por supuesto, lo que Wu no menciona es que la cláusula en cuestión tenía que ver con una marca de fábrica que permitía a un distribuidor francés rechazar importaciones de otros Estados miembros, lo que significa que el caso tenía que ver en esencia con la integración y no con la competencia. Su relato tampoco reconoce que, apenas un mes antes, el TJUE sostuvo que, en ausencia de ese tipo de cláusulas obviamente restrictivas, un contrato de distribución exclusiva viola la ley de competencia solo donde se demuestre que tiene un efecto anticompetitivo. En otras palabras, desde el principio el TJUE aplicó ciertos estándares de evaluación basados en la economía.

La relevancia de las prescripciones de Baker en el contexto de la UE depende de si vemos la adopción tardía por parte de la Comisión de una estrategia más económica como una ayuda o un obstáculo para el cumplimiento efectivo de las leyes de competencia. Por cierto, el escepticismo generalizado aparente entre los académicos de antimonopolio de la Escuela de Chicago y gran parte de la jurisprudencia de EEUU está básicamente ausente en Europa. Si bien ciertos fallos del TJUE siguen los pasos de la Comisión y reconocen un papel mayor para el análisis económico en el proceso de adjudicación, esta jurisprudencia sigue siendo ampliamente reconciliable con el optimismo cauteloso de Baker sobre las herramientas basadas en la economía.

Sin embargo, en su actividad legal más reciente, en particular en el terreno de la economía digital, la Comisión parece haber abandonado su compromiso reciente de “más” economía. En tres decisiones de infracción de alto perfil contra Google concluidas entre 2017 y 2019, por ejemplo, la Comisión básicamente ignoró su estándar (ya extendido) de bienestar del consumidor y se centró, en cambio, en el perjuicio a operadores más pequeños.

Estas decisiones, por ende, están precipitadamente cerca de incumplir el axioma contemporáneo de que “las leyes de competencia protegen la competencia, no a los competidores”. Sin embargo, esta práctica de aplicación de la ley ha cobrado una importancia adicional a la luz de la decisión del departamento de Justicia de EEUU en octubre de presentar una demanda similar contra Google bajo la Ley Sherman y la acción de la Comisión Federal de Comercio de dividir a Facebook, iniciada a comienzos de diciembre.

Quizá la cuestión más contenciosa en las leyes de competencia contemporáneas, sin embargo, sea hasta dónde pueden y deben extenderse las reglas para comprender tipos de perjuicios que vayan mucho más allá del ámbito del paradigma del bienestar del consumidor, aunque su interpretación sea amplia.

A pesar de la persecución entusiasta de las grandes tecnológicas por parte de la Comisión (que sigue investigando a Amazon, Apple, Facebook y Google), las teorías sobre el perjuicio que despliega tienen que ver sobre todo con el apalancamiento, mediante el cual una empresa busca extender su poder de mercado de un segmento a otro. Aunque muchas veces se trata de un mecanismo sumamente exitoso para excluir a los competidores, esta práctica no necesariamente se ocupa de los temores más profundos –desde la pérdida de privacidad hasta la potencial subversión de la democracia– que las grandes tecnológicas generan entre la gente común.

Aquí, la autoridad de competencia alemana, el Bundeskartellamt, ha liderado el esfuerzo con su muy discutida evidencia de incumplimiento contra Facebook, en 2019, por la excesiva recopilación de datos personales de los usuarios. Este caso plantea la perspectiva tentadora, aunque potencialmente problemática, de que la simple posesión de poder monopolístico podría servir de gancho donde incluir sanciones contra una variedad de prácticas comerciales socialmente nocivas, incluidas aquellas que poco tienen que ver con la competencia como tal.

Quienes proponen una intervención agresiva contra las grandes tecnológicas acogieron con beneplácito el paso dado por el Bundeskartellamt como una reformulación ambiciosa del objetivo de las leyes de competencia de proteger a los consumidores. Analistas más hastiados preguntaron por qué las leyes de competencia deberían ser vista como la solución a lo que era básicamente un problema de protección de datos. Sin embargo, el Bundeskartellamt limitó sus conclusiones a las reglas alemanas más que a las de la UE, sugiriendo no estar convencido de que las leyes de competencia de la UE estuvieran listas para dar el salto a la privacidad de los datos.

 

Los límites de las leyes de competencia

Esto nos lleva, naturalmente, a los límites de las leyes de competencia, una nueva noción en el debate sobre “el alma del antimonopolio”. En Competition Overdose, Maurice E. Stucke, profesor de la Universidad de Tennessee, y Ariel Ezrachi, del Pembroke College, Oxford, abordan los interrogantes de por qué y en qué circunstancias una mayor competencia podría de hecho empeorar las cosas para los consumidores y para la sociedad en términos más amplios. El libro, que analiza ejemplos que van desde prisiones privadas hasta lasaña de carne de caballo, explora el lado oscuro de los mercados competitivos, una “sobredosis” que estos autores, también, atribuyen a la supuesta mentalidad de que la codicia es buena, propia de los defensores del libre mercado de la Escuela de Chicago.

 

Competition Overdose: How Free Market Mythology Transformed Us from Citizen Kings to Market Servants
Maurice E. Stucke y Ariel Ezrachi
Harper Business, 2020

 

Si bien Stucke y Ezrachi son especialistas en leyes de competencia, sus soluciones no residen principalmente en este campo. Al contrario, defienden una mayor regulación directa de las prácticas comerciales inescrupulosas, junto con un Estado de bienestar robusto para proteger a los vulnerables. Desde esta perspectiva, la respuesta al uso excesivo de datos personales pasaría por una regulación de la privacidad de los datos más fuerte y aplicada de manera más vigorosa.

Como el cumplimiento del antimonopolio apunta a la causa real del perjuicio social solo de manera indirecta, en el mejor de los casos solo ofrece una respuesta regulatoria temporal e inexacta. Así, Competition Overdose ofrece un contrapunto bienvenido a la narrativa cada vez más preeminente de que no importa cuál sea el problema, la ley de competencia siempre debe ofrecer una respuesta.

En términos más amplios, las autoridades de competencia a nivel mundial afrontan cuestiones difíciles sobre la mejor manera de adaptar las leyes a los desafíos de los mercados del siglo XXI, sobre todo en los dominados por los gigantes tecnológicos. El viejo consenso, que definía un ámbito jurídico cauteloso y estrechamente limitado, dominado por la economía neoclásica, ya no es viable, y la posición de consenso emergente no considera una opción seguir actuando como si aquí no pasase nada.

Pero seguimos sin tener algo que remotamente se asemeje a la certidumbre anterior del estándar del bienestar del consumidor para guiar la aplicación de la ley. Por el contrario, tal vez solo tengamos que seguir adelante y abrazar un nuevo pensamiento económico a fin de diseñar teorías más realistas y efectivas sobre la responsabilidad de la competencia. O podríamos echarnos hacia atrás y despojar a las leyes de competencia de sus presuntos aportes de la economía y volver a abrazar su papel absoluto como una herramienta para atacar las acumulaciones de poder de mercado.

De una u otra manera, las leyes de competencia vuelven con estruendo. Sin embargo, probablemente pasará algún tiempo antes de que el polvo se asiente y se llegue a un acuerdo sobre los parámetros del “nuevo” consenso.

© Project Syndicate, 2020.www.project-syndicate.org