Autor: Sheila Fitzpatrick
Editorial: Crítica
Fecha: 2016
Páginas: 496
Lugar: Barcelona

El equipo de Stalin

Pablo Colomer
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La tentación de imaginarse a Stalin como un tipo huraño, aislado en la cúspide de un poder totalitario, prisionero de sí mismo, es casi irresistible. Cierto que todos los dictadores proyectan esa imagen, pero Stalin, arquetipo moderno de la especie –sin rival en el imaginario colectivo a excepción de Hitler–, se presta a ello con fuerza extraordinaria, dada la magnitud de sus crímenes. La realidad, según la historiadora australiana Sheila Fitzpatrick, es otra. Stalin tenía un equipo, o si se prefiere una banda, dada la naturaleza político-criminal de sus actividades. Casi se podría decir que una familia. Y ahí es donde surge la diferencia con otros monstruos, en el sentido amplio de la palabra, como Hitler y Mussolini.

El equipo en torno a Stalin nació para competir con otros grupos que se disputaban el liderazgo de la Unión Soviética tras la muerte de Lenin, pero cuando vencieron su función pasó a ser la de gobernar el país. Algunos nombres de la familia estalinista son conocidos, otros menos. El núcleo duro lo componían Mólotov, Kaganóvich, Mikoyán, Voroshílov y Adréyev, a los que se unieron, a mediados de los años treinta, Jrushchov, Malenkov, Beria y Zhdánov. En total, alrededor de una docena de hombres que acompañaron a Stalin en tiempos procelosos: las Grandes Purgas, la Segunda Guerra mundial, los inicios de la guerra fría. Sorprendentemente, al morir Stalin el equipo continuó funcionando como un grupo de liderazgo colectivo. Todo acabó en 1957, cuando uno de sus miembros, Jrushchov, se convirtió en el nuevo jefe y se libró de todos los demás.

 

Vida de dacha

En el caso de Stalin, la vida política y la vida social estaban muy entrelazadas, “mucho más de lo habitual entre los líderes políticos”, afirma Fitzpatrick. En los apartamentos del Kremlin o en la dacha, la vida social del dictador se desarrollaba en torno a su equipo. En los primeros años del grupo, cuando la mujer de Stalin, Nadia, aún vivía, los niños de unos y otros correteaban por las estancias. Tras el suicidio de Nadia, Stalin fue reduciendo su vida social y después de las Grandes Purgas esta se quedó en los huesos. Finalizada la guerra, Stalin dependió por completo de su komanda. “Sus componentes nos han legado descripciones memorables del espanto de las noches compartidas por obligación en la dacha (ahora, a diferencia de la década de 1930, sin mujeres ni niños) y la carga que esto representaba”, cuenta Fitzpatrick.

No nos engañemos, el miedo era uno de los elementos vertebradores del equipo. De ahí el subtítulo de esta obra: los años más peligrosos de la Rusia soviética. No solo para el soviético de a pie, también para los gerifaltes comunistas y sus familias. Pero en la cúspide, la lealtad y la camaradería, el trato entre iguales, jugaban un papel tan o más importante que el miedo. Fitzpatrick defiende que el liderazgo en la URSS fue de naturaleza colegial. A diferencia de contemporáneos como Hitler o Mussolini, Stalin prefirió rodearse de un grupo de figuras poderosas, que no solo le prestaban lealtad, sino que además actuaban como un equipo. “Estos hombres no competían con Stalin por el liderazgo, pero tampoco carecían de entidad política ni eran un simple ‘séquito’ –defiende Fitzpatrick–. Gestionaban sectores importantes como las fuerzas armadas, el ferrocarril y la industria pesada, a menudo de un modo muy competente”.

Lo que no quiere decir que el poder absoluto de Stalin fuese menos absoluto. La historiadora australiana se sorprendió, al investigar para el libro, de cuánta autoridad ejercía Stalin sobre el resto del equipo, cuán incontestada vivó su preeminencia incluso cuando las circunstancias parecían exigir que se la pusiera en cuestión, como en junio de 1941, tras la invasión alemana. Como capitán y entrenador, como figura paterna, Stalin casi siempre tendría la última palabra.

 

Todas las familias felices

Todas las familias felices se parecen unas a otras, cada familia desdichada lo es a su manera. El mérito de El equipo de Stalin es atreverse a explicar la desdicha, pero también la dicha, de una familia de trato difícil, inclasificable.

Con este retrato de familia de uno de los dictadores más sanguinarios de la historia, Fitzpatrick no pretende restar un ápice de rotundidad a la maldad esencial de Stalin. Comprender no es justificar. En la estela de Arendt y su tesis sobre la banalidad del mal, Fitzpatrick busca humanizar al líder soviético, esto es, explicar que el mal lo cometen seres humanos que, vistos de cerca, son de tamaño natural. “Por descontado, entender cómo veían el mundo siempre conlleva el riesgo de justiciar sus acciones –razona Fitzpatrick–. Aun así, para un historiador todavía es peor el riesgo contrario: el de no comprender qué estaba ocurriendo porque no se entiende qué creían estar haciendo los agentes de la historia”.