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Miembros de la delegación talibán durante la cumbre celebrada en Moscú, a la que también acudieron representantes de Pakistán, India , Irán y China. Moscú, 20 de octubre de 2021./SERGEI BOBYLEV\TASS VIA GETTY IMAGES

El fin de la guerra

Afganistán está llamado a ser terreno de tensiones e influencias regionales, mientras que la situación interna del país abre muchos interrogantes.
Mariano Aguirre
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La polémica salida de Afganistán de las últimas tropas de Estados Unidos y aliados de la OTAN tendrá importantes consecuencias geopolíticas. Ese país, que estuvo en el centro de la contienda durante la última fase de la guerra fría, será ahora terreno de tensiones e influencias entre potencias regionales.

Afganistán ha sido un corredor estratégico y comercial debido a su situación geográfica entre India, Pakistán, China, Irán, Turkmenistán, Uzbekistán y Tayikistán, y una zona de disputas para potencias coloniales y regionales. La perspectiva de retirada de las tropas de Estados Unidos y aliados de la OTAN, que se materializó a finales de agosto de 2021, fue produciendo movimientos geopolíticos de sus vecinos.

Mientras que la situación interna del país abre muchos interrogantes, diversos intereses regionales se ponen en juego. Entre los Estados con intereses en Afganistán, cuatro tienen armas nucleares (China, Rusia, Pakistán e India). Entre ellos, India y Pakistán consideran que este país es clave para la defensa de sus respectivas seguridades, y China e India han tenido enfrentamientos fronterizos en el último año.

Después de dos décadas de guerra y cuatro de implicación en el conflicto interno afgano (desde que Washington apoyó la insurgencia pastún contra la invasión de la ex URSS entre 1979 y 1989), Estados Unidos se repliega ante la incapacidad de controlar dinámicas complejas y en el marco de su pérdida parcial de poder internacional.

China, en cambio, es una potencia en ascenso a escala global y tiene en Asia Central intereses económicos y geopolíticos. Por su parte, Rusia busca reconquistar la influencia perdida luego de su fallida intervención militar en Afganistán. A la vez, quiere prevenir que grupos islamistas radicales usen ese país y los Estados de Asia Central para lanzar ataques terroristas en territorio ruso.

De hecho, todos los vecinos (al igual que Turquía y Europa) tienen dos grandes preocupaciones a partir de la derrota de Estados Unidos. Primero, que la victoria de los talibanes lleve a que diferentes grupos insurgentes (como Al Qaeda) encuentren hospitalidad en territorio afgano o actúen desde ahí contra el nuevo gobierno de Kabul y hacia fuera (los talibanes nunca han mostrado interés en realizar ataques fuera de Afganistán). Segundo, que aumente el número de solicitantes de asilo provenientes de ese país.

 

Pakistán, ¿aliado o enemigo?

El principal conflicto regional que afecta a Afganistán es la competencia por la hegemonía regional entre Pakistán e India, dos Estados enfrentados, además, por el territorio de Cachemira. La relación de Pakistán con Afganistán ha sido compleja desde la época colonial, especialmente entre el imperio Británico que controlaba Pakistán e India y los poderes tribales afganos. Para Islamabad es importante contar con Afganistán como aliado en su pugna con India. Pero, además, existe la cuestión de la etnia pastún.

Diversos gobiernos paquistaníes han preferido fomentar la inestabilidad permanente en el país vecino antes que verlo unificado bajo la hegemonía de un gobierno central controlado por los pastún (que tiene una amplia minoría en ese país). La mayor parte de los miembros de esta etnia vive en la denominada Área Tribal Administrada Federalmente (FATA, por sus siglas en inglés). El Estado paquistaní tiene acceso limitado a esa zona semiautónoma en la que opera el grupo aliado Tehrik-i-Taliban.

Entre los dos países hay, además, disputas territoriales sobre la frontera. Muchos afganos pastunes consideran que Pakistán tiene que devolver partes de las provincias de Baluchistán, Khyber Pakhtunkhwa y FATA a Afganistán, ya que les fueron arrebatadas por el colonialismo británico.

El investigador británico, Anatol Lieven, indica que “la simpatía que sienten los paquistaníes por los talibanes tiene sus raíces en la misma dinámica que motivó su apoyo a los muyahidines afganos contra la ocupación soviética en los años ochenta. También se puede ver en el contexto de la memoria histórica de la resistencia afgana al Imperio Británico en el siglo XIX”.

En efecto, durante décadas, Pakistán ha apoyado a los talibanes, que han utilizado su territorio como retaguardia en la lucha contra Estados Unidos. El poderoso servicio de inteligencia pakistaní (el Inter-Services Intelligence o ISI, una especie de Estado dentro del Estado), como lo explica detalladamente el periodista Steve Coll en Directorate S, ha sido clave en el apoyo a los talibanes y a otros grupos insurgentes afganos, en especial a la Red o clan Haqqani (que ahora forma parte del gobierno en Kabul), y al grupo ultraconservador Lashkar-e-Taiba, que llevó a cabo el dramático ataque terrorista en Bombay en 2008.

La relación económica y comercial, legal e informal, es muy grande entre los dos países. El cierre de parte de la frontera por parte de Pakistán después de la salida de Estados Unidos ha creado reacciones adversas en sectores de Afganistán. Por otra parte, alrededor de un millón de afganos están refugiados en Pakistán.

Estados Unidos comenzó a favorecer la relación con India sobre la que tenía con Pakistán a partir de 2000. Pakistán dejó de ser el socio principal en la región. Desde entonces, sucesivos gobiernos en Islamabad practicaron la difícil (y aparentemente imposible) política de recibir ayuda militar de Estados Unidos, promover la inestabilidad contra este país en Afganistán y combatir a los pastún y otros grupos más radicales, pero permitiéndoles operar cuando actúan en territorio afgano.

Entre 2002 y 2017, EEUU le entregó 33.000 millones de dólares en ayuda civil y militar a Islamabad para combatir el terrorismo. En 2018, la administración de Donald Trump la redujo sustancialmente. En círculos militares y de inteligencia de Washington se considera que, en gran medida, Estados Unidos perdió la guerra en Afganistán por culpa de Pakistán. Richard Hoolbroke, enviado especial para Afganistán durante la presidencia de Barack Obama, escribió: “hay una constante en la contrainsurgencia: no es posible ganar contra un enemigo que cuenta con una retaguardia segura”.

El gobierno pakistaní de Imran Khan está tratando de reestablecer los vínculos con Estados Unidos para volver a la buena relación que había en el pasado. Por una parte, colaboró en llevar a los talibanes a la mesa de negociación en Doha en 2020. Por otra, indica que ha abandonado la política de servir de retaguardia a los grupos insurgentes, algo difícil de llevar a cabo por el poder civil sobre la inteligencia militar.

En febrero de 2021, Pakistán anunció que está construyendo una barrera de separación de 2.640 kilómetros en la frontera con Afganistán a lo largo de la denominada Línea Durand. El objetivo es contener la acción de organizaciones armadas que operan en los dos países, como la Red Haqqani, Al Qaeda y Tehrik-e-Taliban Pakistan (TTP). La Línea Durand fue establecida por el colonialismo británico en 1893, dividiendo a la comunidad pastún. El nuevo gobierno talibán ha dejado saber que no reconoce esta cuasi frontera, algo que ha generado preocupación en Islamabad. En el marco de esta relación complicada, China se presenta como un posible mediador entre los dos países.

 

La ayuda internacional de Nueva Delhi

En la pugna con Pakistán, India ha desarrollado en la última década una fuerte presencia diplomática, comercial, de ayuda humanitaria y cooperación en infraestructuras en Afganistán. Esto generó lazos estrechos entre los gobiernos de Nueva Delhi y Kabul. Desde 2001, India proveyó 2.500 millones de dólares en ayuda a este país. En los meses previos a la caída del país en manos de los talibanes, el gobierno indio trató de establecer lazos con este grupo.

Durante el anterior gobierno de los talibanes, India apoyó a grupos insurgentes contra ellos. Ante la nueva situación, el presidente Narendra Modi tendrá que decidir si esta vez reconoce diplomáticamente a sus antiguos enemigos. Una buena relación con Kabul le permitiría tener más control sobre los movimientos de los grupos armados Lashkar-e-Taiba y Jaish-e-Mohammad. Ambos tienen bases en las provincias que lindan con Pakistán.

Para el régimen en Kabul la fórmula óptima es contar con India y Pakistán. La masiva ayuda de India no es algo a despreciar para un gobierno aislado, sin acceso a crédito internacional, con una aguda crisis humanitaria estructural que afecta a 20 millones de personas, débil infraestructura institucional, parte de la economía apoyada en los cultivos de opio, y la insurgencia de la rama local de Estado Islámico, entre otros grupos. Paralelamente, el gobierno indio ve con alarma la creciente influencia diplomática y económica de China en este país. Los enfrentamientos fronterizos que India ha tenido con China en el último año y medio agudizan esa preocupación.

 

La agenda de Pekín

Uno de los principales beneficiados de la salida de Estados Unidos será, en efecto, China. En agosto, Zhou Bo, coronel retirado del Ejército Popular chino, escribió en el New York Times que su país se apresta a ser el principal actor externo en Afganistán ofreciendo a Kabul “imparcialidad política e inversiones”.

Pekín, además, ha facilitado a Afganistán durante los últimos años ayuda humanitaria y para el desarrollo y las comunicaciones terrestres, ferroviarias, aéreas y digitales, manteniendo un bajo perfil político. Una de las primeras declaraciones del nuevo gobierno en Kabul fue indicar que se respetarían los intereses de China.

En 2016, Pekín y Kabul firmaron un acuerdo de participación de Afganistán en la Belt and Road Initiative (BRI) o nueva “Ruta de la Seda Verde”. Pekín ha promovido proyectos en minería, infraestructura de transporte y agricultura, y tiene interés en la explotación de minerales como cobre, oro, cobalto y lapislázuli.

Así mismo, China podría contribuir con efectivos para una eventual operación de mantenimiento de la paz de Naciones Unidas, si el gobierno talibán lo solicitase. Pero China tiene también serias preocupaciones de seguridad. Pekín considera que la alta inestabilidad en Afganistán le podría afectar a través de la frontera común que tiene en la provincia de Xinjiang, donde habita gran parte de la minoría de los uigures. En el último año, ha habido denuncias de violaciones masivas de los derechos humanos por parte de Pekín hacia esta minoría.

Se estima que varios miles de chinos uigures forman parte de la red global de Al Qaeda, y los líderes de esta y de Estado Islámico (que lucha contra los talibanes) se han comprometido a apoyar a su yihad contra China en respuesta a sus políticas en Xinjiang. También es una preocupación de las autoridades chinas que se incremente la oferta de narcóticos provenientes de Afganistán, y quieren preservar la estabilidad de las repúblicas de Asia Central.

China está reforzando la seguridad en la frontera Tayik, y busca fortalecer la capacidad antiterrorista del gobierno a través de la participación de Afganistán en la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS) y el Mecanismo Cuadrilateral de Cooperación y Coordinación China-Afganistán-Pakistán-Tayikistán.

 

Rusia, una nueva relación con Kabul

La ex URSS intervino en Afganistán en 1979 con el fin de estabilizar el país y prevenir que fuese usado por Estados Unidos y otras potencias extranjeras como una plataforma y como retaguardia. La intervención fue un gran fracaso y una fuente de experiencia para el yihadismo, entonces apoyado por Washington, Londres y Arabia Saudí contra la presencia soviética, que desde ahí pasó a luchar en la guerra civil de Argelia de la década de los noventa, ejecutar el 11 de septiembre de 2001 y otros atentados, y participar en las guerras de Siria y Yemen.

Afganistán es también para Rusia una fuente de posible inestabilidad (crimen organizado, islamismo radical, interferencias occidentales) en su flanco sur y en Asia Central. Moscú ha usado la fuerza contra insurgencias islamistas en Chechenia en 1999 y 2009, y en la intervención rusa en Siria desde 2016. La preocupación principal de los estrategas rusos ha sido evitar atentados y que organizaciones islamistas radicales externas no establezcan vínculos con la comunidad musulmana dentro de Rusia que agrupa entre 10 y 26 millones de personas según diferentes fuentes.

La intervención de Estados Unidos y la OTAN en Afganistán desde 2003 hizo temer a Moscú que Washington y sus aliados ampliasen su influencia en Asia Central. En la medida en que la intervención occidental en Afganistán no lograba ninguno de sus objetivos, Rusia incrementó sus vínculos con los talibanes, de quienes inicialmente desconfiaba.

La salida de las tropas estadounidenses es una oportunidad para Moscú de ampliar su influencia. Como explica David G. Lewis, de la Universidad de Exeter, Rusia comenzó a dialogar con los talibanes con el fin de coordinarse para combatir a la organización armada Estado Islámico del Jorasán (ISKP), una rama de Estado Islámico que busca establecer un califato en Afganistán, Pakistán y los países de Asia Central (Jorasán). La política rusa en Afganistán, según este experto, “tiene como objetivo limitar la influencia estratégica occidental en un amplio arco desde Siria e Irán hasta la región de Afganistán-Pakistán y los Estados de Asia Central”, en lo que Moscú se refiere cada vez más como “la Gran Eurasia”. Otros análisis, sin embargo, consideran que Rusia carece de los fondos y la capacidad para un plan de esta envergadura, aceptando que el liderazgo alrededor de Afganistán lo tenga China.

 

Las preocupaciones de Irán

El 27 de octubre de 2021, el gobierno iraní convocó una conferencia internacional sobre Afganistán, con la presencia de Rusia, China, Pakistán, Tayikistán, Uzbekistán y Turkmenistán. El objetivo de la reunión fue discutir la gobernabilidad del país.

Hubo unanimidad entre los participantes respecto a que los talibanes deben consultar a la población y formar un gobierno inclusivo de todos los grupos étnicos presentes en el país. Igualmente, los vecinos esperan que Afganistán ayude a combatir el terrorismo, y consideran que se debería potenciar su integración económica y comercial en la región.

Esta iniciativa indica la voluntad de Teherán de ser un actor de peso en la cuestión afgana y su preocupación por la estabilidad del país vecino. Por otra parte, el gobierno iraní ha criticado la represión que desde agosto han llevado a cabo los talibanes contra la resistencia en el valle de Panshir, al tiempo que ha condenado los atentados realizados por Estado Islámico del Jorasán.

Las relaciones entre Irán y Afganistán han tenido momentos de alta tensión, especialmente durante el período anterior que los talibanes estuvieron en el poder. Irán alberga alrededor de 800.000 refugiados afganos. En los últimos años, Teherán ha desarrollado una política pragmática, tratando de tener buenos vínculos tanto con el gobierno afgano como con los talibanes. A la vez, le preocupan que facciones radicales de los talibanes y grupos como ISKP puedan ganar influencia, especialmente si se agrava la situación política, con la salida de Estados Unidos.

El futuro de Afganistán dependerá de la capacidad de los talibanes de gobernar y crear un Estado que satisfaga las necesidades y derechos de sus ciudadanos. Al mismo tiempo, el mayor o menor grado de estabilidad interna repercutirá en las relaciones de sus vecinos hacia este país y entre ellos.

 

¿El fin del intervencionismo de Estados Unidos?

Veinte años separan las declaraciones del presidente Joe Biden indicando que el objetivo de la misión de su país en Afganistán no era “construir la nación” (nation building) sino combatir el terrorismo, y las del entonces presidente George W. Bush cuando dijo que “el fin de la tiranía en el mundo” estaba cerca. Estados Unidos iba a promover la democracia entre los denominados estados frágiles. Ahora, Biden ha dicho que cada país debe decidir el tipo de régimen político que lo gobierne.

En estas dos décadas, Estados Unidos practicó en Afganistán e Irak el antiterrorismo, la contrainsurgencia, y promovió la construcción del Estado bajo una idea unificada de nación. Tantas misiones diferentes, acompañadas de miles de millones de dólares, acabaron en no tener estrategia, “no saber por qué estábamos ahí”, como declaró un general estadounidense, y el fracaso.

Afganistán cayó en agosto pasado en manos de los talibanes mientras que Irak es un país desintegrado entre identidades y milicias, con un gobierno más vinculado a Teherán que a Washington. El intervencionismo ha sido una seña de identidad de Estados Unidos desde su nacimiento como nación en el siglo XVIII. Las colonias que se independizaron de Gran Bretaña lanzaron un movimiento expansionista hacia el oeste y el Sur, que se prolongó en México, el Caribe, América Central y el Pacífico.

Entre la Primera y Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos se erigió en la nueva potencia imperial (aunque usando un lenguaje anticolonial) que pasó a sustituir a los imperios europeos. Washington lideró la creación del orden liberal internacional después de la Segunda Guerra Mundial, ocupando puestos claves en el Fondo Monetario internacional y el Banco Mundial, y usando la diplomacia, las inversiones y la fuerza para imponer sus intereses y combatir al comunismo de la UrSS.

Setenta años después, el sistema internacional ha tenido muchos cambios. Estados Unidos ya no puede imponer políticas ni controlar mercados y recursos como en el pasado. La razón es que se sobreextendió en sus capacidades militares y económicas (como ocurrió con otros imperios), que tiene graves problemas internos, y que su poder es desafiado por otras potencias grandes e intermedias.

Pero un factor decisivo que operó en Afganistán e Irak ha sido la incapacidad para entender y controlar dinámicas complejas, tanto nacionales como regionales. La región que incluye a oriente Medio, norte de África y Sur de Asia es el caso más claro. Pese a su poderío militar y enorme aparato de inteligencia, Washington no ha logrado en las últimas dos décadas que ni sus aliados ni sus enemigos hagan lo que desea.

Israel y Arabia Saudí toman decisiones sin consultar con la Casa Blanca, pese a las especiales relaciones militares y económicas que mantienen con Estados Unidos. Pakistán apoyaba a los talibanes mientras Estados Unidos le proveía millones de dólares en ayuda militar. La Primavera Árabe que una década atrás revolucionó a varios países de la región, tomó por sorpresa a los estrategas estadounidenses y sus diferentes desarrollos no han dependido de Washington. Menos aún tiene influencia decisiva en los conflictos de Yemen, Libia, Siria y el Sahel.

En el caso de Afganistán e Irak, serán China, Rusia y las potencias regionales las que interactúen con esos países. Estados Unidos y sus aliados de la OTAN han perdido por un tiempo prolongado las posibilidades de desempeñar un papel en la difícil reconstrucción de los dos países.

Estados Unidos seguirá siendo una gran potencia, pero en declive y en retirada de sus zonas tradicionales de influencia. Probablemente diversos gobiernos después de Biden tomarán decisiones contradictorias sobre mantener o continuar practicando el intervencionismo. Como medida intermedia, el uso de alta tecnología aplicada a la guerra (drones, inteligencia artificial, destrucción de sistemas informáticos) y los “golpes quirúrgicos”, con el menor uso posible de efectivos, será la forma del intervencionismo de la decadencia imperial.