POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 84

George Robertson, secretario general de la OTAN, durante un encuentro con el secretario de Estado de EEUU, Colin Powell, el 21 de junio de 2001 en Washington. SHAWN THEW/AFP/GETTY

El fin de la disuasión

La aparición del terrorismo de masas y suicida ha hecho saltar por los aires la mentalidad estratégica tradicional. La OTAN y la UE tendrán que adaptarse a la nueva situación planteada por el 11 de septiembre.
Rafael Bardají e Ignacio Cosidó
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La inmediatez nunca es una buena compañera en asuntos estratégicos. En ese sentido cualquier reflexión sobre el alcance y significado de los ataques del 11 de septiembre y la respuesta internacional tienen que ser, por fuerza, provisionales y estar sujetos a una constante revisión. Como se ha repetido hasta la saciedad, la destrucción de las Torres Gemelas y de parte del Pentágono marca un antes y un después en el orden internacional, y siempre es difícil dar con las claves de lo nuevo. Así y todo, en la medida en que los atentados consolidan tendencias, es posible apuntar algunos rasgos de lo que nos traerá el mundo posterior a esa fecha.

Desde el punto de vista moral y político, por no hablar del de las víctimas, el terrorismo como método es igual en todas partes y no cabe hacer distinciones entre unos y otros grupos. No obstante, los atentados en Nueva York y Washington confirman un terrorismo de última hornada, con una creciente espiral de destrucción. Por los daños causados, esos ataques han avisado sobre la realidad de un terrorismo catastrófico de masas, que se puede denominar hiperterrorismo.

Hasta la fecha, las acciones terroristas, por muy dañinas que fueran, sólo habían causado decenas de heridos y apenas unos pocos centenares de muertes. Los sistemas utilizados del camión y coche bomba al suicida provisto de un cinturón con explosivos convencionales, y el propio diseño de los atentados limitaban su alcance destructor. De hecho, sólo cuando estructuras básicas de un edificio se veían afectadas los ataques cobraban una cierta dimensión.

Pues bien, los atentados de EE UU cruzan la frontera de lo táctico para convertirse en estratégicos. El desprecio por la vida es bien conocido en todos los terroristas, pero la planificación de una acción para acabar con miles de víctimas de un solo golpe cruza una línea que hasta ahora no se había traspasado. Además, han puesto de relieve el carácter indisuadible del terrorismo suicida. Para Osama bin Laden la guerra contra el mundo occidental es total. Y para sus agentes también, puesto que están dispuestos a matar muriendo. En ese sentido, la única respuesta sólo puede pasar por la prevención (lo que requiere una eficaz inteligencia) y la posibilidad de poder tomar represalias ante cualquier atentado que llegara a producirse (lo que exige unas capacidades militares concretas). La disuasión pura, en tanto que derivada existencial del poder militar es muy débil, en realidad, frente al terrorismo global.

En tercer lugar, han puesto dramáticamente de manifiesto que la amenaza de un terrorismo de masas es creíble y, por desgracia, posible. De hecho, el escenario de ataques similares o el empleo de sistemas de destrucción masiva, nucleares, radiológicos, químicos o bacteriológicos ha sido bien y extensamente tratado por analistas y centros de estudios oficiales e independientes en los últimos diez años. A pesar de ello, la ausencia de un ataque de esas características convertía ese ejercicio en una elaboración académica sin consecuencias políticas claras. Desde el 11 de septiembre la sensación de exposición y vulnerabilidad ya no es una hipótesis más o menos artificial, sino la dura realidad.

El convencimiento también de que los ataques no tienen por qué representar el máximo del terror, sino que podemos volver a enfrentarnos a situaciones parecidas o incluso más catastróficas –esto es, la creencia de que la amenaza es real y creíble– está en la base del nuevo terrorismo y, muy especialmente, de la reacción ante el mismo.

 

La tentación unilateralista de EEUU

Contra todas las apariencias, los atentados han acelerado la tentación al unilateralismo de Estados Unidos. A pesar de la necesidad y la habilidad para generar una coalición flexible en el terreno diplomático, muchos de los esfuerzos han estado motivados por consideraciones tácticas y requerimientos operativos de sus ejércitos. La planificación de la respuesta y de las operaciones se han mantenido bajo estricto control del Pentágono, a pesar de que la OTAN ha activado por primera vez en su historia los compromisos de defensa colectiva contemplados en el artículo V de su tratado fundacional.

Los militares estadounidenses ya extrajeron una clara lección de la operación “Fuerza aliada” sobre Kosovo y, por muy simplista que sea su expresión, podría traducirse en una resistencia a dejar entrar en el diseño y control de sus operaciones a otros aliados, incluidos los de la OTAN. Los problemas que el Pentágono experimentó con los aliados y sus propios oficiales al servicio de la OTAN, como bien reflejan las memorias del comandante supremo en Europa, general Wesley Clark, generaron la idea de que las alianzas militares son más una pesada carga que una ayuda, habida cuenta de las escasas capacidades que aportan. De hecho, las aportaciones de la Alianza Atlántica a la operación “Libertad duradera” sobre el terreno han sido marginales hasta la fecha.

En la medida en que, además, el nuevo curso estratégico definido por la Quadrennial Defense Review 2001, hecha pública el 30 de septiembre, llevará a ahondar aún más en la brecha tecnológica que ya separa a los ejércitos estadounidenses del resto de sus aliados, las operaciones que puedan desencadenarse en el futuro, si se hicieran en coalición, supondrían una complicación añadida a la hora de la interoperatividad de las unidades involucradas. Lógicamente, la tentación a coaliciones militares con contribuciones cosméticas crecerá.

 

La necesidad de Europa

En ese sentido, otra implicación estratégica afecta directamente a Europa y, más concretamente, al desarrollo de la política europea de seguridad y defensa (PESD) en el seno de la Unión Europea (UE). Su papel en la crisis ha sido marginal e imposible en términos militares porque todavía no cuenta con las capacidades de actuación, algo que, en el mejor de los casos, no llegará hasta 2003 de acuerdo con el objetivo general adoptado en el Consejo Europeo de Helsinki (diciembre de 1999).

La crisis se ha desatado demasiado pronto para que la UE pudiera ofrecer una contribución digna y eficaz. De ahí que el llamamiento del Consejo Europeo extraordinario del pasado 21 de septiembre para acelerar la generación e institucionalización de la Fuerza de Reacción Rápida europea haya de ser bien recibido, ya que apunta en la dirección correcta.

Aun así, ese impulso no es suficiente, porque no es la carencia de instrumentos militares lo que está en la base de la marginación de la UE sino la entidad de presencia y alcance global. En realidad el problema reside en su visión estratégica y sus ambiciones en materia de defensa. Desde que el espíritu de Saint-Malo generó una intensa dinámica a favor de dotar a la UE de una PESD, se ha avanzado en dos consideraciones: la primera, que lo verdaderamente importante y prioritario son las capacidades militares y que el debate institucional debe quedar supeditado a aquéllas; la segunda, que las intervenciones a las que la UE debía dar una respuesta militar son las llamadas “misiones Petersberg”, es decir, de ayuda humanitaria, gestión de crisis e imposición de la paz. Por ello, las capacidades militares que se han contemplado han estado circunscritas y referidas siempre a estas misiones.

Como dice un reciente informe elaborado por el Grupo de Estudios Estratégicos (GEES), “las misiones Petersberg representaban la expresión de lo máximo a lo que se podía aspirar y se enmarcaban en la concepción dominante desde los años noventa de que lo verdaderamente importante eran las misiones de intervención y exportación de la paz o, en terminología aliada, de apoyo amplio a la paz”. Nadie pensaba en la necesidad de avanzar en la construcción de una defensa colectiva (que quedaba teóricamente en manos de la Alianza Atlántica), y que se entendía en un sentido tradicional de defensa frente a una amenaza directa contra el territorio de la Unión. En suma, el objetivo general de la UE es heredero directo de las misiones de paz de los años noventa que han sido posibles porque la seguridad internacional era estable para los aliados y los únicos focos de violencia se producían alejados de nuestro suelo y siempre como producto de luchas civiles, étnicas o tribales.

Por el contrario, los atentados del 11 de septiembre han puesto súbitamente de relieve que las misiones de paz son una acción indispensable en aras de la estabilidad internacional, pero también que no son los únicos requerimientos de la seguridad, pues ésta puede ponerse en peligro por la amenaza directa, aunque no militar, sobre el suelo de los Estados miembros. De ahí que si la UE quiere desempeñar algún papel en la seguridad internacional y en su propia protección debe iniciar cuanto antes una reflexión sobre los límites de las misiones Petersberg, necesarias pero insuficientes.

 

Las misiones de paz bajo otro prisma

Precisamente una tercera gran implicación estratégica del 11 de septiembre es la reevaluación del futuro de las misiones de paz. Como se acaba de apuntar, las tareas de pacificación desarrolladas durante la década de los noventa se desarrollaron como la lógica respuesta a los problemas de dislocación política y territorial emanada de la desaparición de la guerra fría, que hasta la fecha había contenido indirectamente el estallido nacionalista y tribal. Gran parte de su impulso inicial se debió a la presión de la opinión pública, hastiada y moralmente angustiada ante las atrocidades que se come­tían con total impunidad. No se comprendía bien que la maquinaria militar más poderosa del planeta, la OTAN, no hiciera nada para detener el sufrimiento y la violencia desencadenada a veces, como en el caso de la antigua Yugoslavia, muy cerca de nuestras fronteras.

Ahora bien, si la Alianza experimentó, junto con las fuerzas armadas de sus países miembros, una profunda transformación que la llevó de ser una organización orientada a la defensa colectiva de su suelo frente a una agresión directa, a convertirse en una institución encargada de la estabilidad, fue posible porque se reconocía que los países occidentales vivían un buen momento en cuanto a riesgos y amenazas. Esa situación ha cambiado con los atentados. Es una imagen paradójica que se asegure la paz en diversas zonas del mundo cuando la inseguridad se instala en nuestro propio territorio. Como escribe el secretario de Defensa estadounidense, Donald Rumsfeld, en el prólogo a la QDR 2001, “para efectuar una contribución positiva en el exterior, antes debemos garantizar la seguridad nacional”.

Las misiones de paz son inevitables mientras no se resuelvan las hipotecas del pasado, pero la orientación estratégica de los ejércitos tendrá que experimentar una nueva reflexión para volver a concentrarse en su objetivo primordial: garantizar la seguridad de los nacionales. Ahora bien, esta reflexión se manifiesta con mayor fuerza en Washington, donde el escenario de una retirada anticipada de los Balcanes gana fuerza. Por el contrario, los europeos tendrán que cubrir los vacíos que dejen los estadounidenses, además de afrontar los nuevos riesgos, objetivos difíciles de compaginar según la experiencia de los últimos años.

 

¿Adiós a la disuasión?

La reevaluación de las misiones de paz pone de relieve que no sólo son los actores nacionales e institucionales los que se ven afectados por los ataques a Nueva York y Washington, sino también los recursos y procedimientos de respuesta de la comunidad internacional.

Durante décadas, la pieza esencial del panorama estratégico ha sido la disuasión, afianzada por el espectro permanente de un holocausto nuclear si llegaba a fracasar. Estados Unidos, a través de su potencial militar y porque compartía con la entonces URSS el interés y la complicidad mental de no escalar hasta el suicidio mutuo, logró evitar con efectividad un intercambio atómico catastrófico o que la Unión Soviética se aventurase en caminos fatalmente desestabilizadores. La aparición del terrorismo de masas y suicida hace saltar por los aires todos los instrumentos de disuasión existencial. Las naciones occidentales sólo disponen ahora de tres herramientas para hacer frente al terrorismo global: para empezar, la prevención a través del conocimiento, la inteligencia y los aparatos policiales; en segundo lugar, unos sistemas de gestión de emergencias, para el caso de que volviera a suceder un atentado catastrófico; por último, unas fuerzas armadas que cuenten con la capacidad de perseguir y golpear al terrorismo, por muy lejos que se refugie, con agilidad, precisión y letalidad.

La Alianza Atlántica y la UE tendrán que acometer cuanto antes la revisión de sus conceptos y visiones estratégicas para poder deducir así unas capacidades defensivas adecuadas a las circunstancias.

 

Consecuencias para España

Los ataques contra Estados Unidos han tenido un gran impacto diplomático, estratégico y militar sobre España. Así, nuestro país, al igual que el mundo occidental, está sometido a la amenaza común que el terrorismo islámico supone para cualquier democracia desarrollada. En segundo lugar, España, como miembro de la Alianza Atlántica, está sujeta a los compromisos del tratado invocados tras este ataque y debe participar en la respuesta que la OTAN ha puesto en marcha. Además, la crisis ha demostrado la existencia en nuestro territorio de personas y grupos vinculados al terrorismo islamista sobre los que será necesario ejercer un control más exhaustivo.

Uno de los efectos más inmediatos, pero también más trascendentes en estos momentos, es el cambio en las relaciones de nuestro país con el Magreb, más concretamente, con Marruecos, unas relaciones que padecían una crisis crónica en los últimos meses.

Resulta evidente que uno de los principales y más difíciles objetivos de la diplomacia estadounidense tras los atentados ha sido lograr la participación de países musulmanes moderados en la coalición mundial antiterrorista que lidera Estados Unidos. Lograrlo resulta esencial no sólo para diluir el riesgo de que el conflicto pudiera llegar a una confrontación entre religiones o civilizaciones, sino porque, además, la colaboración de esos países en el campo de la inteligencia resulta vital para desenmascarar las tramas internacionales del terrorismo islámico.

 

«La diplomacia española tendrá mayor protagonismo en Oriente Próximo»

 

España ha desempeñado un doble papel en este terreno. Primero, como miembro de la UE, y a dos meses de ejercer la presidencia, nuestra diplomacia se ha involucrado de forma activa en la ronda de visitas que la troika comunitaria puso en marcha tras los atentados. La tradicional amistad de España con algunos países árabes moderados y su activa participación en los intentos de resolución del conflicto en Oriente Próximo, hacen que el trabajo diplomático de nuestro país sea más activo y efectivo que el de otros socios europeos con menor capacidad de diálogo con el mundo árabe. Por otro lado, la presencia de un español, Javier Solana, como Alto Representante de la Unión para su política exterior y de seguridad, permite que el perfil diplomático español en esta crisis se visualice en mayor medida.

Sin embargo, es desde el punto de vista de las relaciones bilaterales de España con Marruecos y, en menor medida con Argelia, donde la crisis ha tenido un mayor impacto en la política exterior española. Las relaciones con Marruecos, viciadas de principio por el contencioso territorial que la existencia de Ceuta y Melilla supone para el reino alauí, han sufrido un deterioro en los últimos meses como consecuencia de la negativa marroquí a firmar un nuevo acuerdo pesquero con la UE, y por la pasividad de las autoridades marroquíes ante el creciente flujo de inmigración clandestina que llegaba a las costas españolas.

La suma de esos dos conflictos había provocado una escalada de reproches públicos que, en el caso marroquí, tuvieron incluso como protagonista al propio rey Mohamed VI. Las relaciones entraron así en una situación de mayor dificultad para mantener los adecuados canales de comunicación y un retraso en las cumbres y reuniones previstas.

Estos problemas han sido obviados en los últimos días como consecuencia de la crisis. Así, la visita del ministro de Asuntos Exteriores, Josep Piqué, a Marraquech desbloqueó la celebración de la próxima cumbre bilateral, que se celebrará en diciembre. Más allá de los intereses particulares de España, que aconsejaban una recomposición de las relaciones con el país norteafricano, tanto por razones económicas como por motivos de seguridad, en este cambio de actitud de la diplomacia española, desde posiciones de mayor firmeza y denuncia, a otra de más colaboración, habrá pesado sin duda la importancia de Marruecos como país de contención del islamismo radical, como estereotipo de Estado árabe moderado con vocación modernizadora y ejemplo de las relaciones de cooperación que pueden establecer los países occidentales con un país musulmán.

El caso de Argelia tiene una dimensión diferente y menor. El país se consume en una larga guerra entre un régimen autoritario y laico contra un movimiento de fundamentalistas islámicos radicales y violentos. En ese conflicto, los países occidentales han mantenido hasta la fecha una neutralidad, más o menos perfecta e interesada, puesto que si una victoria de los islamistas se consideraba peligrosa para el país y todo el Magreb, las prácticas represivas del gobierno tampoco podían celebrarse. Esta doctrina tendrá que revisarse a la luz de los atentados.

Una revisión que viene condicionada por el hecho de que nos encontramos en un momento de transición hacia la plena internacionalización del terrorismo islamista, que ha tenido durante la última década un carácter nacional, con escasas conexiones entre los distintos grupos que operaban en ámbitos locales e incluso con algunas disputas o contenciosos de carácter doctrinal o estratégico que los enfrentaban entre sí, haciendo imposible cualquier tipo de colaboración entre ellos. El objetivo de todos estos grupos se limitaba a derrocar a los gobiernos más o menos laicos de sus países para instaurar regímenes teocráticos.

Sin embargo, a principios de la década anterior surgió una red mundial de terroristas, con epicentro en Afganistán, que suprimió el concepto de nacionalidad sobre la base de la supremacía de la identidad religiosa. La finalidad de esta nueva multinacional terrorista islamista no era derribar los regímenes locales que gobiernan a los países musulmanes, sino derrotar e incluso aniquilar, si fuera posible, a los países occidentales, a quienes considera los verdaderos causantes de todos sus males. Esta nueva superestructura convive con los movimientos locales tradicionales. El peligro es que los éxitos logrados por esta máquina del terror, y la identificación del enemigo común en todo lo que representa la civilización occidental, terminen por fusionar a todos los grupos radicales nacionales en un gran movimiento, capaz no sólo de derribar a los gobiernos más débiles de los países árabes, sino de construir una amenaza de enorme potencial para todo el mundo occidental.

En este marco es en el que movimientos como el Grupo Islámico Armado (GIA) de Argelia se hacen más peligrosos y en el que los países occidentales comienzan a percibirlo como una amenaza no sólo para el régimen local, sino también para nuestra propia seguridad. Todo ello puede conducir en el futuro a una mayor cooperación con el gobierno argelino en su lucha contra estos movimientos islamistas radicales.

Este cambio de posición de España se había llevado a cabo, dados los crecientes intereses económicos (buena parte del gas natural que se consume en España proviene de Argelia) y estratégicos (necesidad de controlar los flujos migratorios) que existen con este país magrebí. España desempeñará, por tanto, un papel de primer orden en las nuevas relaciones que parecen vislumbrarse con el régimen de Argel.

Por último, los atentados del 11 de septiembre pueden suponer también una revalorización de la labor mediadora de España en el conflicto palestino-israelí. La posición de los países occidentales es vital para lograr que los países árabes moderados se sumen de forma decidida a la coalición internacional antiterrorista. La posición tradicional de la UE y, en particular, la española, de una mayor neutralidad que la estadounidense entre los contendientes, puede ganar adeptos en una situación de crisis como la actual. Todo ello exige un mayor protagonismo de la diplomacia española en la zona.

 

Madurez estratégica

El mayor impacto que los atentados han generado en nuestro país probablemente haya sido la súbita maduración de la cultura estratégica producida en pocos días. Así, este conflicto constituye la primera ocasión en la historia de la democracia reciente española en la que la opinión pública se muestra de forma mayoritaria no sólo favorable a una intervención militar, sino partidaria de que las fuerzas armadas españolas participen de forma activa en esa ofensiva internacional.

Este cambio resulta doblemente sorprendente no sólo por el pacifismo más o menos consciente que ha impregnado buena parte de la sociedad española en las últimas décadas, sino también por el antiamericanismo subconsciente que legó la relación del franquismo con las administraciones estadounidenses en sus dos últimas décadas de existencia. También tiene una enorme importancia para fortalecer el futuro papel que España pueda ejercer en el escenario internacional. La opinión pública española está superando viejos complejos y aceptando con naturalidad la posición que ocupa en el marco de la UE y de la Alianza. En la medida en que los ciudadanos asuman las responsabilidades de un mayor protagonismo internacional, España podrá tener mayor peso.

Un segundo efecto de la crisis ha sido acelerar la reforma del servicio de inteligencia español. Así, en su comparecencia ante el Parlamento el 18 de octubre, el presidente se comprometió a elaborar una nueva ley de los servicios de inteligencia que regule sus funciones, controles y el estatuto de su personal. Una ley pendiente desde la anterior legislatura y que muestra su voluntad de acometer una reforma profunda en el hecho del propio cambio de nombre del CESID por Centro Nacional de Inteligencia (CNI).

Ahora bien, un mero cambio de denominación, ni siquiera la simple definición de un marco normativo adecuado, no significa una mejora de la eficacia de estos servicios. Sin embargo, el nuevo ímpetu del gobierno en esta materia, al calor de los acontecimientos del 11 de septiembre, significa también la prioridad que en esta nueva etapa tendrán los instrumentos de inteligencia en la ejecución de la política de seguridad.

Otro aspecto, comprometido por José María Aznar en su comparecencia ante las Cortes, es la necesidad de acelerar la revisión estratégica en marcha. A pesar de que los atentados contra Estados Unidos no son, con mucho, los primeros que el terrorismo fundamentalista ha perpetrado contra países occidentales, su especial gravedad y dimensión le han situado como la primera amenaza para la seguridad en los próximos años.

No obstante, el impacto estratégico de estos ataques ha generado una gran confusión doctrinal, derribando barreras conceptuales como las que tradicionalmente existían entre la seguridad interior y la exterior o entre la defensa militar frente a la civil. Así, los atentados en Estados Unidos provienen, sin duda, de fuerzas exteriores, pero han sido cometidos por personas que se encontraban dentro de territorio estadounidense. Por otro lado, nadie discute que se trata de acciones terroristas, pero en realidad se las ha considerado como ataques militares e incluso como un acto de guerra, abriendo un espinoso debate sobre la misión que las fuerzas armadas pueden llevar a cabo en la lucha contra el terrorismo internacional.

Esta nueva amenaza hace replantear, a su vez, las enumeraciones tradicionales de los riesgos transnacionales. El terrorismo, el crimen organizado, el narcotráfico, la inmigración clandestina o los delitos asociados a las nuevas tecnologías no son fenómenos que se den de forma aislada, sino que su mayor peligrosidad reside en su simultaneidad. Por poner sólo un ejemplo, los terroristas islámicos utilizan la droga como fuente de financiación para sus actividades, pueden valerse de las redes de inmigración ilegal para introducir sus comandos o elementos de apoyo, y hacen un uso cada vez más intensivo de las nuevas tecnologías para planificar y ejecutar sus atentados. Esa conjunción de riesgos es lo que permite comprender la gravedad de esta nueva amenaza.

Más allá de la necesidad de potenciar la inteligencia española y de mejorar la coordinación entre los servicios dedicados a la información interior y la exterior, la revisión estratégica en marcha debería realizar una reflexión sobre la creciente vulnerabilidad de nuestros sistemas de seguridad interior y las formas de subsanar esa debilidad. Ahora bien, la discusión acerca de un posible reequilibrio entre los recursos que se dedican a nuestra protección exterior frente a los empleados para garantizar la seguridad en el interior, debe conducir sobre todo a una más estrecha colaboración y cooperación entre las fuerzas armadas y las de seguridad.

En este sentido, el hecho de que en España se disponga de un instrumento como la Guardia Civil, un cuerpo de seguridad con naturaleza militar, no sólo favorece la participación de sus unidades especializadas en misiones internacionales, sino que también simplifica en gran medida la posible colaboración futura de las fuerzas armadas en la seguridad interior, pero que, dada su complejidad política, social y estratégica, exige generar un concepto sustitutivo del tradicional de defensa del territorio mediante una doctrina innovadora que incluya la protección de las redes estratégicas de información y comunicaciones, el auxilio de la población en caso de catástrofe y en la lucha contra los riesgos transnacionales emergentes. Todo ello, sin embargo, hace imprescindible la promulgación de una nueva ley de defensa nacional que siente las bases doctrinales de una moderna concepción de la seguridad.