POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 225

Los presidentes Vladimir Putin y Xi Jinping escenifican en el Kremlin su “alianza sin límites” durante la celebración rusa del Día de la Victoria, en conmemoración del final de la Segunda Guerra Mundial. (Moscú, 8 de mayo de 2025). Getty

El nuevo reparto del mundo en esferas de influencia

Trump ya no quiere competir con los grandes rivales de Estados Unidos, China y Rusia, sino forzarlos a la colusión para imponer un orden internacional en el que cada uno domine su zona sin pisarse.
Stacie E. Goddard
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Tras haber sido descartada como un fenómeno del siglo anterior, la competencia entre grandes potencias ha vuelto”. Así decía la Estrategia de Seguridad Nacional que el presidente Donald Trump dio a conocer en 2017, resumiendo en una sola línea la historia que los responsables de la política exterior estadounidense han pasado la última década contándose a sí mismos y al mundo. En la era posterior a la Guerra Fría, Estados Unidos generalmente buscaba cooperar con otras potencias siempre que fuera posible e integrarlas en un orden global que lideraba. Pero a mediados de la década de 2010 se impuso un nuevo consenso. La era de la cooperación había terminado, y la estrategia estadounidense debía centrarse en las contiendas de Washington con sus principales rivales, China y Rusia. La principal prioridad de la política exterior estadounidense estaba clara: ir por delante de ellos.

Los rivales de Washington “están disputando nuestras ventajas geopolíticas e intentando cambiar el orden internacional a su favor”, explicaba el documento de Trump de 2017. Como resultado, argumentaba su Estrategia de Defensa Nacional al año siguiente, la competencia estratégica interestatal se había convertido en “la principal preocupación de seguridad nacional de Estados Unidos”. Cuando el acérrimo rival de Trump, Joe Biden, asumió la Presidencia en 2021, algunos aspectos de la política exterior estadounidense cambiaron drásticamente. Pero la competencia entre grandes potencias siguió siendo el leitmotiv. En 2022, la Estrategia de Seguridad Nacional de Biden advertía de que “el desafío estratégico más acuciante al que se enfrenta nuestra visión procede de potencias que combinan un gobierno autoritario con una política exterior revisionista”. La única respuesta, argumentaba, era “superar” a China y frenar a una Rusia agresiva.

Algunos aplaudieron este consenso sobre la competencia entre grandes potencias; otros lo lamentaron. Pero a medida que Rusia intensificaba su agresión en Ucrania, China dejaba claros sus designios sobre Taiwán y las dos potencias autocráticas profundizaban sus lazos y colaboraban más estrechamente con otros rivales de Estados Unidos, pocos predijeron que Washington abandonaría la competencia como su faro guía. Cuando Trump volvió a la Casa Blanca en 2025, muchos analistas esperaban continuidad: una “política exterior Trump-Biden-Trump”, como la describía el título de un ensayo en Foreign Affairs publicado en enero de 2025.

 

De competir a coludir

Entonces llegaron los dos primeros meses del segundo mandato de Trump. Con asombrosa rapidez, Trump ha hecho añicos el consenso que ayudó a crear. En lugar de competir con China y Rusia, Trump ahora quiere trabajar con ellas, buscando acuerdos que, durante su primer mandato, habrían parecido antitéticos respecto a los intereses de Estados Unidos. Trump ha dejado claro que apoya un final rápido de la guerra en Ucrania, incluso si ello requiere humillar públicamente a los ucranianos mientras abraza a Rusia y le permite reclamar vastas franjas de Ucrania.

Las relaciones con China siguen siendo más tensas, especialmente a medida que entran en vigor los aranceles de Trump y se cierne la amenaza de represalias del país asiático. Pero Trump ha señalado que busca un acuerdo de amplio alcance con el presidente chino Xi Jinping. Asesores de Trump que hablaron en condición de anonimato dijeron a The New York Times que al presidente le gustaría sentarse “hombre a hombre” con Xi para negociar los términos que rigen el comercio, la inversión y las armas nucleares. Mientras tanto, Trump ha aumentado la presión económica sobre los aliados de Estados Unidos en Europa y sobre Canadá (a la que espera obligar a convertirse en el “estado número 51”) y ha amenazado con apoderarse de Groenlandia y el Canal de Panamá. Casi de la noche a la mañana, Estados Unidos pasó de competir con sus agresivos adversarios a intimidar a sus apacibles aliados.

Algunos observadores, tratando de dar sentido al comportamiento de Trump, han intentado volver a situar firmemente sus políticas en la casilla de la competencia entre grandes potencias. Desde este punto de vista, acercarse al presidente ruso Vladímir Putin es la política de las grandes potencias en su máxima expresión, incluso un “Kissinger a la inversa”, diseñado para dividir la alianza chino-rusa. Otros han sugerido que Trump simplemente persigue un estilo más nacionalista de competencia entre grandes potencias, que tendría sentido para Xi y Putin, así como para el indio Narendra Modi y el húngaro Viktor Orbán.

Estas interpretaciones podrían haber sido persuasivas en enero. Pero ahora debería quedar claro que la visión que Trump tiene del mundo no es la de una competición entre grandes potencias, sino la de una colusión entre grandes potencias: un sistema de “concierto” similar al que dio forma a Europa durante el siglo XIX. Lo que Trump quiere es un mundo gestionado por hombres fuertes que trabajen juntos –no siempre de forma armoniosa, pero siempre con un propósito– para imponer una visión compartida del orden al resto del mundo. Esto no significa que Estados Unidos vaya a dejar de competir con China y Rusia: la competencia entre grandes potencias como característica de la política internacional es duradera e innegable. Pero la competencia entre grandes potencias como principio organizador de la política exterior estadounidense ha demostrado ser notablemente superficial y efímera. Y, sin embargo, si la historia arroja alguna luz sobre el nuevo enfoque de Trump, es que las cosas pueden acabar mal.

 

¿Cuál es su historia?

Aunque competir con grandes rivales fue fundamental en el primer mandato de Trump y en el de Biden, es importante señalar que la “competencia entre grandes potencias” nunca describió una estrategia coherente. Tener una estrategia sugiere que los líderes han definido fines concretos o métricas de éxito. Durante la Guerra Fría, por ejemplo, Washington trató de aumentar su poder para contener la expansión e influencia soviéticas. En la era contemporánea, por el contrario, la lucha por el poder ha parecido a menudo un fin en sí mismo. Aunque Washington identificaba a sus rivales, rara vez especificaba cuándo, cómo y por qué razón tenía lugar la competición. En consecuencia, el concepto era excesivamente elástico. “Competencia entre grandes potencias” podría explicar las amenazas de Trump de abandonar la OTAN a menos que los países europeos aumentaran el gasto en defensa, ya que hacerlo podría proteger los intereses de seguridad estadounidenses del parasitismo. Pero el término también podría aplicarse a la reinversión de Biden en la OTAN, que buscaba revitalizar una alianza de democracias contra la influencia rusa y china.

 

«La lucha por el poder ha parecido un fin en sí mismo en la era contemporánea»

 

Más que definir una estrategia concreta, la competición entre grandes potencias representaba una potente narrativa de la política mundial, que proporcionaba una visión esencial de cómo los responsables políticos estadounidenses se veían a sí mismos y al mundo que les rodeaba, y cómo querían que los demás les percibieran. En esta historia, el protagonista era Estados Unidos. A veces, el país se presentaba como un héroe fuerte e imponente, con una vitalidad económica y un poderío militar sin parangón. Pero Washington también podía ser presentado como una víctima, como en el documento de estrategia de Trump de 2017, que retrataba al país operando en un “mundo peligroso” con potencias rivales “socavando agresivamente los intereses estadounidenses en todo el mundo”. A veces, había un elenco de apoyo: por ejemplo, una comunidad de democracias que, en opinión de Biden, era un socio necesario para garantizar la prosperidad económica mundial y la protección de los derechos humanos.

 

Competencia con las autocracias

China y Rusia, por su parte, fueron los principales antagonistas. Aunque hubo cameos de otros enemigos –Irán, Corea del Norte y una serie de actores no estatales–, Pekín y Moscú destacaron como los autores de un complot para debilitar a Estados Unidos. Una vez más, algunos de los detalles variaban en función de quién contaba la historia. Para Trump, la historia se basaba en los intereses nacionales: estas potencias revisionistas buscaban “erosionar la seguridad y la prosperidad estadounidenses”. Con Biden, el foco pasó de los intereses a los ideales, de la seguridad al orden. Washington tenía que competir con las principales potencias autocráticas para garantizar la seguridad de la democracia y la resistencia del orden internacional basado en normas.

Pero durante casi una década, el arco narrativo general siguió siendo el mismo: antagonistas agresivos trataban de perjudicar los intereses estadounidenses, y Washington tenía que responder. Una vez establecida esta visión del mundo, imbuía a los acontecimientos de significados particulares. La invasión rusa de Ucrania fue un ataque no sólo contra Ucrania, sino también contra el orden liderado por Estados Unidos. La expansión militar china en el mar de China Meridional no representaba una defensa de los intereses fundamentales de Pekín, sino un intento de ampliar su influencia en el Indo-Pacífico a expensas de Washington.

La competencia entre grandes potencias significa que la tecnología no puede ser neutral y que Estados Unidos necesita expulsar a China de las redes 5G de Europa y limitar el acceso de Pekín a los semiconductores. La ayuda exterior y los proyectos de infraestructuras en los países africanos no son simples instrumentos de desarrollo, sino armas en la batalla por la primacía. La Organización Mundial de la Salud, la Organización Mundial del Comercio, el Tribunal Penal Internacional e incluso la Organización Mundial del Turismo de la ONU se convirtieron en escenarios de una contienda por la supremacía. Todo parecía una competición entre grandes potencias.

 

Entradas para conciertos

En su primer mandato, Trump se convirtió en uno de los bardos más convincentes de la competición entre grandes potencias. “Nuestros rivales son duros, tenaces y comprometidos con el largo plazo… pero nosotros también”, dijo en un discurso en 2017. “Para tener éxito, debemos integrar cada dimensión de nuestra fuerza nacional, y debemos competir con cada instrumento de nuestro poder nacional”. (Al anunciar su candidatura a la Presidencia dos años antes, fue más característicamente tajante: “Yo venzo a China todo el tiempo. Todo el tiempo”).

 

«Trump propone ahora connivencia en lugar de competencia»

 

Pero en su segundo mandato, Trump ha cambiado de táctica. Su enfoque sigue siendo áspero y beligerante. No duda en amenazar con castigos –a menudo económicos– para obligar a los demás a hacer lo que él quiere. Sin embargo, en lugar de tratar de vencer a China y Rusia, Trump ahora quiere persuadirles para que colaboren con él en la gestión del orden internacional. Lo que está contando es una historia de connivencia, no de competencia; una historia de actuación concertada. Tras una llamada con Xi a mediados de enero, Trump escribió en Truth Social: “Resolveremos muchos problemas juntos, y empezando inmediatamente. Hablamos de equilibrar el comercio, del fentanilo, de TikTok y de muchos otros temas. El presidente Xi y yo haremos todo lo posible para que el mundo sea más pacífico y seguro”. Dirigiéndose a los líderes empresariales reunidos en Davos (Suiza) ese mismo mes, Trump reflexionó que “China puede ayudarnos a detener la guerra con, en particular, Rusia-Ucrania. Y tienen mucho poder sobre esa situación, y trabajaremos con ellos”.

Escribiendo en Truth Social sobre una llamada telefónica con Putin en febrero, Trump informó: “Ambos reflexionamos sobre la gran historia de nuestras naciones, y el hecho de que luchamos juntos con tanto éxito en la Segunda Guerra Mundial… Ambos hablamos de las fortalezas de nuestras respectivas naciones, y del gran beneficio que algún día tendremos al trabajar juntos”. En marzo, mientras los miembros de la Administración de Trump negociaban con sus homólogos rusos sobre el destino de Ucrania, Moscú dejó clara su visión de un futuro potencial. “Podemos emerger con un modelo que permita a Rusia y Estados Unidos, y a Rusia y la OTAN, coexistir sin interferir en las esferas de interés de cada uno”, dijo a The New York Times Feodor Voitolovsky, un académico que forma parte de consejos asesores en el Ministerio de Relaciones Exteriores y el Consejo de Seguridad de Rusia.

La parte rusa entiende que Trump concibe esta perspectiva “como un hombre de negocios”, añadió Voitolovsky. Casi al mismo tiempo, el enviado especial de Trump, Steve Witkoff, un magnate inmobiliario que ha estado muy implicado en las negociaciones con Rusia, musitó sobre las posibilidades de colaboración entre Estados Unidos y Rusia en una entrevista con el comentarista Tucker Carlson. “Compartir rutas marítimas, tal vez enviar gas [natural licuado] a Europa juntos, tal vez colaborar en IA juntos”, dijo Witkoff. “¿Quién no quiere ver un mundo así?”.

 

Una tradición emergente

Al buscar acomodos con sus rivales, Trump puede estar rompiendo con las convenciones recientes, pero está aprovechando una tradición profundamente arraigada. La idea de que las grandes potencias rivales deben unirse para gestionar un sistema internacional caótico es una noción que los líderes han abrazado en muchos momentos de la historia, a menudo a raíz de guerras catastróficas que les dejaron tratando de establecer un orden más controlado, fiable y resistente. En 1814-15, tras la Revolución Francesa y las guerras napoleónicas que asolaron Europa durante casi un cuarto de siglo, las principales potencias europeas se reunieron en Viena con el objetivo de forjar un orden más estable y pacífico que el producido por el sistema de equilibrio de poderes del siglo XVIII, en el que las guerras entre grandes potencias se producían prácticamente cada década. El resultado fue “el Concierto de Europa”, un grupo que inicialmente incluía a Austria, Prusia, Rusia y el Reino Unido. En 1818, Francia fue invitada a unirse.

Como grandes potencias mutuamente reconocidas, los miembros del Concierto estaban dotados de derechos y responsabilidades especiales para mitigar los conflictos desestabilizadores del sistema europeo. Si surgían disputas territoriales, en lugar de tratar de explotarlas para expandir su propio poder, los líderes europeos se reunirían para buscar una solución negociada al conflicto. En 1821, la revuelta griega contra el dominio otomano pareció brindar a Rusia una gran oportunidad para conseguirlo. En respuesta, Austria y el Reino Unido pidieron moderación, argumentando que una intervención rusa causaría estragos en el orden europeo. Rusia dio marcha atrás, y el zar Alejandro I prometió: “Me corresponde a mí mostrarme convencido de los principios sobre los que fundé la alianza”. En otras ocasiones, cuando los movimientos nacionalistas revolucionarios amenazaron el orden, las grandes potencias se reunieron para garantizar una solución diplomática, aunque ello supusiera renunciar a importantes logros.

 

«La idea de que grandes potencias rivales deben unirse para gestionar el sistema internacional es antigua»

 

Durante unas cuatro décadas, el Concierto canalizó la competencia entre grandes potencias hacia la colaboración. Sin embargo, a finales de siglo, el sistema se había derrumbado. Se había mostrado incapaz de evitar los conflictos entre sus miembros y, a lo largo de tres guerras, Prusia derrotó sistemáticamente a Austria y Francia y consolidó su posición como cabeza de una Alemania unificada, poniendo patas arriba el equilibrio de poder estable. Mientras tanto, la intensificación de la competencia imperial en África y Asia demostró ser demasiado para que el Concierto pudiera gestionarla.

Pero la idea de que las grandes potencias podían y debían asumir la responsabilidad de dirigir colectivamente la política internacional se afianzó y resurgió de vez en cuando. La idea del concierto guio la visión del presidente Franklin Roosevelt de Estados Unidos, la Unión Soviética, el Reino Unido y China como “los cuatro policías” que asegurarían el mundo tras la Segunda Guerra Mundial. El líder soviético Mijaíl Gorbachov imaginó un mundo posterior a la Guerra Fría en el que la Unión Soviética seguiría siendo reconocida como una gran potencia, colaborando con sus antiguos enemigos para ayudar a ordenar el entorno de seguridad de Europa. Y a medida que el poder relativo de Washington parecía menguar a principios de este siglo, algunos observadores instaron a Estados Unidos a cooperar con Brasil, China, India y Rusia para proporcionar un mínimo similar de estabilidad en un mundo poshegemónico emergente.

 

Trocear el mundo

El interés de Trump por un concierto de grandes potencias no deriva de un conocimiento profundo de esta historia, sino que reside en el impulso. Trump parece ver las relaciones exteriores como ve el mundo inmobiliario y el del espectáculo, pero a mayor escala. Como en esas industrias, un selecto grupo de agentes de poder compiten constantemente, no como enemigos mortales, sino como respetados iguales. Cada uno de ellos está a cargo de un imperio que puede gestionar a su antojo. China, Rusia y Estados Unidos pueden competir por la ventaja de diversas maneras, pero entienden que existen dentro de un sistema compartido y que están a cargo de él. Por esa razón, las grandes potencias deben colaborar, aunque compitan. Trump ve a Xi y Putin como líderes “inteligentes y duros” que “aman a su país”. Ha subrayado que se lleva bien con ellos y que los trata de igual a igual, a pesar de que Estados Unidos sigue siendo más poderoso que China y mucho más fuerte que Rusia. Al igual que con el Concierto de Europa, lo que importa es la percepción de igualdad: en 1815, Austria y Prusia no eran rival material para Rusia y el Reino Unido, pero aun así se les acomodó como iguales.

En la historia del concierto de Trump, Estados Unidos no es ni un héroe ni una víctima del sistema internacional, obligado a defender sus principios liberales ante el resto del mundo. En su segundo discurso de toma de posesión, Trump prometió que Estados Unidos volvería a liderar el mundo no por sus ideales, sino por sus ambiciones. Con el impulso hacia la grandeza, prometió, vendría el poder material y la capacidad de “traer un nuevo espíritu de unidad a un mundo enfadado, violento y totalmente impredecible”. Lo que ha quedado claro en las semanas transcurridas desde que pronunció este discurso es que la unidad que busca Trump es principalmente con China y Rusia.

En la narrativa de la competencia entre grandes potencias, esos países se situaban como enemigos implacables, ideológicamente opuestos al orden liderado por Estados Unidos. En la narrativa del concierto, China y Rusia ya no aparecen como antagonistas puros, sino como socios potenciales, que trabajan con Washington para preservar sus intereses colectivos. Esto no quiere decir que los socios del concierto se conviertan en amigos íntimos, ni mucho menos. En un orden concertado seguirá habiendo competencia, ya que cada uno de estos hombres fuertes lucha por la superioridad. Pero cada uno reconoce que los conflictos entre ellos deben silenciarse para poder enfrentarse al verdadero enemigo: las fuerzas del desorden.

 

Los pequeños no importan

Fue precisamente esa historia sobre los peligros de las fuerzas contrarrevolucionarias la que sentó las bases del Concierto de Europa. Las grandes potencias dejaron de lado sus diferencias ideológicas, reconociendo que las fuerzas nacionalistas revolucionarias que la Revolución Francesa había desatado suponían una amenaza mayor para Europa de lo que jamás podrían suponer sus rivalidades más estrechas. En la visión de Trump de un nuevo concierto, Rusia y China deben ser tratadas como espíritus afines a la hora de sofocar el desorden desenfrenado y el preocupante cambio social. Estados Unidos seguirá compitiendo con sus pares, especialmente con China en cuestiones de comercio, pero no a expensas de ayudar a las fuerzas que Trump y su vicepresidente, JD Vance, han llamado “enemigos internos”: inmigrantes en situación irregular, terroristas islamistas, progresistas woke, socialistas a la europea y minorías sexuales.

Para que un concierto de poderes funcione, sus miembros deben poder perseguir sus propias ambiciones sin pisotear los derechos de sus iguales (pisotear los derechos de los demás, en cambio, es aceptable y necesario para mantener el orden). Esto significa organizar el mundo en distintas esferas de influencia, fronteras que delimiten los espacios en los que una gran potencia tiene derecho a practicar la expansión y la dominación sin trabas. En el Concierto de Europa, las grandes potencias permitían a sus pares intervenir dentro de las esferas de influencia reconocidas, como cuando Austria aplastó una revolución en Nápoles en 1821, y cuando Rusia reprimió brutalmente el nacionalismo polaco, como hizo repetidamente a lo largo del siglo XIX.

 

«Persiguen sus deseos sin pisar a sus iguales, aunque pisar al resto lo ven aceptable y necesario para mantener su orden»

 

En la lógica de un concierto contemporáneo, sería razonable que Estados Unidos permitiera a Rusia apoderarse permanentemente del territorio ucraniano para impedir lo que Moscú considera una amenaza para la seguridad regional. Tendría sentido que Estados Unidos retirara “fuerzas militares o sistemas de armamento de Filipinas a cambio de que la guardia costera de China ejecute menos patrullas”, como propuso el académico Andrew Byers en 2024, poco antes de que Trump lo nombrara subsecretario adjunto de Defensa para el Sur y el Sudeste Asiático. Una mentalidad concertada dejaría incluso abierta la idea de que Estados Unidos se mantuviera al margen si China decidiera tomar el control de Taiwán. A cambio, Trump esperaría que Pekín y Moscú se mantengan al margen cuando él amenace a Canadá, Groenlandia y Panamá.

Del mismo modo que una narrativa de concierto otorga a las grandes potencias el derecho a ordenar el sistema a su antojo, limita la capacidad de los demás para hacer oír su voz. A las grandes potencias europeas del siglo XIX les importaba poco los intereses de las potencias más pequeñas, incluso en cuestiones de vital importancia. En 1818, tras una década de revolución en Sudamérica, España se enfrentaba al colapso final de su imperio en el hemisferio occidental. Las grandes potencias se reunieron en Aix-la-Chapelle para decidir el destino del imperio y debatir si debían intervenir para restaurar el poder monárquico. España, notablemente, no fue invitada a la mesa de negociaciones. Del mismo modo, Trump parece tener poco interés en dar a Ucrania un papel en las negociaciones sobre su destino y aún menos ganas de involucrar a los aliados europeos en el proceso: él y Putin y sus diversos proxies lo resolverán “repartiéndose ciertos activos”, ha dicho Trump. Kiev tendrá que vivir con los resultados.

 

La suma de todas las esferas

En algunos casos, Washington debería ver a Pekín e incluso a Moscú como socios. Por ejemplo, revitalizar el control de armamentos sería un avance bienvenido, que requiere más colaboración de la que hubiera permitido una narrativa de competencia entre grandes potencias. Y en este sentido, la narrativa del concierto puede resultar seductora. Entregando el orden mundial a hombres fuertes que dirigen países poderosos, quizá el mundo podría disfrutar de una paz y una estabilidad relativas en lugar de conflictos y desorden. Pero esta narrativa distorsiona las realidades de la política de poder y oculta los retos de actuar de forma concertada.

Por un lado, aunque Trump podría pensar que las esferas de influencia serían fáciles de delimitar y gestionar, no es así. Incluso en el apogeo del periodo del Concierto, las potencias lucharon por definir los límites de su influencia. Austria y Prusia se enfrentaron constantemente por el control de la Confederación Germánica. Francia y Gran Bretaña lucharon por el dominio de los Países Bajos. Los intentos más recientes de establecer esferas de influencia no han resultado menos problemáticos. En la Conferencia de Yalta de 1945, Roosevelt, el líder soviético Joseph Stalin y el primer ministro británico Winston Churchill se propusieron cogestionar pacíficamente el mundo posterior a la Segunda Guerra Mundial. En lugar de ello, pronto se encontraron luchando en los límites de sus respectivas esferas, primero en el núcleo del nuevo orden, en Alemania, y más tarde en la periferia, en Corea, Vietnam y Afganistán. Hoy, gracias a la interdependencia económica provocada por la globalización, sería aún más difícil para las potencias dividir claramente el mundo. Las complejas cadenas de suministro y los flujos de inversión extranjera directa desafiarían las fronteras claras. Y problemas como las pandemias, el cambio climático y la proliferación nuclear difícilmente existen dentro de una esfera cerrada, donde una sola gran potencia pueda contenerlos.

Trump parece pensar que un enfoque más transaccional puede sortear las diferencias ideológicas que, de otro modo, podrían plantear obstáculos a la cooperación con China y Rusia. Pero a pesar de la aparente unidad de las grandes potencias, los conciertos a menudo enmascaran más que mitigan las fricciones ideológicas. No tardaron en surgir tales desavenencias en el seno del Concierto de Europa. Durante sus primeros años, las potencias conservadoras, Austria, Prusia y Rusia, formaron su propia agrupación exclusiva, la Santa Alianza, para proteger sus sistemas dinásticos. Consideraban que las revueltas contra el dominio español en América constituían una amenaza existencial, cuyo resultado repercutiría en toda Europa, por lo que requerían una respuesta inmediata para restablecer el orden. Pero los líderes del Reino Unido, más liberales, consideraban que las rebeliones eran fundamentalmente liberales y, aunque les preocupaba el vacío de poder que podría surgir tras ellas, los británicos no estaban dispuestos a intervenir. En última instancia, los británicos trabajaron con un país liberal advenedizo –Estados Unidos– para blindar el hemisferio occidental de la intervención europea, apoyando tácitamente la Doctrina Monroe con el poderío naval británico.

 

Espolear la reacción

No es difícil imaginar batallas ideológicas similares en un nuevo concierto. Puede que a Trump le importe poco cómo Xi gestione su esfera de influencia, pero las imágenes de China usando la fuerza para aplastar la democracia de Taiwán probablemente galvanizarían a la oposición en Estados Unidos y en otros lugares, del mismo modo que la agresión de Rusia contra Ucrania enfureció a las opiniones públicas democráticas. Hasta ahora, Trump ha sido capaz de revertir esencialmente la política estadounidense sobre Ucrania y Rusia sin pagar ningún precio político. Pero una encuesta de Economist-YouGov realizada a mediados de marzo reveló que el 47% de los estadounidenses desaprueba cómo Trump maneja la guerra, y el 49% su política exterior en general.

Cuando las grandes potencias intentan eliminar los desafíos a un orden imperante, a menudo provocan una reacción violenta, dando lugar a esfuerzos para romper su dominio del poder. Los movimientos nacionales y transnacionales pueden erosionar un concierto. En la Europa del siglo XIX, las fuerzas revolucionarias nacionalistas que las grandes potencias intentaron contener no sólo se hicieron más fuertes a lo largo del siglo, sino que también forjaron lazos entre sí. En 1848, eran lo bastante fuertes como para organizar revoluciones coordinadas en toda Europa. Aunque estas revueltas fueron sofocadas, desataron fuerzas que acabarían asestando un golpe fatal al Concierto en las guerras de unificación alemana de la década de 1860.

La narrativa del concierto sugiere que las grandes potencias pueden actuar conjuntamente para mantener a raya indefinidamente a las fuerzas de la inestabilidad. Tanto el sentido común como la historia dicen lo contrario. Hoy, Rusia y Estados Unidos podrían imponer con éxito el orden en Ucrania, negociando una nueva frontera territorial y congelando ese conflicto. Esto podría producir una tregua temporal, pero probablemente no generaría una paz duradera, ya que es improbable que Ucrania se olvide de su territorio perdido y que Putin esté satisfecho con su suerte actual durante mucho tiempo. Oriente Medio destaca como otra región en la que es improbable que la connivencia de las grandes potencias fomente la estabilidad y la paz. Aunque colaboraran armoniosamente, resulta difícil imaginar cómo podrían Washington, Pekín y Moscú poner fin a la guerra de Gaza, evitar una confrontación nuclear con Irán y estabilizar la Siria posterior a Assad.

 

«Cuando las potencias intentan eliminar los desafíos al orden que imponen, a menudo provocan una reacción violenta»

 

Los desafíos también vendrían de otros Estados, especialmente de las potencias “medias” en ascenso. En el siglo XIX, potencias emergentes como Japón exigieron la entrada en el club de las grandes potencias y la igualdad de condiciones en cuestiones como el comercio. La forma más represiva de dominación europea, el gobierno colonial, acabó provocando una feroz resistencia en todo el mundo. Hoy, una jerarquía internacional sería aún más difícil de sostener. Los países más pequeños apenas reconocen que las grandes potencias tengan derechos especiales para dictar un orden mundial. Las potencias intermedias ya han creado sus propias instituciones –acuerdos multilaterales de libre comercio, organizaciones regionales de seguridad– que pueden facilitar la resistencia colectiva. Europa ha luchado por construir sus propias defensas independientes, pero es probable que redoble sus esfuerzos para garantizar su propia seguridad y ayudar a Ucrania. En los últimos años, Japón ha construido sus propias redes de influencia en el Indo-Pacífico, posicionándose como una potencia más capaz de una acción diplomática independiente en esa región. Es poco probable que India acepte ser excluida del orden de las grandes potencias, sobre todo si eso significa el crecimiento del poder de China a lo largo de su frontera.

 

¿Bismarck o Napoleón III?

Para hacer frente a todos los problemas que plantea la colusión de las grandes potencias, ayuda contar con las habilidades de un Otto von Bismarck, el líder prusiano que encontró la manera de manipular el Concierto de Europa en su beneficio. La diplomacia de Bismarck podía incluso separar a aliados ideológicamente alineados. Cuando Prusia se preparaba para entrar en guerra contra Dinamarca para hacerse con el control de Schleswig-Holstein en 1864, Bismarck apeló a las reglas del Concierto y a los tratados existentes, marginando al Reino Unido, cuyos líderes se habían comprometido a asegurar la integridad del reino danés. Explotó la competencia colonial en África, posicionándose como un “intermediario honesto entre Francia y el Reino Unido”. Bismarck se oponía a las fuerzas liberales y nacionalistas que se extendían por la Europa de mediados del siglo XIX y era, por tanto, un conservador reaccionario, pero no reactivo. Pensó cuidadosamente cuándo aplastar los movimientos revolucionarios y cuándo aprovecharlos, como hizo en su búsqueda de la unificación alemana. Era increíblemente ambicioso, pero no se dejaba llevar por impulsos expansionistas, y a menudo optó por la moderación. No vio la necesidad de crear un imperio en el continente africano, por ejemplo, ya que eso sólo llevaría a Alemania a un conflicto con Francia y el Reino Unido.

Por desgracia, la mayoría de los líderes, a pesar de cómo se vean a sí mismos, no son Bismarck. Muchos se parecen más a Napoleón III. El gobernante francés llegó al poder cuando las revoluciones de 1848 estaban llegando a su fin y creyó que tenía una capacidad excepcional para utilizar el sistema del Concierto para sus propios fines. Intentó abrir una brecha entre Austria y Prusia para ampliar su propia influencia en la Confederación Germánica, y trató de organizar una gran conferencia para redibujar las fronteras europeas a fin de reflejar los movimientos nacionales. Pero fracasó rotundamente. Vanidoso y emotivo, susceptible a la adulación y la vergüenza, se vio abandonado por sus homólogos de las grandes potencias o manipulado para cumplir las órdenes de otros. Como resultado, Bismarck encontró en Napoleón III el incauto que necesitaba para impulsar la unificación alemana.

En un concierto actual, ¿cómo le iría a Trump como líder? Es posible que emerja como una figura bismarckiana, intimidando y fanfarroneando para obtener concesiones ventajosas de otras grandes potencias. Pero también es posible que le tomen el pelo y acabe como Napoleón III, superado por rivales más astutos.

 

Y el mundo ardió en llamas

Una vez establecido el Concierto, las potencias europeas permanecieron en paz durante casi 40 años. Fue un logro asombroso en un continente que había estado destrozado por los conflictos entre grandes potencias durante siglos. En ese sentido, el Concierto podría ofrecer un marco viable para un mundo cada vez más multipolar. Pero para conseguirlo se necesitaría una historia que implique menos colusión y más colaboración, una narrativa en la que las grandes potencias actúen de forma concertada para promover no sólo sus propios intereses, sino también otros más amplios.

Lo que hizo posible el Concierto original fue la presencia de líderes con ideas afines que compartían un interés colectivo en la gobernanza continental y el objetivo de evitar otra guerra catastrófica. El Concierto también tenía reglas para gestionar la competencia entre grandes potencias. No eran las reglas del orden internacional liberal, que pretendía sustituir la política de poder por procedimientos legales. Eran, más bien, “reglas empíricas” generadas conjuntamente que guiaban a las grandes potencias en la negociación de los conflictos. Establecían normas sobre cuándo intervendrían en los conflictos, cómo repartirían el territorio y quién sería responsable de los bienes públicos que mantendrían la paz. Por último, la visión original del Concierto adoptaba la deliberación formal y la persuasión moral como mecanismo clave de la política exterior de colaboración. El Concierto se basaba en foros que reunían a las grandes potencias para debatir sus intereses colectivos.

Resulta difícil imaginar a Trump elaborando ese tipo de acuerdo. Trump parece creer que puede construir un concierto no a través de una colaboración genuina, sino mediante tratos transaccionales, basándose en amenazas y sobornos para empujar a sus socios hacia la colusión. Y como transgresor habitual de reglas y normas, parece poco probable que Trump se atenga a ningún parámetro que pueda mitigar los conflictos entre grandes potencias que inevitablemente surgirían. Tampoco es fácil imaginar a Putin y Xi como socios ilustrados, abrazando la abnegación y resolviendo las diferencias en nombre de un bien mayor.

Merece la pena recordar cómo acabó el Concierto de Europa: primero con una serie de guerras limitadas en el continente, luego con conflictos imperiales en ultramar y, finalmente, con el estallido de la Primera Guerra Mundial. Y cuando la cuidadosa colaboración se convirtió en mera colusión, la narrativa del concierto se convirtió en un cuento de hadas. El sistema se vino abajo en un paroxismo de política de poder y el mundo ardió en llamas.