El reconocido psiquiatra y autor estadounidense James Gilligan asegura que la violencia nace de la voluntad de aplastar la sensación de vergüenza o humillación y sustituirla por orgullo. A un nivel más global, podría decirse que eso es exactamente lo que sucede en los últimos 25 años en el llamado Triángulo Norte de América Central –compuesto por Guatemala, Honduras y El Salvador– que desde hace años lleva el deshonroso título de ser una de las regiones más violentas del mundo. Pero detrás del flagelo de las maras o pandillas, los homicidios y el crimen, subyace toda una historia de humillación y políticas fallidas que han contribuido a que esta región de unos 30 millones de habitantes viva en una creciente espiral de odio y represión.
Como numerosos expertos de seguridad venían alertando desde hace tiempo, las políticas de “mano dura” en El Salvador y Honduras, y hasta cierto punto también en Guatemala, basadas en la persecución de miembros de las maras y en el empeoramiento de las ya deplorables condiciones carcelarias, prolongan una crisis de seguridad inexorable. Estas recetas han llegado a ser tan contraproducentes –las prisiones de El Salvador están entre las más masificadas del mundo, y albergan tres veces más personas que su capacidad– que se han convertido en incubadoras de actividad criminal. Las maras coordinan sus redes delictivas más lucrativas desde dentro de las cárceles, sobre todo la extorsión, y son prácticamente responsables del mantenimiento de las instalaciones, haciéndose cargo de gastos de reparaciones eléctricas o el amueblado. No menos adversos son los efectos de la política de “mano dura” en las nuevas generaciones. Mientras que los veteranos líderes pandilleros muestran su preocupación porque sus hijos e hijas no cometan sus mismos errores, las redadas policiales, las ejecuciones extrajudiciales denunciadas por la prensa local y los organismos…

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