En medio de la celebración del V Centenario del Descubrimiento de América, y de todo su significado filosófico, cultural, económico, político y social, pocos han señalado que quinientos años después, en 1992, el mundo está cambiando en torno nuestro de manera tan dramática y radical como entonces. Las exploraciones espaciales, con las que tantos comparan el Descubrimiento de América, son insignificantes, políticamente hablando, en comparación con la radical transformación que está experimentando nuestro planeta convirtiéndose prácticamente en un Nuevo Mundo no menos desconcertante que el que comenzó a fraguarse en 1492.
Todo ha empezado con una gran alegría. De manera casi totalmente imprevista el comunismo, filosofía política que ha marcado toda nuestra época, se ha declarado en bancarrota y el régimen totalitario e imperialista de la URSS, que parecía un castillo inexpugnable de eterna amenaza, se ha disuelto en un mar de incertidumbres.
¿Quién hubiera pensado en Helsinki en 1975 que el Acta Final de la CSCE, que tantos condenaron entonces por haber “legitimado” a los Gobiernos comunistas de Europa oriental y las fronteras impuestas por la URSS, contenía el germen que lentamente destruiría aquellos regímenes y consagraría la democracia pluralista y los derechos humanos como instituciones internacionales, de mayor alcance y validez que los límites, ahora sobrepasados, de la soberanía nacional? Tampoco hubieran creído en 1949 los autores de la Carta de las Naciones Unidas que su sistema habría de encarnar con tanta fuerza la convicción de sus ideales.
No hay nación ni Gobierno, en cualquier región del mundo entero, por muy esotérica que sea su cultura y su historia, que no esté ahora inserta en este sistema ni pueda escapar a sus dictados morales y políticos…
